A cincuenta años de su muerte, José Vasconcelos sigue asombrándonos con su vida múltiple. No es un secreto que la mujer fue una presencia fundamental en su vida. A continuación ofrecemos dos cartas —con un prólogo de su hijo Héctor Vasconcelos— que documentan la historia de amor entre el autor de La raza cósmica y su segunda esposa Esperanza Cruz.
José Vasconcelos y Esperanza Cruz se reencontraron en los primeros días de 1943. Un primer encuentro, fugaz y circunstancial, había tenido lugar en 1922, cuando a la talentosa niña se le comisionó para entregar un ramo de flores al entonces Secretario de Educación Pública durante su visita al Conservatorio Nacional de Música. Una veintena de años después, la ocasión que los convocó fue un intento de Agustín de León von Schultzenberg —figura excéntrica de la primera mitad del siglo XX mexicano que bien valdría la pena rescatar, desde el punto de vista histórico y literario—, por reconciliar a Vasconcelos con Luis Cabrera. Estos personajes habían sido amigos cercanos durante su juventud —Ateneo de la Juventud—, pero el carrancismo los había distanciado. Vasconcelos había sido uno de los primeros en usar, si no inventar, el verbo carrancear para aludir a las corruptelas que él percibía en el Constitucionalismo. Y Cabrera, no quedándose atrás, había incluso publicado un pequeño volumen intitulado Los gazapos de nuestro Ulises. Los años de prominencia habían transcurrido para ambos, sin embargo, y “Schultzenberg”, como le decía mi padre, o “Agustinito”, como le decía mi madre, había juzgado oportuno el momento para el reencuentro de los dos amigos de juventud. Así, invitó a media docena de amigos a su mansión —palacio entre los lodazales de la Portales de aquellos días—, para un almuerzo. Entre los convidados en aquel comedor que bien recuerdo y cuyo candil había ornamentado alguna vez el techo de uno de los palacios de los zares, se encontraba Esperanza Cruz, la pianista mexicana más prominente del momento (Angélica Morales von Sauer había permanecido en Viena durante la guerra). A la hora del café, alguien pidió a ésta que tocara algo en el fabuloso Steinway que Schultzenberg había comprado “para Esperanza”. ¿Qué habrá tocado? Probablemente Chopin o Liszt. El impacto fue instantáneo. Los coups de foudre son más frecuentes de lo que uno supondría. Desde el día siguiente, la pianista empezó a ser abrumada por cartas, flores y regalos de un Vasconcelos que, convenientemente, había enviudado sólo meses antes.
Las cartas que aquí se publican por primera vez son parte de un copioso intercambio que habría de continuar durante los siguientes meses. Están en mi poder algunas de las epístolas de mi padre a mi madre. Ignoro qué ocurrió con las de ella a él. Las difíciles circunstancias de los años subsecuentes hacen muy complicado el rastreo. ¿Las destruiría él? Tal vez se encuentren algunas de ellas entre los papeles paternos que quedaron en poder de mi media hermana María del Carmen, con quien él vivió durante los últimos quince años de su vida y que falleció en 2003. Nunca pregunté por ellas, en primer lugar, porque otros temas me ocuparon en la vida, y en segundo, por todo lo sucedido y que enseguida esbozo.
La historia no tuvo un final feliz. José Vasconcelos y Esperanza Cruz se casaron en diciembre de 1943, creo que, ante todo, por insistencia de mi abuela materna. Entre los testigos contaba Enrique González Martínez. Vasconcelos había propuesto un proyecto menos convencional: “…e iremos por el mundo dando conferencias y conciertos. Yo hablaré de Platón, tú tocarás la sonata Kreutzer”. Pero ensayaron la convivencia doméstica, cosa para la cual ambos eran particularmente ineptos. Los estadios de sus vidas eran opuestos: él, a los sesenta y un años, buscaba la tranquilidad y la creación filosófica (por esos días había considerado seriamente y había dado los primeros pasos para ingresar a la Orden Franciscana); ella, a los treinta y cuatro, deseaba continuar con su carrera que en aquel momento se encontraba en su apogeo. Sobre todo, surgieron los “celos infernales” a que aludió mi padre en varias ocasiones. Ella se vio espiada durante años por investigadores privados. Un vehículo la siguió secretamente por meses a todas partes; al amparo de la noche, espías ocultos de pronto se hacían visibles entre los árboles de las calles aledañas a su casa de San Ángel Inn. Él inventó un personaje ficticio —el maestro Alameda— para justificar sus celos. En el verano de 1944 se separaron con el pretexto de un desacuerdo provocado por la asistencia de ella a un concierto de Claudio Arrau en el Palacio de Bellas Artes (Concierto para piano y orquesta número 1, de Brahms). En 1945 nací yo. Mi padrino de bautizo fue, naturalmente, Luis Cabrera.
Hacia 1950 se iniciaron trámites de divorcio. Los pormenores del tormentoso proceso ocuparon algunos titulares de los periódicos de la época, especialmente de los vespertinos como Últimas Noticias y La Extra. Pero, abruptamente, él dio por terminado el juicio ca. 1951 y ambos acordaron permanecer casados, si bien separados. Durante los años cincuenta, hicieron algunos viajes juntos, como el que emprendieron para asistir al Congreso de Escritores Martianos en La Habana (1953), donde se encontraron con Gabriela Mistral. Más adelante, creció el distanciamiento, convertido ahora en indiferencia y una vaga hostilidad. Lo que resulta indudable es que ésta fue la última de las legendarias pasiones vasconcelianas: Antonieta Rivas Mercado, Consuelo Sunsín Saint-Exupéry, Elena Arizmendi… A pesar de todos los trances, subsistió algún cariño que se hizo manifiesto en el último día de la vida de mi padre (30 de junio de 1959). El frenesí y la utopía amorosa se desvanecen inexorablemente.
HÉCTOR VASCONCELOS
FEBRERO 9 / 43
Esperancita querida:
Te escribo para desahogar el entusiasmo y la alegría de haberte encontrado. México entero se me aparece magnífico porque te ha producido a ti como un ángel de carne tibia y firme, de alma clara y musical. Me pasé el resto de la noche en que nos vimos adormecido de ensueños y me he pasado el día, como quien todavía no se despeja después de un vino delicioso y fuerte. Por momentos quería mandarte por teléfono un grito apasionado, pero siempre hay gente escuchando cuando se habla por teléfono y el mecanismo, por sí solo, como que apaga toda efusión. Pero en el interior de mi alma, he estado gritando de júbilo porque viví una noche como la pasada, toda de luna y de ternura sencilla, de roces suaves y confidencias hondas. Ahora está la luna en el patio; interrumpo una tarea para ponerte estas líneas: pido a la Providencia por ti y tu ventura.
Viviremos siempre separados en lo físico: podemos vivir ligados siempre por el cariño profundo, lo mismo de lejos que de cerca. Si tuviera veinte años menos, te propondría matrimonio. Así como estamos, no sería ni siquiera leal contigo el hacerlo. Tu destino, quizás, es el de toda personalidad genial, hacer tu vida un tanto aislada y solitaria: tu trabajo es tu marido, pero yo aspiro a ser un poco el amor de tu alma, de cerca o de lejos, según las circunstancias obliguen. Así también viví yo muchos años y ahora resulta que la vida me trae un don como el tuyo, muy tarde; quizá por la carrera tuya sea mejor así, conforme lo platicábamos anoche.
No hallé la música que buscaba para ti: se trata (no pude explicártelo por teléfono), de un trozo de Berlioz, en su Romeo y Julieta, la fiesta en la casa de los Capuleto, es el son de la alegría completa, cuando el amor comienza y promete dichas sin fin: no asoma todavía la tragedia —no tiene por qué venir para nosotros la tragedia— no conozco en la música nada que responda mejor a esos instantes en los cuales el alma se recrea sin reservas en un amor inocente. Lo voy a seguir buscando, el disco. Por lo pronto, te mandé una pieza muy brillante, el concierto de Beethoven y otra muy profunda, la Sonata a Kreutzer que Tolstoi hizo célebre en la literatura. Durante mis años de turbulencia y de inquietud, me acompañó esa música muchas veces; me ayudó a escribir páginas hondas; la amo por eso, aunque ya no me siento así, pues me rodean muchos afectos y Dios me está dando un descanso.
Adiós, amor mío. Hasta pronto.
JOSÉ VASCONCELOS
MARZO 15 / 43
Amor mío: Me he quedado al llegar a mi mesa mirando tu retrato de artista joven que me acabas de dar. Lo he mirado, enternecido porque es retrato tuyo, y pasmado, de ver que la raza humana pueda producir una criatura tan exquisita, tan maravillosamente dotada de genio y de gracia, de pureza y de encanto; cara inocente y a la vez de profunda comprensión anticipada de la vida en lo que tiene de honda y misteriosa. Inocencia y misterio; suave tesoro de emociones infinitas; ojos que contagian de vaga tristeza; boca toda dulzura; manos de artista elegida; peinado cándido de niña: en fin un ser adorable, fruto de selección que por sí solo basta para ennoblecer una raza. Te agradezco el don de este retrato que, aunque fue un cartel para el público, yo no lo conocía. Pero no es esto ni todo lo que he pensado, ni todo lo que quiero decirte y aquí consigno: lo que te digo es que después de tus correspondencias de esta noche, te quiero más que antes; te digo también que adorable como es tu retrato de niña prodigio y tu vida de artista joven, yo quiero más todavía a la mujer que eres hoy: mujer magnífica por la comprensión, la pasión, la dulzura, por tu bondad, por tu belleza, por tu genio que está en flor. Y te digo que te quiero y bendigo el momento de ahora en que me has dejado quererte, en que me quieres también un poco.
Ya no me has escrito, dijiste hace unos instantes, y no lo había hecho porque no tenía que decirte nada que no fuese insistir en que te amo; pero ahora, no obstante que acabamos de hablar largo, he sentido la necesidad de gritarte: “milagro del cielo”, ¿qué predestinación te trajo a mis ojos?, ¿qué suerte dichosa te pone en mis brazos?, y qué más podría pedirle a la vida que el don que en ti me hace, por el cual humildemente pido a Dios que te proteja por siempre y te conceda su dicha y te guarde.
Y ahora, amor mío, me despido de tu retrato de la niña que no alcancé a ver, aparición celeste que fue, y me despido de tu recuerdo todavía tibio de la mujer que eres ahora y te mando con la mente, al irme a dormir, otra vez el beso que puse al despedirme en tu mano gloriosa y amante y en tu pie de reina.
Hasta mañana, amor, ya te escribí, pero mi corazón, tú lo tienes contigo. Te espero mañana 16, el aniversario, a la 1:30.
Adiós. Tuyo.
JOSÉ VASCONCELOS
Tomado de : Vasconcelos, José, (2009) “Cartas privadas” [en línea]. Revista de la Universidad de México. Nueva época. Noviembre 2009, No. 69 [Consulta: 25/11/2009].