Núm. 9 Tercera Época
 
   
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          La revolución en la conciencia humana se demuestra a partir de las ilusas vanidades de los criadores de conejos y el obvio error del pobre señor Van Mon con respecto a los manzanos. El argumento es irrevocable, no tiene escapatoria posible y se presenta de manera astuta, inofensiva y llana. Darwin no utiliza los ejemplos empíricos de forma inductiva, para construir pruebas, sino como una infección para debilitar la resistencia.

          La táctica de Darwin de comenzar su libro con perros y palomas fue demasiado exitosa; uno de los lectores empleados por su editorial, John Murray, sugirió en su dictamen acerca de El origen de las especies que el libro se vendería mucho mejor si sólo tratara acerca de las palomas, sin la extraña materia especulativa que viene después. No obstante, Darwin tomó la decisión literaria junto con una decisión práctica, pues sabiendo que empezaría a escribir su libro, se embarcó en un programa de crianza de palomas. La decisión fue ética y retórica a la vez. Darwin buscó evidencias en lo doméstico, lo poco apreciado y lo artesanal. Su humilde empresa de aprendizaje, al colocar al criador y al naturalista en el mismo plano que el científico, fue un deliberado esfuerzo por cambiar las fuentes de conocimiento y los modelos de pensamiento.

          En un libro revelador publicado este año, Pilgrim on the Great Bird Continent: The Importance of Everything and Other Lessons from Darwin’s Lost Notebooks (Peregrino en el continente de las grandes aves: la importancia de todo y otras lecciones de las notas perdidas de Darwin), Lyanda Lynn Haupt tiene un capítulo que cambia nuestra manera de pensar acerca de la relación de Darwin con la afición a los pichones, es decir, el grupo mayoritariamente proletario de entusiastas criadores de palomas de Birmingham y Londres con quienes estudió y aprendió mucho de lo que nosotros leemos en la primera parte de El origen de las especies. Haupt, ella misma aficionada a los pájaros –la buena escritura darwiniana continúa produciéndose tanto desde los márgenes como desde el centro de este campo de estudio–, señala la obsesiva y complicada relación que mantenía Darwin con los criadores de aves. “Él traspasó con alegría una frontera claramente delimitada tanto en lo social como en lo científico”, nos dice. Darwin asistía a los espectáculos de palomas, buscaba a los especialistas que ganaban los premios y luego se apoyaba en sus hijos para la crianza de sus propias bandadas. “Soy uña y carne con toda clase de aficionados, sean ladrones y malvivientes5 o cualquier raro espécimen de la raza humana, que críe palomas”, le escribió Darwin a un amigo. Formó una estrecha alianza con un criador autodidacta y editor de la revista naturalista Field llamado William Tegetmeier quien, debido a esa cercanía, llegó a afirmar que tenía una sociedad con Darwin. (Cosa que Darwin amablemente objetó.) Este entusiasmo de Darwin por lo que no tenía mucha importancia no se limitaba a las palomas. Como ha argumentado Gerald Weissmann en su notable ensayo Darwin’s Audubon (El Audubon de Darwin), Darwin, contra todo lo que se pensaba en su tiempo, decidió estudiar seriamente a Audubon, el pícaro artista norteamericano y coleccionista de pájaros, y no sólo tomarlo como una fuente de información sino como un modelo de búsqueda de la verdad. Con esta actitud se dispuso a ampliar la lista de los que contaban y lo que estaba permitido incluir dentro del ámbito de la ciencia, mientras, aparentemente, sólo contaba cabezas y palomas.

          Cuando expresamos admiración por la prosa de un científico, generalmente tratamos de humanizarla recurriendo a los patrones de metáfora que encontramos en ella: por ejemplo, decimos que Einstein fue tan visionario como Keats. Empero, lo más destacable acerca de Darwin en su faceta de escritor no es cuán afortunadamente usa la metáfora sino cuán astutamente la evade. Él argumenta con el ejemplo, no con la analogía; el tema con que abre El origen de las especies no es que, entre las especies domesticadas y las que se encuentran en estado natural, ocurra un proceso similar; el tema es que lo mismo sucede aunque no esté planeado, y sucede también no sólo en lo inmediato, sino en un periodo de tiempo mucho más grande. Los cuadernos y las cartas, al igual que los primeros borradores, muestran que estas analogías –siendo la más importante la propia idea de “selección” donde se concibe a la naturaleza como un criador más– fueron valiosas herramientas para él, como para cualquier otra persona; sin embargo, lo astuto de su exposición consistió en usarlas muy esporádicamente.

          Al leer la …Selección en relación al sexo, por ejemplo, el impulso por establecer analogías entre su estudio sobre la manera en que el plumaje y el canto de los pájaros afectan su éxito reproductivo, y la manera en que los hombres se arreglan y lucen sus encantos para atraer a las mujeres es tan abrumador que uno como lector prácticamente tiene que morderse la lengua para evitarlo. Sin duda Darwin se mordió la suya (otras generaciones no lo han hecho, con resultados bastante predecibles). Página tras página las analogías con el cortejo, el amor o el coqueteo son sobriamente evitadas. Cuando en el libro se cita a un naturalista francés que usa un lenguaje jocoso referente a las situaciones enumeradas, Darwin mantiene diligentemente las citas en francés, de la misma manera que Gibbon narró las aventuras sexuales de los perdedores romanos en el latín original.

          Esta actitud crea un efecto acumulativo, no lo contrario. Después de 14 capítulos de abundantes detalles sobre las diversas maneras de acicalarse con el pico que tiene el pichón ala de bronce de Australia (“el cual mientras está parado frente a la hembra, baja la cabeza casi hasta el piso, abre un poco las alas y levanta perpendicularmente la cola”), o sobre la canción de la avutarda europea (que durante la estación de celo emite “un peculiar sonido parecido al “ok”), se dirime el mismo argumento:


5 Literalmente “los tejedores de Spital -Field”, un barrio al este de Londres que, en la época victoriana, llegó a ser conocido como el equivalente de la depravación y el vicio urbano. [N. de la T.]

 
 
 
     
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