Núm. 8 Tercera Época
 
   
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Gustavo Pérez
TAUMATURGO DEL BARRO
 
 
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Lilith vio mi vacilación, que poco a poco se convertía en espanto. Bajó los ojos. Noté que sus pestañas se humedecían. Parecía una virgen al borde de la inmolación, había castidad en su rostro y un abatimiento total en su cuerpo. Detuvo el elevador. Apretó el botón de la planta baja.

—Ya no quiero llevarte al infierno –dijo–. La verdad, amigo, es que estoy un poco loquita. Nunca había hecho lo que hice contigo en la fiesta.

Entonces se desencadenaron las confesiones:

—Hace una semana salí de un colegio de monjas, donde me tuvieron recluida por seis años. –El ascensor se detuvo, se abrió la puerta, y volvió a cerrarse. Permanecimos en el interior–. Mis padres son unos vulgares millonarios que me encerraron en Suiza y se olvidaron de mí. Pasé mis soledades leyendo libros prohibidos que me proporcionaba un curita lujurioso y medio desorientado.

De su bolso sacó un espejo y comenzó a pulirse el maquillaje con una pequeña brocha. Sentí algo de alivio (alivio risueño, casi escéptico, si es que tal cosa existe) al ver que su rostro se reflejaba convencionalmente.

—Mi imaginación está llena de las escenas más sicalípticas y descabelladas. Todo por culpa de ese curita. El pobre estuvo enamorado de mí durante los seis años de clausura y no halló otro consuelo que acariciarme las piernas en el confesionario, avanzando centímetro a centímetro, sin nunca llegar más allá de medio muslo. Como castigo tenía que conseguirme una novela debauché por semana. Leí todo Sade, Huysmans, Bataille, Vargas Vila, Pierre Loti y llegué a creer que ese era el mundo real.

Supuse que había llegado el momento de acercarme a ella. Y aun entonces no me dejé llevar por el lugar común del instinto. Permanecí a distancia, estudiándola.

—Cuando te conocí pensé que podía jugar a la Mesalina contigo. De todos los que me asediaban me pareciste el más manejable, un tipo inocuo.

Asimilé el calificativo con buen talante. Casi con superioridad.

Su confesión me enterneció. Era una mujercita equivocada, un ser humano elemental, víctima de las circunstancias, de todos modos, mujer, y tenía los instintos normales y yo era un hombre –no todos los hombres, sino el doctor Equis, cuya reputación se tasaba en honorarios de varias cifras–, de modo que la llevé (o me llevó, no sé) al cuarto y tras el vino –que no fue ni blanco ni alemán, sino simplemente espantoso– y los rituales de costumbre, nos desnudamos sin dejar de hablar, la tendí en la cama de espaldas. Súbitamente noté que sus ojos fulguraban y su rostro sufría una transfiguración inefable.

—¿Quieres que yo me acueste de espaldas? ¿Quieres acostarte encima? ¿Quieres penetrarme, abrirme como a una vaca muerta, quieres humillarme? No, doctor. Yo también fui hecha de polvo y soy tu igual. No tengo por qué someterme.

Aquella actitud contradictoria me enfureció. Quise forzarla y, tengo que confesarlo, el forzado fui yo. Con un hábil y violento movimiento de luchador olímpico me puso de espaldas contra la cama, colocó las manos como garras sobre mi pecho y dijo:

—No soy una niña de las monjas, imbécil, soy el demonio, y tienes que darme placer o no sales vivo de este cuchitril.

¿Tengo que decirles que me asusté? No, no me asusté. Recordé las palabras de Marcio: “Si ella es mi igual, yo también soy su igual. Somos de carne y hueso. Si ella es todas las mujeres, yo soy todos los hombres. Ella y yo tenemos a Dios y al Diablo en el cuerpo”. Cerré los ojos, sintiendo que mi parte más sensible era una estaca enterrada en el pecho del vampiro, y comencé a rememorar a mis dos hipocondriacas ex esposas: nunca hubo mejor revulsivo contra el placer: Aurelia me llamaba Canguro, por alguna razón que nunca comprendí; Astrid en los últimos días se comía las uñas y las escupía en mi plato; Aurelia, entre sueños, me pasaba una de sus jamonas piernas sobre el vientre; Astrid roncaba como un trailero... Esos recuerdos me permitieron guardar el vigor hasta el último instante.

—Ya –dijo Lilith cuando apenas habían pasado dos o tres escenas algo rústicas de la vida conyugal–, ¡ya!, dijo casi con rabia

Y yo, abriendo los ojos, pregunté:

—¿Ya qué?

—Quiero que vengas.

—Aquí estoy.

 
 
 
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