Núm. 14 Tercera Época
 
   
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Yo veía cómo las hojas y las ramas se plegaban poco a poco a mi deseo, eran mi melodía, la melodía de Luis que seguía hablando ajeno a mi fantaseo, y después vi inscribirse una estrella pequeña y muy azul, y aunque no sé nada de astronomía y no hubiera podido decir si era una estrella o un planeta, en cambio me sentí seguro de que no era Marte ni Mercurio, brillaba demasiado en el centro del adagio, demasiado en el centro de las palabras de Luis como para que alguien pudiera confundirla con Marte o con Mercurio (p. 70).
     
   

Berenice Miranda

 

          Para nosotros, los que éramos niños aún a la muerte del Che y vimos por primera vez, en los diarios del militarismo sesentista argentino, con miedo y asombro –y sin ninguna conciencia política–, las fotos sensacionalistas de ese desconocido muchacho-compatriota muerto, Cortázar fue el único puente que, clandestinamente –ya que el mencionado cuento fue una de las principales razones para que el siguiente militarismo proscribiera su lectura–, nos condujo a reconstruir su historia, a interesarnos primero por Cuba y luego por Nicaragua. Si Cortázar lo avalaba, el Che no podía ser el monstruo sanguinario que construían los militares, y fue con Cortázar que empezamos a sospechar de la imagen impostada por el militarismo en turno, y a través de él descubrimos al verdadero Che, un “Cronopio” más, opuesto a la invasión de tantos “Famas”.

          En lo personal, recuerdo la impresión de la primera lectura del cuento, durante el miedo sórdido de la reciente dictadura, cuando el escalofrío del asma del personaje me hacía descubrir que el innombrado era el Che, que tener ese libro en mis manos era participar de su gesta y que la sola lectura –tan cómoda al lado de los pies llagados, la ciénaga y las heridas que los personajes padecían– podía poner también en peligro mi vida.

          El relato quedó grabado en mi memoria, pero adormecido en el miedo paralizante de la dictadura, y dio su fruto con la democracia, cuando pude entender, más allá de las mentiras autoritarias y legitimadoras de la masacre, qué cosa realmente había sido la guerrilla en Argentina, qué errores se habían cometido, cuánto se había canonizado y malinterpretado al Che, ya que mezclándolo con el populismo peronista travestido de izquierdismo en los setenta, y con el Frantz Fanon de Los condenados de la tierra, la combinación resultaba explosiva, tanto como para desencadenar el aniquilamiento de un país.

          Hasta hace poco tiempo, la tematización “ficcional” sobre el Che –al menos la que daba para la divulgación más generalizada que los artículos académicos– terminaba allí, pero en 2005, Ricardo Piglia, siguiendo su tradición de instalarse tan productivamente entre la literatura, la historia, el ensayo y la ficción, escribe, en El último lector, un brillante capítulo sobre el Che Guevara como lector: “Ernesto Guevara, rastros de lectura”.

          En este texto, Piglia, nunca demasiado deslumbrado con Cortázar (quizás por el efectismo final de algunos de sus cuentos, tan diverso en su estilo y elaboración narrativa), retoma y cita su cuento sobre el Che para graficar la pasión de éste por la lectura y cómo la lectura “modela y transmite la experiencia en soledad” (p. 105), donde: “No se trataría sólo del quijotismo en el sentido clásico, el idealista que enfrenta lo real, sino del quijotismo como un modo de ligar la lectura y la vida. La vida se completa con un sentido que se toma de lo que se ha leído en la ficción” (p. 104), “lo que se ha leído aun trepado a los árboles en el fragor de la guerrilla y la proximidad de la muerte en Bolivia” (p. 106), “experimentando la paradoja de su ‘persistencia y fragilidad’ casi viciosa” (p. 107), porque lo aproxima a la evasión.

          De un rasgo –el contraste entre la figura sedentaria del lector con la del guerrillero en marcha que no abandona sus libros haciendo más lenta y fatigosa la marcha–, deriva un ejemplo “antagónico y simétrico”: el de Gramsci, leyendo quieto en la cárcel del fascismo lo que cayera en sus manos, y a través de ello Piglia logrará oponer brillantemente los dos modelos políticos: la teoría del foco y la de la hegemonía.

          No es el objeto de este artículo centrarse en ese texto que, por otra parte, vale la pena leer; sólo quiero focalizar un aspecto que me remite a dos nuevas construcciones literarias de las que el Che es un trasfondo más lejano; dice Piglia:

 
 
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