Núm. 8 Tercera Época
 
   
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Gustavo Pérez
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Byron Brauchli y Guillermo Espinosa: Al mejor postor, órganos humanos en México. Impresión de platino-paladio con chine-colle de heliograbado

 

En ese trabajo estudio la influencia que tuvieron los libros de caballería en el espíritu de los conquistadores que vinieron a América. Hago una comparación entre las Crónicas de Indias y los libros de caballería como Amadís de Gaula y muchos otros. Dicho trabajo corrió con suerte y lleva varias ediciones. Además, por “los Amadises” gané la beca de la Secretaría de Educación Pública para la mejor tesis. Esta beca era para ir a estudiar en una universidad de los Estados Unidos. Como buena patriota veracruzana no me gusta ese país, y ahora menos. Un ilustre paisano, don Rafael Arreola Molina, me consiguió una entrevista con el presidente Miguel Alemán, al que le planteé mi interés por ir a visitar museos en Europa. Me concedió el cambio de beca y así recorrí, durante un año, los principales museos y galerías de Inglaterra, Holanda, Bélgica, Francia, Italia y España. Tomé cursillos y asistí a muchas conferencias. En España me inscribí en la Universidad de Santander. Durante tres meses estudié Historia del Arte con Eugenio D’Ors, el famoso historiador del que aprendí muchísimo, aunque no de su inclinación al franquismo.


En la Facultad de Filosofía, todavía en el antiguo y bello edificio de Mascarones, tuve el privilegio de que fueran mis maestros algunos de los recién llegados brillantes intelectuales españoles, entre ellos los doctores José Gaos, Luis Recaséns Siches, quien dictaba sus cursos en la Facultad de Derecho; Eduardo Nicol, y Juan de la Encina. Los cursos de este último sobre pintura española, especialmente sobre el Greco y Goya, despertaron en mí la inquietud acerca de los estudios sobre artes plásticas. A él y al doctor Justino Fernández debo mi vocación por la historia del arte. De los maestros que tuve, fueron el doctor Francisco de la Maza, el doctor Fernández y el historiador Edmundo O’Gorman los que más influyeron en mi formación. Ellos me enseñaron la disciplina de trabajar como mínimo ocho horas diarias y me introdujeron al grupo de intelectuales y artistas más importantes de su tiempo que eran sus amigos.

El movimiento estudiantil del 68 cambió radicalmente el enfoque historicista que había aprendido en la Facultad de Filosofía y Letras y me hizo salir de la Torre de Marfil, bien resguardada, donde viven todavía muchos académicos de las universidades del mundo.

Después de la masacre del 68, un grupo de amigos españoles y mexicanos me invitaron a unirme a un grupo de desarrollo comunitario en el bello pueblo de Tlayacapan, Morelos. Dotamos de agua al lugar perforando un pozo de 160 metros, y junto con los habitantes construimos una red de agua potable que llegaba hasta la puerta de cada casa. Abrimos varios talleres: de costura, alfarería, jardinería, cría de conejos y puercos y una escuela secundaria agropecuaria. Al terminar los jóvenes la secundaria, los padres de familia nos pidieron un bachillerato para sus hijos. Con el apoyo de la UNAM abrimos un CCH al que ingresaron 29 alumnos; al graduarse logramos becarlos en la UNAM y la Universidad Iberoamericana. Casi todos ellos terminaron sus carreras y regresaron a Tlayacapan, donde actualmente dirigen la escuela. El apoyo del obispo de Cuernavaca, don Sergio Méndez Arceo, y el entusiasmo de los integrantes de la comuna Calpulli fundada por el arquitecto de origen jalisciense Claudio Favier Orendáin fueron decisivos para el desarrollo de Tlayacapan.

Un buen día, o más bien noche, el gobernador del estado y las autoridades de Gobernación quemaron la escuela, mataron a un campesino y nos corrieron a tiros por comunistas, expulsaron a los españoles y acabaron con todo lo que se había hecho. También se llevaron el agua a los fraccionamientos. Sin embargo, la semilla estaba sembrada y el pueblo ha ido recuperando poco a poco los espacios que le pertenecen.

Mi regreso a Veracruz para fundar el Instituto Veracruzano de Cultura, con un marcado acento en la educación artística, fue resultado del cambio de enfoque producido por los estudiantes del 68. El Instituto Veracruzano de Cultura fue un ejemplo de cómo la educación artística promueve cambios fundamentales en la sociedad. Abrimos 70 Casas de Cultura en todo el estado e instituimos clases de arte para maestros normalistas y las poblaciones en general. Desgraciadamente, el Ivec fue tomado por asalto por los políticos. Los directores que me sucedieron descuidaron por completo la educación y se dedicaron a promover únicamente eventos públicos y turísticos, olvidando las aulas, que fueron arrasadas.

Sólo perduran la Escuela de Danza, fundada por Guillermina Bravo la incansable promotora del ballet moderno en México, y la Escuela de Música, fundada por mi hermana Consuelo Rodríguez Prampolini, quien merecería esta medalla más que yo. Actualmente esas dos escuelas están sufriendo los embates de las propias autoridades de la institución para quienes la educación no cuenta, sólo el turismo.

El Instituto Veracruzano de Cultura fue inaugurado en 1987 con una gran muestra de arte popular hecho por indígenas de las 14 etnias que pueblan el largo territorio veracruzano. Cuando les platiqué a algunos amigos de este proyecto, me aseguraron que en Veracruz no había más artesanía que las que se vendían en los puestecitos del malecón, hechas con conchitas. Les aseguré que donde hay indígenas siempre existe arte y que yo había visto maravillas cuando era niña. Recurrí a las maestras Ruth Lechuga y Teresa Pomar, las salvadoras de las artesanías de este país. Estas admiradas y queridas investigadoras me proporcionaron todas las pistas para localizar a los artesanos en el estado. Me dieron rutas a seguir en los dispersos poblados indígenas e inclusive nombres de muchos de los mejores artistas, creadores de verdaderas obras de arte. La muestra con la que abrimos sorprendió al público. En el Instituto pusimos un local para la venta de los productos, para apoyar la economía familiar de estos artistas; esa tienda fue cerrada en cuanto yo me fui.

 
 
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