Las librerías y su añeja magia

En su novela El italiano, su autor Arturo Pérez Reverte, tras la breve descripción de un evento que sería clave en la trama, narra la forma en que al tropezarse con el libro La gondola de Cargasacchi, en la veneciana librería Olterra, tuvo la oportunidad de detenerse a contemplar el plano de ese tipo de embarcación para después preguntar por aquel libro a la librera que por allí se hallaba, mientras admiraba un acervo de obras sobre navegación. Sin embargo, cuando su mirada se tropezó con un par de fotografías que estaban en la pared: una de las cuales era la librera junto a un hombre y la otra mostraba a dos hombres junto a un maile o torpedo. Aquella admiración que le despertaron las dos fotografías serían la excusa creativa para que -muchos años después- sería la publicación de una novela.

Así las cosas, la contemplación de aquella imagen, llevaría a que la librera se le acercara y le hiciera un comentario que, sin saberlo entonces y aun cuando era periodista, sería el principio de una experiencia lectora que le permitiría leer y aficionarse a libros cuyas historias girarían en torno al mar y sus marinos. El resultado: una pasión por la historia, la indagación documentada, el misterio y la aventura que, en el caso de esta experiencia en particular, lo llevaría a escribir El italiano cuarenta años después; uno de sus libros más entrañables. Novela sí, pero profundamente documentada como todo lo que este autor acostumbra cuando de narrar historias verídicas ficcionadas se trata; en donde la librería, las bibliotecas, los archivos históricos han sido parte de su vida como escritor tras haber sido corresponsal de guerra..

Este, como tantos otros libros en los que las librerías son escenarios idílicos o sus libros personajes protagónicos, han contribuido a cultivar el amor que, desde temprana edad, he llegado a tener por las librerías y sus libros. Y no es que en mi ciudad natal Cosamaloapan hubiese librerías, pero sí había un puesto de revistas llamado El Portalito, a donde solía pasar a la menor provocación, para repasar con la mirada los estantes llenos de periódicos, revistas y uno que otro libro. De la misma forma que en una papelería (de cuyo nombre hoy no me acuerdo), al centro de ella, casi topando con la entrada, había un módulo giratorio en donde también se exhibían libros, títulos mayormente relacionados con lo místico y paranormal (ya sobre ello escribí hace algunos años en este mismo espacio).

No por menos, cuando salió La sombra del viento (Editorial Planeta, 2001) de Carlos Ruiz Zafón, terminé enamorado y corrí a recomendarlo a quien me dejara contarle la sinopsis, algo que -por cierto- suelo hacer y que inicié como práctica con Silvia, mi esposa. Y es que si algo tiene la tetralogía de El cementerio de los libros olvidados, es trasladar al lector a un puñado de aventuras en la Barcelona de mitad del siglo XX, de la mano de personajes encantadores, mágicos, memorables, de los que uno termina enamorado.

De vuelta a las librerías, debo decir que si algo me emociona es justamente ingresar en ellas para pasarme algunas horas recorriendo su acervo, explorando en los anaqueles, descubriendo autores, admirando portadas; títulos que -en ocasiones- conozco a quien lo escribe y en otras me tropiezo con ellos por primera vez y eso me emociona. Por eso cuando Silvia y yo viajábamos a la ciudad de México, por cualquier motivo, una parada obligatoria era visitar librerías: El Sótano, La Gandhi y la del Fondo de Cultura Económica, sin descontar las de viejo que se atravesaban en nuestro camino en el Centro Histórico.

Esto lo sigo haciendo, ahora en Mar adentro, la librería Gandhi, la Científica, como lo llegué a hacer en La librería Cristal, La Porrúa, La Providencia, en la Esfinge, la de la Universidad Veracruzana, hace varios años; pues de lo que se trata es de dejarse sorprender por los títulos, las portadas, la cuarta de forros. Hacer de la intuición un acto de gozo que conduzca a decidir o no comprar un libro.

Por eso, cuando viajábamos mi Peque y yo a la ciudad de México, entrar a las librerías, representaba un aliciente embriagador, tanto para ella como para mí, pues como solía hacerlo, al ver mis ojos y la sonrisa que me acompañaba, terminaba por decirme: «¡Cómpratelos!». Fueran libros teóricos, novelas, incluso revistas que acostumbré adquirir durante muchos años. Aquella experiencia llegó a contagiar en sus años de niña y adolescente a mi hija Ximena, para luego reproducirse con mi hijo Emilio, sin embargo, en ambos casos, la cultura digital les ha terminado por arrebatar un hábito que alimenta el alma y la razón. (Aun recuerdo que el último libro que me pidió leyéramos juntos Xime y yo, fue Los libros que leímos juntos de Alice Ozma y que nunca pudimos terminar al estar alcanzando ya su primera juventud). No obstante, saben que cuando viajamos, como lo hicimos cuando su madre vivía, es obligado visitar alguna librería de toda ciudad a la que viajamos.

Creo que esto es lo que hace que, tanto ella como él, se han quedado con la costumbre de pedirme ir a alguna librería de la ciudad y en ocasiones se compran algo que no sé si terminan por leer, pero sí que repiten aquella frase de mamita hermosa: ¡Cómpratelos papá! Así que ni tardo ni perezoso, comienzo la selección de novelas que recién han publicado la docena de autores que sigo como religión. Y otros que voy descubriendo y terminan por ser parte de mis querencias, pues suelo tener mucho tino para descubrir escritores que desconocía. Así ha sido con: Sacheri, Lemaitre, Vásquez, Jonasson, Segovia, Mankell, Falcones, Balli, entre muchos otros novelistas. Incluidos un puñado de teóricos (Peterson, Lipovetsky, Pinker, Losada, Bauman, Castells, De Sousa Santos, Giddens), a quienes agradezco haber abierto mi horizonte para poder entender la vida y de la vida en mis años recientes.

Ahora bien, esta pasión por la lectura, ha llevado a dar constitución a un acervo personal que suma miles de libros, por lo que ha habido ocasiones en que he sacado -literalmente- cajas para regalarlos a mis estudiantes de la facultad de Comunicación o bien hago obsequios personales a jóvenes que colaboran conmigo, pues ha habido ocasiones en que termino por comprar alguno que luego me llega como regalo o ya he adquirido antes. No por menos Silvia me dijo en alguna ocasión, esbozando su mágica sonrisa: «¡Acomodas bien tus libros o los sacas; o quien saldrá de esta casa serás tú!». Así que de inmediato me organicé y tuve que mandar a hacer libreros, incluso los últimos los construimos entre ella y yo. Así era ella.

Por cierto, al tenor de lo que aquí narro, hay algunas razones del porqué he hecho costumbre adquirir libros donde sus autores justamente hacen de una librería un escenario para revelar guiños de la vida, para contarnos el papel que pueden jugar en sus personajes, sus vicisitudes, sus inquietudes no sólo humanas sino también felinas, ya que los gatos últimamente son personajes de muchas de tales historias.

Pero también, reconocemos que una librería es lugar desde el cual aprender a ver en las miradas de quienes visitan una librería aquello de lo que somos parte, de allí que no me haya sorprendido que en una de las últimas visitas a una de Boca del Río, un señor entrado en años, me haya preguntado en donde había yo encontrado el libro Símbolos de lo oculto. Una guía de más de 500 signos, símbolos e íconos de Eric Chaline (Librero, 2024), una obra que llegué a decir sería la última que se sumaría al acervo del estudio del que ahora preparo su informe, pero como dice Alejo Cuervo, el propietario de la librería Gigamesh (sic) de Barcelona, en la entrevista que le hacen para la Newsletter de la Editorial Anagrama que recién me ha llegado: siempre que paso por una librería no puedo evitar entrar. Y este domingo que visité una para tomar las fotos que ilustran esta entrega en mi blog, me encontré con 2 libros sobre historia de las brujas y otras sobre el ocultismo y ni hablar, caí, después de saludar a una querida amiga feminista y a un amigo gestor cultural.

Finalmente, recordaría a mi abuela materna, Doña Elda (y quien me trajera de la mano a estudiar y me encargara con el entonces director de mi facultad, pues le dijo que yo no quería estudiar), aquel día en el que me llegó a preguntar cuándo dejaría de leer. Recuerdo le dije que nunca o quizá cuando me muriera, pues no quería ser un académico del montón. Así que la lectura ha sido una práctica social que ha sido una Vitamina para el Alma, tal como se llama una histórica librería de viejo del puerto veracruzano, que se encuentra por los rumbos del centro de la ciudad, hacia la zona de mercados.

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