Universidad Veracruzana

Blog de Lectores y Lecturas

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El viento distante

Por  José Emilio Pacheco

En un extremo de la barraca el hombre fuma, mira su rostro en el espejo, el humo al fondo del cristal. La luz se apaga, y él ya no siente el humo y en la tiniebla nada se refleja.

El hombre está cubierto de sudor. La noche es densa y árida. El aire se ha detenido en la barraca. Sólo hay silencio en la feria ambulante.

Camina hasta el acuario, enciende un fósforo, lo deja arder y mira lo que yace bajo el agua. Entonces piensa en otros días, en otra

noche que se llevó un viento distante, en otro tiempo que los separa y los divide como esa noche los apartan el agua y el dolor, la lenta oscuridad.

Para matar las horas, para olvidarnos de nosotros mismos,

Adriana y yo vagábamos por las desiertas calles de la aldea. En una plaza hallamos una feria ambulante y Adriana se obstinó en que subiéramos a algunos aparatos. Al bajar de la rueda de la fortuna, el látigo, las sillas voladoras, aún tuve puntería para abatir con diecisiete perdigones once oscilantes figuritas de plomo. Luego enlacé objetos de barro, resistí toques eléctricos y obtuve de un canario amaestrado un papel rojo que develaba el porvenir.

Adriana era feliz regresando a una estéril infancia. Hastiados del

amor, de las palabras, de todo lo que dejan las palabras, encontramos aquella tarde de domingo un sitio primitivo que concedía el olvido y la inocencia. Me negué a entrar en la casa de los espejos, y Adriana vio a orillas de la feria una barraca sola, miserable.

Al acercarnos el hombre que estaba en la puerta recitó una incoherente letanía: _Pasen, señores, vean a Madreselva, la infeliz niña que un castigo del cielo convirtió en tortuga por desobedecer

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a sus mayores y no asistir a misa los domingos. Vean a Madreselva, escuchen en su boca la narración de su tragedia.

Entramos en la carpa. En un acuario iluminado estaba Madreselva con su cuerpo de tortuga y su rostro de niña. Sentimos vergüenza de estar allí disfrutando el ridículo del hombre y de la niña, que muy probablemente era su hija.

Cuando acabó el relato, la tortuga nos miró a través del acuario

con el gesto rendido de la bestia que se desangra bajo los pies del cazador.

_Es horrible, es infame –dijo Adriana mientras nos alejábamos.

_No es horrible ni infame: el hombre es un ventrílocuo. La niña

se coloca de rodillas en la parte posterior del acuario, la ilusión óptica te hace creer que en realidad tiene cuerpo de tortuga. Tan simple como todos los trucos. Si no me crees te invito a conocer el verdadero juego.

Regresamos. Busqué una hendidura entre las tablas. Un minuto

después Adriana me pidió que la apartara –y nunca hemos hablado del domingo en la feria:

El hombre toma en brazos a la tortuga para extraerla del acuario. Ya en el suelo, la tortuga se despoja de la falsa cabeza. Su verdadera boca dice oscuras palabras que no se escuchan fuera del agua. El hombre se arrodilla, la besa y la atrae a su pecho. Llora sobre el caparazón húmedo, tierno. Nadie comprendería que está solo, nadie entendería que la quiere. Vuelve a depositarla sobre el limo, oculta los sollozos y vende otros boletos. Se ilumina el acuario. Ascienden las burbujas. La tortuga comienza su relato.