PALABRA NUEVA
El mundo no existe
Geney Beltrán Félix
Geney Beltrán. Culiacán, 1976. Es editor y escritor.
Obtuvo el Premio Nacional José Vasconcelos por su libro
de ensayo El biógrafo de su lector (Tierra Adentro, 2003).
El niño tendrá unos cinco, seis años. Lleva una camisita
de un azul desvaído, un pantalón negro. Está
despeinado, tiene manchas blanquecinas en la cara.
Sus ojos son pequeños. Llora. Está en medio del patio –no es muy grande el patio: unos diez metros por
ocho–, y frente a él otro niño, también de unos cinco
a seis años, lo mira, como sorprendido, como si hasta
hoy se enterara de la existencia misma del llanto. No
intenta calmarlo: solamente lo observa, mudo, está a
unos cincuenta centímetros de él. El niño que llora se
da media vuelta y camina hacia un extremo del patio.
El otro suspira. Se aleja.
La comida siempre, o casi siempre, está fría. Los
despiertan a las seis de la mañana, salvo los domingos.
Se bañan dos veces a la semana. Se quejan (no todos)
de que el agua está helada. La prefecta –le dicen La
Chancla– tiene una voz chillona, que los demás sentirán
como un trapo rasposo en los oídos. Toman clases
en la mañana: un mismo maestro atiende tres grados
(y cada grado tiene cosa de diez o quince alumnos).
Los maestros como que gustan de gritar. Seguido lo
hacen. También usan la vara. Los niños –algunos– extienden
las manos, o se hincan. Los demás escuchan:
entonces hay gritos y quejas rezongadas. Transcurren
sin estruendo ni conciencia las semanas y los meses.
Las paredes grises del dormitorio, del salón, las paredes
grises del patio que en las tardes de lluvia se llena
de lodo, las paredes perduran.
Paulatinamente llega el momento de elegir. Otros
ya lo han hecho, sin darse cuenta: el odio rojo contra
el mundo o la indefensa lástima de sí mismo. Él decide,
también sin saberlo: ni odio ni lástima. Pone atención
en las clases, se interesa –sin exceso– en la historia,
el español y las ciencias naturales. Así llega a saber
que nada importa, nada queda, no habrá de quedar
nada después de millones de años de futuro. En algún
momento tendrá que desaparecer todo. Los demás...
bueno, los demás ya hablan de culear. Esconden y se
intercambian revistas con viejas tetonas y peludas de
la panocha. Hay concursos en los baños. El Toro –el
más robusto, el bravucón– lanza el esperma mucho
más lejos. Se ha escapado en dos ocasiones y cuenta
historias de navajazos y de putas.
Él –él– ya ni se interesa en acercarse a escucharlos.
Los mira como de lejos (y luego ni los mira siquiera).
Habla muy poco. Nadie lo molesta –lo intentaron
alguna vez–: él parece no entender lo que ellos dicen o
no enojarse o no sentir patada alguna en las espinillas.
Dicen que siempre tiene cara de güeva o de mongol.
Una vez los oye decir “Ha de ser marica”, y él los observa
con la impasibilidad del que intuye que dentro
de millones y millones de siglos esas palabras no importarán,
no se quedarán. Ni ésas ni otras. Hasta que
un día, al fi nal del curso de tercero de secundaria, un
maestro –se apellida Tirado– le entrega un libro. Se
titula No hay ningún reborde del Ser por donde caer a la nada.
Cruzó la calle y al andar por la banqueta opuesta
estuvo deteniendo su mirada –como si fuera la de un
extranjero estupefacto de repente liberado en un país
incomprensible–, la estuvo deteniendo en la mirada
de los demás, en sus ropas, en las fachadas de las casas
y los negocios, los autos, las aceras, los botes de basura
en las esquinas. Al dejar la calle Confi nes hubo
de tomar Pedro de Preciado a la izquierda. Caminabacomo si apenas estuviera reconociendo el mundo, como si se tratara de... ¿de qué?, quizá de algo
así como un oasis pleno de aire mojado e insustancial
agua respirable, una creación bienhechora y catártica
y no vista ni sentida jamás antes por nadie.
Veía, con limpidez nueva en la mirada, a la gente
que, sin duda, acababa de salir del trabajo: rostros
morenos, pálidos, cansados, con enojo o fastidio, como íntimamente ofendidos o maltrechos: en camiones,
automóviles, muchos a pie. Buscaba descifrar la vida
de ésta o aquél, sin palabras dar por ciertas meras impresiones.
Esta mujer morena, de pelo largo y lentes,
blusa azul y falda blanca, de unos cuarenta años: tenía
unas manchas oscuras en la cara y parecía que la avergonzaban
o que la hubiesen alejado siempre de la caricia
sin sospechas, de la entrega. O como el hombre
delgado que aquí viene: caminaba sin detenerse en
nada, con falsa indiferencia, ya calvo, probablemente
tiene varios hijos que mantener, su ropa sin pretensiones,
y la vida se le ha convertido en una muralla invisible
que acepta moverse al paso desganado de él, como
cediendo a regañadientes ante el avance de los días,
las semanas, los meses y los años que irán haciéndolo
envejecer, hasta que él –el hombre– descubra que la
muralla nunca estuvo ahí. Era él mismo.
A veces encontraba una mirada cínica o feliz, una
muchacha rubia, pelo largo, esbelta, acompañada por
un joven de su edad, un poco mayor acaso, de piel
cobriza y porte muy seguro, ambos un poco gritones,
como si sólo unos minutos antes hubieran estado haciendo
el amor en un cuarto secreto para el mundo.
Así por tantas cuadras. Él caminaba lentamente
inquisitivo, iluminado por las posibilidades del asombro.
Pero de repente se percató de su íntima y postergada
tristeza. Era falso que –como siempre se había dicho– él tuviese el poder para anular las emociones
dentro de sí. No las anulaba. Las había estado
escondiendo, reduciendo, condensando en algún pedazo
no visitado de sí mismo. Ahí estaban. Y salían ahora.
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