Núm. 3 Tercera Época
 
   
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Adrián Mendieta
METÁFORAS DE LA LUZ
 
 
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Ilustraciones Aram Huerta

 
     

Las dos últimas cuadras, antes de llegar a su casa, las corrió, asustado. Al entrar a su cuarto, liberó por fi n el llanto. Estaba destruido. No existía, jamás había existido. Todo había sido el logro ilusorio de un método de inútil defensa: una especie de autoanestesia errónea, insufi ciente. Estuvo llorando. Su mente no podía hacer nada. Por primera vez desde siempre –desde los cinco o seis años– no estaba él al mando. Lloró sin detenerse durante un rato –una, dos horas– que ni siquiera le estuvo pareciendo interminable porque su voz dictatorial, ese deshumano mecanismo que lo había vuelto inmune a los sobresaltos y los dolores, había desaparecido. Como imágenes incompletas o meras sugerencias, por su mente se le deslizó su infancia seria y abandonada en el orfelinato, las comidas frías, los gritos que jamás lo hirieron, la ropa viejísima que nunca le pareció indigna, el cariño enfriado o nulo –de los maestros, los guardianes, el director– que jamás notó nulo ni enfriado. Lo más antiguo que cree recordar es el rostro de uno de sus compañeros: tendrían ambos unos cinco o seis años. El niño llora y él –él– recuerda haberlo estado observando extrañado, glacial, a mitad del patio.

Así recordó a la única persona que se había aproximado a su desconocido e insensible invierno. Fue su maestro en los años de la secundaria: los años de decidir. Y él decidió, sin decírselo, sin argumentarlo: ni el odio rojo contra el mundo ni la indefensa lástima de sí mismo. El maestro –sólo recuerda el apellido: Tirado, y la materia: ciencias sociales– le entregó un libro, al fi nal del curso. Se llamaba No hay ningún reborde del Ser por donde caer a la nada. Él lo leyó, al principio desganado, como si fuera una obligación indiferente. Resultó ser un “manual de fi losofía terapéutica”.

Se sintió justifi cado: el autor hablaba de que el mundo no existía, ni la muerte, ni el tiempo, ni el sufrimiento, ni el yo: no existía la realidad. Sólo existía una única sensibilidad, que podía ser la del autor que escribía y se imaginaba ser leído, o la del lector que se imaginaba a un autor que habría escrito un libro. No había mundo ni dolor ni muerte.

Durante ese verano aprovechaba los muchos momentos libres para leer con cuidado una y otra vez los párrafos más tajantes y aleccionadores del libro. Y sí: a los catorce, ya casi quince años, creyó haber encontrado la explicación de su naturaleza fría, de su deshumana capacidad para no sufrir: ¡el mundo no existía!

¿Cómo podría herirlo? Su orfandad –jamás sentida, llorada nunca– había sido siempre, sencillamente, el signo –la revelación, la desnudez– de la condición de todos, no sólo suya. Los que vivían fuera del hospicio también estaban, y no lo sabían, huérfanos del mundo. ¡El mundo no existía! Con el paso del tiempo asumió, con tranquilidad, las explicaciones de ese libro como su coartada, la justifi cación de que su naturaleza glacial era la única irrevocable y cierta. Los que sufrían, los que ansiaban coger, los que tenían lástima de sí mismos, los que odiaban todo, los ambiciosos, ¡pobres! –se decía–: ¡no entienden nada! ¡No hay razón para eso! El mundo no existe, repetía para sus adentros mientras su pubertad, día a día, estaba abriéndose a los pasos del futuro. Así se sintió poderoso y, al mismo tiempo, escéptico de la importancia de ese poder.

Terminó los años de la prepa y dejó el orfelinato al cumplir la mayoría de edad. Anduvo realizando diversos trabajos, aquí y allá, hasta que fue contratado en la Ofi cina Postal Concentradora Número 4 como clasificador de correspondencia. Imparcial, ordenado y frío, burocrático y distante: los atributos perfectos para el custodio de los secretos del mundo (que, por
supuesto, no existía).

Hasta ahora: luego de leer la carta de, sí, ¡su abuela!, y descubrir quiénes fueron sus padres y por qué hubo de crecer en un orfanato, salió a la calle como con un hambre rara. El mundo sí existía: y se sintió, quién sabe por qué, como si respirara por primera vez, como si por primera vez compartiese el aire que todos los demás respiraban y –al mismo tiempo– como si por primera vez estuviese libre y atado a un destino nuevo que, sin embargo, no lograba entender todavía. Ya cuando terminó de llorar, en su cuarto de solitario, creyó experimentar una limpieza nueva: era otro –ya no más el eremita, ya no más el abúlico, ya nunca el indiferente.

Dedicó algunos momentos durante esa noche y los días que siguieron a pensar en sus padres. Más que sentir el descubrimiento de sus orígenes como una broma grosera, no: era la verifi cación de la existencia del mundo: existieron sus padres, existió hace mucho un momento, un momento en que él, Luigi Gian, Marioralio, no existía ni como Luigi Gian ni como Marioralio ni como nada. Sí, era angustiante. Llegó a sentir como una voraz herida el conocimiento de la muerte de su madre; era una revulsión de magmas internos y enfrentados este sentir suyo, fundamental, esa íntima y perturbadora necesidad de pagar de algún modo... sí, de resarcir (¿a quién?, ¡no lo sabía!)... sí, de purgar en sus entrañas propias el asesinato infame de su padre, la muerte umbilical de Leticia Rutilo... ¿Qué estaba en sus manos hacer contra toda esa violencia del mundo? No, nada sabía. Estaba como a la espera de un nuevo..., un nuevo ¿qué? ¡Cómo saberlo! Se trataba sólo del comienzo.

 
 
 
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