Núm. 9 Tercera Época
 
   
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           Darwin no era escritor sólo por afición; su caso es único entre los grandes científicos ya que fue un autor por oficio. Sus libros, aun algunos de los más técnicos, fueron publicados en editoriales comerciales, por lo que estuvo sujeto a las mismas tribulaciones de otros escritores: editores que hacían demasiados cortes, regalías demasiado bajas. Si leemos de principio a fin la colección de los textos de Darwin preparada por Wilson, veremos que Darwin fue realmente uno de los grandes estilistas de la prosa inglesa. No fue un “poeta” en el sentido vago y humanista de alguien que tiene una manera agradable de expresar una imagen, sino un hombre que supo cómo presentar su tesis dentro de una sucesión de hechos, de manera tal que la acción y el argumento fueran uno solo. Y, como sucede con la buena escritura, las huellas de la lucha de toda una vida por darle sentido y razón a ésta se reflejan en la página. Leer a Darwin como escritor nos revela a un artesano de enormes recursos, y con una buena dosis de discretos guiños. Pero también puede recordarnos lo innecesario de los recientes esfuerzos por humanizarlo, por asegurar a sus lectores que la verdad no es tan difícil de aceptar, y que el darwinismo no nos arroja al vacío de una fría selección hecha al azar, pues el aspecto más humano y poético del darwinismo ya está ahí, porque el autor lo puso en él cuando lo plasmó.

          Charles Darwin fue un hombre convencional que descendía de una familia poco convencional. Sus abuelos, Erasmus Darwin y Josiah Wedgwood, fueron afines al movimiento ilustrado del norte de Inglaterra en su momento más progresista, como podemos leer en el hermoso libro de Jenny Uglow The Lunar Men (Los hombres lunares, 2002). Aunque después de la Revolución francesa y la contrarreacción que abrumó al país esos círculos fueron perseguidos, en la familia de Darwin permaneció la tradición del habla llana y del libre pensamiento.

           No obstante, Darwin también hizo grandes esfuerzos por parecer un caballero victoriano común y corriente; un naturalista con la oreja pegada al suelo, pendiente del rumor de las obedientes lombrices de tierra. Vivió en el campo con ingresos independientes, como la alta burguesía de Jane Austen, rodeado de fieles sirvientes y leales jardineros. “Siempre pensé que era un hecho curioso –escribió su hijo Francis años más tarde– que el más importante de todos los modernos hubiera escrito y trabajado en un ambiente esencialmente antimoderno tanto en espíritu como en su manera de vivir.” Darwin fue extremadamente inglés en la Inglaterra de esa época, con el deseo de un inglés de nunca parecer una persona que lo sabe todo, pero al mismo tiempo con la convicción del inglés consciente de que sólo él lo sabe todo.

          Así, aunque Darwin estaba lleno de ideas brillantes e incisivos argumentos acerca de cualquier cosa imaginable sobre la tierra, se resistía a que lo colocaran en la posición de un hombre sabio o un oráculo, pese a que llegó a convertirse en uno de ellos. Se sentía perdido cuando se le confrontaba con la clase de preguntas universales que se hacen a los hombres extraordinarios: ¿Qué debemos esperar de nuestro futuro? ¿Se convertirán los Estados Unidos en la mayor potencia?

          Cierta vez, un grupo de 150 naturalistas alemanes le enviaron como recuerdo extraño y sentimental un álbum de fotografías de ellos mismos firmado por cada uno. Podemos imaginar a estos respetables hombres con lentes, el ceño fruncido y en una pose de seriedad impresionante. Esta era la clase de cosas que agotaba a Darwin. “Hemos estado saturados de alemanes esta semana”, dijo suspirando su esposa en otra ocasión parecida. Cuando Darwin escribió una autobiografía destinada como regalo para sus hijos, ésta era franca y tierna, pero a la vez fría y un tanto formal. Evitaba cualquier confrontación o declaración violentas, mas era testarudo y de fuertes opiniones, y estaba convencido más allá de la razón de que su visión de la vida era la que debería tener cualquier hombre con sentido común. De ser un joven bien afeitado y formal, se dejó crecer un bigote cuando comenzó su vida pública, y llegó a ser, como lo vemos en la fotografía de Julia Cameron, el hombre barbudo que correspondía totalmente a la imagen del hombre sabio.

          En efecto, como la mayor parte de los ingleses de su clase, Darwin fue prisionero de la respetabilidad victoriana y de su agobiante círculo de vergüenzas. Aunque vivía encerrado en la seguridad de los jardines de su casa, estaba muy lejos de ser un hombre inseguro o tímido. El tono, tanto de sus cuadernos de trabajo como de sus cartas privadas, era irónico, impaciente, irascible, y nos revela cómo se precipitaba confiadamente a especular con base en evidencias escasas. Hay pocos documentos más divertidos que sus cuadernos de trabajo de los años 1830, cuando sus ideas acerca de la evolución ya están vivas y uno puede ver su mente en acción, sin temor alguno. “Platón –escribe en sus cuadernos– dice en el Fedón que nuestras ‘ideas más fundamentales’ provienen de la preexistencia del alma, no se derivan de la experiencia. Léase monos donde dice preexistencia.” Con esta frase la metafísica se colapsa instantáneamente en la biología. En su vida pública se esforzó por presentarnos otra cara: paciente, decorosa, cuidadosa; una cara donde el mito de la inducción pura y la observación no contaminada por prejuicios es seguido como un patrón de comportamiento. Esto convierte al exageradamente alabado Viaje en el Beagle en el libro más convencional de sus obras “naturalistas” importantes.

          No fue sino hasta finales de los años 1850 –cuando se sentó a escribir El origen de las especies– que encontró una manera de avanzar en sus ideas. Darwin se dio cuenta de que debía escribir una historia radicalmen- te nueva en un tono al que pareciera haber llegado de modo completamente natural. Tenía que presentar dinamita como si fuera ladrillos y construir una casa sólo para derribar los viejos cimientos. La especulación largamente acariciada debía ofrecerse como una observación registrada con meticulosidad, y una idea general de la vida debía parecer la secuencia lógica de sus observaciones acerca de la crianza de perros.

          Al inicio de El origen de las especies, después de que Darwin ha anunciado que su libro tratará y explorará el gran problema de las especies, “ese misterio de misterios como ha sido llamado por uno de nuestros grandes filósofos”, se registra una repentina baja en la intensidad. Dedica el primer capítulo a un exhaustivo examen de las técnicas que se emplean en la crianza de perros y palomas. El sentimiento de desorientación que experimentamos al principio es sustituido por una deliciosa sensación de euforia, un sentimiento parecido a la emoción que nos despierta la lectura de El origen de las especies cuando leemos que el joven príncipe se ha rodeado de compañías peligrosas y, líneas adelante, encontramos a un caballero viejo y gordo rodeado de sus patéticos seguidores. 3


3 En la segunda parte de El origen de las especies, de Shakespeare, el príncipe Hal, futuro rey de Inglaterra, vive una vida disipada junto a Falstaff y sus borrachos amigos hasta que asume el trono como Enrique V. Por ende Falstaff no sólo es la mejor figura cómica del teatro shakespereano sino que su conducta cobarde, reprensible y disipada permite apreciar la madurez de Enrique V cuando asciende al trono y abandona ese tipo de vida. [N. de la T.]

 
 
 
     
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