Núm. 3 Tercera Época
 
   
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Adrián Mendieta
METÁFORAS DE LA LUZ
 
 
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PALABRA NUEVA

El mundo no existe
Geney Beltrán Félix

Geney Beltrán. Culiacán, 1976. Es editor y escritor.
Obtuvo el Premio Nacional José Vasconcelos por su libro
de ensayo El biógrafo de su lector (Tierra Adentro, 2003).

El niño tendrá unos cinco, seis años. Lleva una camisita de un azul desvaído, un pantalón negro. Está despeinado, tiene manchas blanquecinas en la cara. Sus ojos son pequeños. Llora. Está en medio del patio –no es muy grande el patio: unos diez metros por ocho–, y frente a él otro niño, también de unos cinco a seis años, lo mira, como sorprendido, como si hasta hoy se enterara de la existencia misma del llanto. No intenta calmarlo: solamente lo observa, mudo, está a unos cincuenta centímetros de él. El niño que llora se da media vuelta y camina hacia un extremo del patio. El otro suspira. Se aleja.

La comida siempre, o casi siempre, está fría. Los despiertan a las seis de la mañana, salvo los domingos. Se bañan dos veces a la semana. Se quejan (no todos) de que el agua está helada. La prefecta –le dicen La Chancla– tiene una voz chillona, que los demás sentirán como un trapo rasposo en los oídos. Toman clases en la mañana: un mismo maestro atiende tres grados (y cada grado tiene cosa de diez o quince alumnos). Los maestros como que gustan de gritar. Seguido lo
hacen. También usan la vara. Los niños –algunos– extienden las manos, o se hincan. Los demás escuchan: entonces hay gritos y quejas rezongadas. Transcurren sin estruendo ni conciencia las semanas y los meses. Las paredes grises del dormitorio, del salón, las paredes grises del patio que en las tardes de lluvia se llena de lodo, las paredes perduran.

Paulatinamente llega el momento de elegir. Otros ya lo han hecho, sin darse cuenta: el odio rojo contra el mundo o la indefensa lástima de sí mismo. Él decide, también sin saberlo: ni odio ni lástima. Pone atención en las clases, se interesa –sin exceso– en la historia, el español y las ciencias naturales. Así llega a saber que nada importa, nada queda, no habrá de quedar nada después de millones de años de futuro. En algún momento tendrá que desaparecer todo. Los demás... bueno, los demás ya hablan de culear. Esconden y se intercambian revistas con viejas tetonas y peludas de la panocha. Hay concursos en los baños. El Toro –el más robusto, el bravucón– lanza el esperma mucho más lejos. Se ha escapado en dos ocasiones y cuenta historias de navajazos y de putas.

Él –él– ya ni se interesa en acercarse a escucharlos. Los mira como de lejos (y luego ni los mira siquiera). Habla muy poco. Nadie lo molesta –lo intentaron alguna vez–: él parece no entender lo que ellos dicen o no enojarse o no sentir patada alguna en las espinillas. Dicen que siempre tiene cara de güeva o de mongol. Una vez los oye decir “Ha de ser marica”, y él los observa con la impasibilidad del que intuye que dentro de millones y millones de siglos esas palabras no importarán, no se quedarán. Ni ésas ni otras. Hasta que un día, al fi nal del curso de tercero de secundaria, un maestro –se apellida Tirado– le entrega un libro. Se titula No hay ningún reborde del Ser por donde caer a la nada.

Cruzó la calle y al andar por la banqueta opuesta estuvo deteniendo su mirada –como si fuera la de un extranjero estupefacto de repente liberado en un país incomprensible–, la estuvo deteniendo en la mirada de los demás, en sus ropas, en las fachadas de las casas y los negocios, los autos, las aceras, los botes de basura en las esquinas. Al dejar la calle Confi nes hubo de tomar Pedro de Preciado a la izquierda. Caminabacomo si apenas estuviera reconociendo el mundo, como si se tratara de... ¿de qué?, quizá de algo así como un oasis pleno de aire mojado e insustancial agua respirable, una creación bienhechora y catártica y no vista ni sentida jamás antes por nadie.

Veía, con limpidez nueva en la mirada, a la gente que, sin duda, acababa de salir del trabajo: rostros morenos, pálidos, cansados, con enojo o fastidio, como íntimamente ofendidos o maltrechos: en camiones, automóviles, muchos a pie. Buscaba descifrar la vida de ésta o aquél, sin palabras dar por ciertas meras impresiones. Esta mujer morena, de pelo largo y lentes, blusa azul y falda blanca, de unos cuarenta años: tenía unas manchas oscuras en la cara y parecía que la avergonzaban o que la hubiesen alejado siempre de la caricia sin sospechas, de la entrega. O como el hombre delgado que aquí viene: caminaba sin detenerse en nada, con falsa indiferencia, ya calvo, probablemente tiene varios hijos que mantener, su ropa sin pretensiones, y la vida se le ha convertido en una muralla invisible que acepta moverse al paso desganado de él, como cediendo a regañadientes ante el avance de los días, las semanas, los meses y los años que irán haciéndolo envejecer, hasta que él –el hombre– descubra que la muralla nunca estuvo ahí. Era él mismo.

A veces encontraba una mirada cínica o feliz, una muchacha rubia, pelo largo, esbelta, acompañada por un joven de su edad, un poco mayor acaso, de piel cobriza y porte muy seguro, ambos un poco gritones, como si sólo unos minutos antes hubieran estado haciendo el amor en un cuarto secreto para el mundo.

Así por tantas cuadras. Él caminaba lentamente inquisitivo, iluminado por las posibilidades del asombro. Pero de repente se percató de su íntima y postergada tristeza. Era falso que –como siempre se había dicho– él tuviese el poder para anular las emociones dentro de sí. No las anulaba. Las había estado escondiendo, reduciendo, condensando en algún pedazo no visitado de sí mismo. Ahí estaban. Y salían ahora.

 
 
 
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