Núm. 9 Tercera Época
 
   
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          En todo el trabajo de Darwin lo radical de su punto de vista está semioculto detrás de la calma expansiva de su sintaxis. Es amable pero inflexible en la cuestión religiosa. “Estoy consciente de que la creencia en Dios que se asume instintivamente ha sido utilizada por muchas personas como un argumento a favor de Su existencia”, escribe al final de El origen del hombre…, “pero este es un argumento apresurado… La idea de un creador universal y bondadoso no parece nacer en la mente del hombre hasta que éste se eleva mediante un largo y continuo proceso cultural”. En breve, la creencia en lo divino es una creación del hombre, no algo otorgado por Dios. Como indica Haupt, Darwin llamó a su libro “The Descent of Man” (literalmente “El descenso del hombre”) y no “The Ascent of Man” (“Los ancestros del hombre”), negando con esto a sus lectores el consuelo de un arco ascendente. Los creyentes buscaron una migaja de alivio o de teleología en Darwin, pero lo que parecía prometedor siempre resultaba estar envenenado. Al final de El origen del hombre…, por ejemplo, Darwin parece asegurar que la vida tenderá hacia el progreso a medida que pasa el tiempo, pero inmediatamente hace una observación adyacente insistiendo en que ese futuro en el cual el progreso puede suceder será, como en el pasado, un amplio periodo de tiempo biológico carente de estructura, plan o propósito. “Podemos pensar con alguna confianza en la certeza de un futuro de inapreciable longitud”, escribe, y aunque las palabras “confianza” y “certeza” nos llenan de seguridad, el sentido evidente de esta argumentación es que no hay Dios o plan que interrumpa el avance inexorable del tiempo más allá del débil control del paso de éste que podamos ejercer en nuestra propia vida o en nuestra imaginación. Este es el negro futuro que Larkin8 vio desde su ventana: más granos de arena y más temblores.

          La estrategia de Darwin fue uno de los triunfos más grandes en la historia de la retórica, tanto que ahora ni siquiera nos damos cuenta de que fue eso: una estrategia. Su pose de hombre librepensador ostensiblemente virtuoso y campirano lo convirtió, a su manera, en un hombre tan libre de ataques como George Washington. Hasta hoy persiste la idea de que Darwin fue un circunspecto observador de animales y no un confiado teórico de la vida. Muy temprano, en 1863, ya aparece como personaje en el cuento infantil “The Water Babies” (Los bebés de agua) de Charles Quinsley: “Mr. Darwin” es una figura humilde y sencilla, con la cabeza en las nubes, las bolsas del saco llenas de pescados y fósiles; el tipo de persona que no mata una mosca, o el de una que no tiene prejuicios”.

          Darwin fue humilde y modesto de la misma manera en que lo es el inspector Columbus, pues desde el inicio sabe quién es el culpable y cuál es la verdad, pero prefiere que los malos se cuelguen ellos mismos debido a su arrogancia y su excesiva confianza mientras él camina con su gabardina a cuestas, rascándose la cabeza y diciendo: “pues sí, sólo una cosa más acerca de esa Tierra que tiene más de seis mil años de existencia, reverendo Snodgrass…” Darwin fue un hombre cortés y de buenas maneras, pero fue también lo que ahora se designaría con la polémica expresión de “fundamentalista darwiniano”. Sabía que estaba en lo correcto, y que eso significaba que a muchas otras personas les gustaría creer que estaba equivocado. El diseño de las especies sólo era obra del azar y del tiempo. La avaricia no era un pecado del diablo sino una herencia de nuestros antepasados, los monos. “¡Nuestro origen es, pues, la causa de nuestras malditas pasiones!”, escribió en sus cuadernos de trabajo: “Nuestro abuelo es el diablo bajo la forma de un babuinoí”.

          Empero, es la retórica la que explica uno de los aspectos más importantes y poco atendidos de la revolución iniciada por Darwin. Pues sus afirmaciones constituyeron el más radical y exitoso reto que en una sola generación se haya hecho jamás a la creencia religiosa dogmática, reto que hizo que ciertas ideas sobre la historia y el lugar del hombre consideradas heréticas durante miles de años fueran aceptadas por muchas personas inteligentes. Tomando todo esto en consideración, la recepción de su libro y de sus afirmaciones fue sorprendentemente pacífica. Claro que suscitó enormes controversias, pero éstas fueron menos beligerantes de lo que él había imaginado. Galileo y Einstein sufrieron mucho más por sus ideas abstractas que Darwin por las suyas. La reina Victoria lo leyó, Disraeli se burlaba de él. Se llevaron a cabo debates acerca de sus ideas y Darwin, el hombre que dijo a los europeos que sus antepasados eran monos con orejas paradas viviendo en árboles, fue propuesto para recibir la Orden de Caballero y enterrado como gran figura en la capilla de Westminster, como Tennyson o Browning.

          No se logra un triunfo de esta naturaleza sin tener plena conciencia de lo que se está haciendo, y Darwin fue un hombre prudente cuando se trataba de ganar la batalla. Le regocijaba un tanto que otros, particularmente su gran amigo y defensor T. H. Huxley, hicieran el trabajo sucio de las polémicas. A lo largo de treinta años de amistad, él y Huxley jugaron en público el juego del policía bueno y el malo; su correspondencia muestra que cada uno sabía el rol que le correspondía. Así, cuando Darwin fue propuesto para un grado honorífico en Oxford por el reaccionario Lord Salisbury, el severo corolario era que Huxley jamás podría conseguir tal honor. Huxley y Darwin compartían los mismos puntos de vista y por tanto disfrutaron esa broma. Cuando Huxley sostuvo su famoso debate con el obispo Wilberforce, Darwin se mantuvo en silencio en la seguridad del campo, pero escribió a su defensor: “¡Cómo te atreves a atacar a un obispo vivo de esa manera! Estoy muy avergonzado de ti. ¿No tienes reverencia por la mitra del Pastor?”Pero después escribió: “¡Por Júpiter, creo que lo hiciste muy bien!”

          La discrepancia entre el hombre público y el priva- do, entre el ingenuo naturalista y el sagaz político indirecto puede hacerlo parecer una especie de fraude, o al menos un operador más taimado de lo que quisiéramos que fueran nuestros santos. Janet Browne señala el esmerado cuidado con que se orquestó la alianza Darwin-Huxley al apropiarse de las principales posiciones en las sociedades científicas de su tiempo. Sin embargo también conocemos el enorme sentido de pérdida que se esconde detrás de El origen de las especies, la tragedia en la vida de Darwin que representó la muerte de su hija Annie en 1851. Este incidente los abrumó a él y a su esposa en los años anteriores a la escritura del libro y fue la causa de la mesura en su ataque implícito a la religión. Darwin y su esposa tuvieron 10 hijos y, a su manera distante y reservada pero propia de su clase social, él los amaba a todos pero tuvo un especial cariño por Annie. En Darwin, His Daughter and Human Evolution (Darwin, su hija y la evolución humana), publicado en 2002, Randal Keynes, un descendiente de Darwin

8 Philip Larkin (1922-1985), poeta y novelista inglés, autor –entre otros– de Altos ventanales (1974), libro áspero que destaca el paisaje industrial desolador y una actitud pesimista ante esa realidad gris. [N. de la T.]

 
 
 
     
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