Núm. 12 Tercera Época
 
   
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Adaptación, originalidad y paliación en el
Arte de la Nueva España

Adriana Boggio-Harasymowicz

Adriana Boggio-Harasymowicz es historiadora, egresada
de la UV. Realizó estudios de historia en el Instituto de
Profesores Artigas en Uruguay y en la Universidad de
Lund en Suecia. Ha escrito para La Palabra y el Hombre y
Repertorio, entre otras publicaciones.

El fenómeno de la paliación

Los españoles, siempre que fue posible, trataron de transplantar los modelos religiosos de la metrópoli a América. Eso intentaron hacer con las ceremonias, las construcciones y los objetos del culto. Pero, ante la realidad con la que se encontraron, se vieron obligados a realizar múltiples modificaciones a sus esquemas iniciales y a hacer concesiones para lograr la aceptación y la comprensión de dichos modelos. Aceptación y comprensión que, por mucho tiempo, no dejaron de ser superficiales debido al carácter masivo y urgente de la conversión (se dice que Fray Pedro de Gante llegó a bautizar 14 000 indígenas por día).

          Los cambios en lo que respecta a la concepción del mundo y a los esquemas simbólicos suelen producirse muy lentamente, por lo que en el proceso de sustitución de las viejas imágenes por otras nuevas, los misioneros tuvieron que enfrentarse con el problema del sincretismo religioso del que nos habla Fray Bernardino de Sahagún y al que él da el nombre de “paliación”.

          Este fraile, que escribió su obra entre 1570 y 1582 proporcionó interesantes datos acerca de ídolos, fuentes, montes y templos, que seguían siendo lugares de culto y peregrinación en su época, a los que la población concurría masivamente llevando ofrendas.

          En la Historia general de las cosas de Nueva España, da varios ejemplos de este fenómeno, destacando entre ellos el de la Virgen de Guadalupe: “...y vienen ahora a visitar a esta Tonantzin de muy lejos, tan lejos como de antes, la cual devoción también es sospechosa, porque en todas partes hay muchas iglesias de Nuestra Señora, y no van a ellas, y vienen de lejas tierras a esta Tonantzin, como antiguamente”.

          Y agrega: “Bien creo que hay otros muchos lugares en estas Indias donde paliadamente se hace reverencia y ofrenda a los ídolos con disimulación de las fiestas que la Iglesia celebra a Dios y a todos sus Santos, lo cual sería bien investigarse para que la pobre gente fuese desengañada del engaño que ahora padece”.

          Sucedía que, en sus intentos por acelerar el proceso de cristianización, eran muchos los frailes que se valían de los puntos de contacto existentes entre el ritual cristiano y el prehispánico y que, para acercarse a los indígenas, permitían diferentes asociaciones de conceptos y divinidades, algunas de las cuales también son mencionadas por Sahagún. Como la de Santa Ana en el monasterio de San Francisco en Tlaxcala que se asociaba con Toci, “nuestra abuela”, “y así la han llamado y la llaman en el púlpito, Toci...” O como la fiesta en honor de San Juan que se realizaba en Tianquizmanalco pero que estaba

          paliada debajo del nombre de San Juan Telpochtli como suena por de fuera, pero a honra del Telpochtli antiguo que es Tezcatlipoca, porque San Juan allí ningunos milagros ha hecho ni hay por qué acudir más allí que a ninguna parte donde tiene iglesia. Vienen a esta fi esta el día de hoy, gran cantidad de gente, y de muy lejas tierras, y traen muchas ofrendas...

A esta situación de sustitución y falta de claridad en el plano simbólico espiritual se sumaron, como ya señalábamos, sustituciones en otros planos de la vida religiosa.

El culto adoptó formas semejantes a las de los antiguos rituales. Las ceremonias tenían lugar al aire libre, se siguió recurriendo a cantos, danzas y ofrendas para honrar a la divinidad. En las fechas próximas al día del santo patrono del lugar, en las danzas se mezclaban elementos aportados por los españoles –tales como diablos, moros, cristianos, etc.– con máscaras indígenas y tocados de plumas.

          Al mismo tiempo, se buscó impregnar los nuevos objetos de culto de un carácter sagrado que tuviera validez ante los ojos de los indígenas. Para ello, siempre que fue posible, las iglesias se construyeron en el sitio que habían ocupado los templos prehispánicos.

          También los materiales de construcción que habían formado parte de dichos templos fueron usados para levantar iglesias, reforzando con ello su carácter divino. Incluso las imágenes religiosas cristianas, muchas veces eran amasadas con el mismo material con que los indígenas acostumbraban amasar sus ídolos, dando lugar a los “cristos de caña”, como el de Xochimilco entre otros, o a conocidas vírgenes como las de Michoacán y Zapopan.

          Todas estas circunstancias, estos elementos, que para los frailes del siglo XVI eran motivo de gran preocupación y análisis, hoy podemos considerar que son los que aportan gran parte de su singularidad al arte colonial mexicano.

 
 
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