TRIBUNA: MANUEL FERNÁNDEZ-CUESTA
Los libros gozan de buena salud en plena recesión. Pero ¿deben limitarse a ofrecer una forma barata de ocio y evasión privados? No. Leer es el paso del yo al nosotros, clave en la forja de una identidad colectiva
Confiemos, por una vez, en las estadísticas. En nuestro país ha crecido, repiten los datos oficiales, la comunidad lectora. Esta afirmación, por sí sola, debería ser motivo de satisfacción tanto para la industria del libro, necesitada de ampliar su cuota de mercado, como para los diferentes poderes públicos, deseosos de contar, sin duda, con una ciudadanía atenta, sensible y consciente.
Las reiteradas campañas de fomento de la lectura pretenden que lo hagamos de manera alegre y gozosa, divertida y espontánea, dando por sentado que el hecho físico e intelectual de leer, con independencia de la calidad, es un valor esencial de la democracia, un nuevo activo ciudadano comparable a la igualdad o a la tolerancia ante la diversidad. Leer más…
En efecto, el semiólogo italiano Umberto Eco hace un encendido elogio del libro en las páginas de
BARBARA CELIS – Nueva York – 05/03/2009
Dos características esenciales definen el libro de bolsillo: su dócil tamaño y su voluntad nómada. Es por eso que el santo patrón de los libros de bolsillo es (o debería ser) un tal Lemuel Gulliver, viajero infatigable y minucioso cronista del minúsculo reino de Liliput. Discreto, móvil, manuable, modesto, el libro de bolsillo es, de toda la biblioteca, el que más se pliega a la voluntad del lector. Porque es portátil, no exige que se lea en un lugar determinado, como los elefantinos volúmenes de una enciclopedia; porque es barato, no provoca en el lector que quiere garabatear en sus márgenes el sentimiento de lèse majesté que causan sus más aristocráticos hermanos de tapa dura; porque es pequeño, no desdeña el bolso ni, obviamente, el bolsillo, y se deja llevar a la cama como el más dócil de los enamorados.