Como
ha sido tradicional desde que yo me acuerdo, en cada cambio sexenal
de autoridades México cumple con una misma liturgia que le
sale muy bien porque la tiene muy ensayada, y que pudiera denominarse
como la de “¡Ahora sí la vamos a hacer!”
Los nuevos funcionarios se apresuran a hacer declaraciones optimistas,
los medios las difunden (aprovechando de paso para cazar algunas brujas),
hay algunos enfrentamientos con distintos grupos (el problema de Oaxaca,
el alza del precio de la tortilla, la guerra contra los narcos, amenazas
de huelgas) que más bien sirven como retos para ver qué
se puede esperar del nuevo gobierno, y casi siempre al final del primer
trimestre del nuevo sexenio ya se ha alcanzado el equilibrio y las
cosas siguen más o menos igual.
Con el gobierno “del cambio” lo poco que cambió
no fue suficiente para modificar la situación del sexenio anterior,
y por lo que se ha visto hasta hoy del nuevo sexenio, nos estamos
enfilando a “más de lo mismo”. Para el pequeño
mundo de la ciencia y la tecnología en México, éstas
serían malas pero no inesperadas noticias.
Si en el sexenio del presidente Fox la ciencia, la tecnología
y la educación pública superior fueron tratadas con
inatención y hasta con franca hostilidad, la persistencia de
esta misma actitud en el actual régimen podía predecirse.
Todavía falta por verse qué van a querer y poder hacer
las autoridades directamente involucradas con la ciencia, la tecnología
y la educación pública superior del país, como
son la Secretaría de Educación Pública y el CONACYT.
Tengo dos razones para mantener cierto optimismo: 1) una inesperada
entrevista con la actual secretaria de Educación Pública,
en un desayuno al que la funcionaria invitó a El Colegio Nacional,
en la que se mostró no sólo receptiva a nuestros puntos
de vista sino además muy bien informada y mejor dispuesta a
atender los distintos problemas que le planteamos, entre ellos el
refuerzo urgente a la educación pública superior; 2)
el nombramiento de José Antonio de la Peña en una de
las direcciones claves de CONACYT, la de investigación científica,
porque se trata de un prestigiado miembro de nuestra comunidad, que
entiende los problemas desde dentro. Son sólo dos razones,
pero es mejor algo que nada.
En alguna ocasión mi admirado amigo Víctor Urquidi,
exasperado por mi sempiterna protesta en contra de las “prioridades
nacionales”, me increpó diciendo: “Pero es que
cuando los recursos son limitados tiene que haber prioridades para
gastarlos. Se trata de un principio económico elemental. Si
no hay dinero para todo, el gasto inteligente tiene que estar guiado
por una lista que atienda primero lo más urgente e importante,
cualquiera que sean los criterios para establecerlo…”
Naturalmente, tenía razón: ningún país
(ni los Estados Unidos) tiene recursos ilimitados para atender todas
sus necesidades, por lo que deben establecerse prioridades para el
gasto. Pero también naturalmente, el mundo sería muy
diferente si en lugar de darle mayor prioridad al ejército
y a las guerras se prefiriera invertir en salud pública y en
educación.
Yo no estoy en contra de las prioridades, estoy en contra de prioridades
estúpidas e irracionales, establecidas por intereses políticos
o sectarios, frecuentemente absurdos y hasta corruptos. Específicamente,
en el área de la ciencia, la tecnología y la educación
superior en nuestro país y en nuestro tiempo actual, sólo
puede haber una prioridad: la calidad del trabajo, la excelencia en
su diseño y en su realización.
Cuando sólo tenemos menos de un investigador científico
calificado por cada 10 mil habitantes (mientras que España
tiene 5, Estados Unidos tiene 32, Japón tiene 38 y Alemania
tiene 42), cuando México es el país que menos invierte
en ciencia y tecnología de toda América Latina, y cuando
más del 90 por ciento de toda la investigación científica
que se hace en el país se desarrolla en instituciones públicas
de educación superior, resulta punto menos que imbécil
ponerse a establecer prioridades de apoyo a la ciencia para que trabaje
sobre “problemas nacionales” como la desnutrición,
las enfermedades infecciosas o la carencia de agua, no porque no sean
problemas reales sino porque la ciencia, la tecnología y la
educación superior no tienen nada que ver con ellos.
No son problemas a cuya solución la ciencia pueda contribuir
en forma significativa, son problemas políticos y de estructura
social. La ciencia detecta, documenta y plantea el problema de la
desnutrición infantil en México (lo ha hecho admirablemente),
y hasta propone mecanismos posibles para reducirla basados en sus
causas, pero hasta ahí llega; pedirle que resuelva el problema
de la desnutrición infantil en México revela un profundo
grado de ignorancia o un nivel inaceptable de demagogia.
Los científicos mexicanos sabemos muy bien cuál es el
problema central de la ciencia, la tecnología y la educación
pública superior en México: es el subdesarrollo, es
la ausencia de un programa vigoroso y sostenido de apoyo al crecimiento
de las disciplinas académicas y científicas que constituyen
la base del mundo civilizado contemporáneo. Si el desarrollo
de la filosofía natural fue la base del mundo clásico
occidental, si la religión católica estableció
las reglas de la Edad Media, si el resurgimiento del humanismo secular
explica la emergencia del Renacimiento, el desarrollo de la ciencia
durante la Ilustración y su consolidación durante la
Edad Barroca representan la antesala del Mundo Moderno, caracterizado
por la prevalencia de la ciencia y la tecnología como sus principales
motores.
Esto es algo elemental, a la vista de todo el mundo: los países
que han logrado proporcionar los mejores niveles de vida a sus ciudadanos
son los que más han invertido en la educación y en la
generación de conocimientos a través de la ciencia.
Al final de la Segunda Guerra Mundial, en 1945, Europa y Japón
se encontraban en ruinas, sus fábricas destruidas y toda una
generación de jóvenes perdida, pero en menos de 50 años
no sólo se recuperaron sino que lograron volver a colocarse
a la cabeza del mundo civilizado. En ese mismo lapso México
no ha logrado disminuir en forma aparente la terrible injusticia social
que nos caracteriza desde tiempos de la Colonia, a pesar de que no
hemos participado en ninguna guerra, no nos han bombardeado ni nuestra
juventud ha sido diezmada por la metralla. Es obvio que estamos haciendo
las cosas mal, que hemos errado el camino, que necesitamos cambiar
de rumbo si queremos crear un futuro mejor y una sociedad menos injusta
y menos pobre.
El país necesita declarar a la educación, a la ciencia
y a la tecnología como sus más altas prioridades y desarrollar
un programa vigoroso y a muy largo plazo para garantizar que el esfuerzo
rinda los resultados que obviamente es capaz de generar. Tenía
razón Víctor Urquidi: cuando los recursos son limitados
las prioridades son fundamentales. Se trata de un principio económico
elemental.
*Miembro
de El Colegio Nacional y de la Academia Mexicana de la Lengua |