Adelantos
James Joyce y sus alrededores
Alejandro Toledo
En busca del fantasma de Joyce, el ensayista y narrador Alejandro Toledo emprende un recorrido geográfico y mental que se inicia en París, ciudad donde se editó el mítico Ulises, y que lo lleva irremediablemente a Dublín.
En el pasaje que aquí reproducimos, nos habla de dos cementerios parisinos, el Père Lachaise y el de Montmartre, famosos en todo el mundo por los inquilinos a los que albergan. James Joyce y sus alrededores es una coedición de Editorial Aldus y la Universidad Veracruzana
El Père Lachaise es una ciudad de muertos que hacen más ruido que muchos vivos, un cementerio dedicado en gran parte al virtuosismo, a la gran imaginación artística. Si uno ve la tumba de Balzac o Molière, sólo hasta ese momento se da cuenta de que su permanencia en el mundo, la actualidad de sus obras, ha ido contra el tiempo, ha vencido al cuerpo que a tres metros bajo tierra descansa, sufre o simplemente desaparece en el banquete poético de los gusanos. ¿Que ya murió Oscar Wilde? ¿No acabo de ver en la pantalla a Simone Signoret? ¿No escuché en la radio, apenas, a Edith Piaf y a Jim Morrison? El "ven nena, enciende mi fuego" se ha convertido, para desgracia de muchos, en un "enciende mi veladora".
A principios del siglo XVIII al padre François de La Chaise , confesor de Luis XIV, se le ocurrió edificar un cementerio modelo, una gran necrópolis sobre la colina de Mont-Louis. Con el tiempo el panteón se convirtió, entre otras cosas, en un museo del arte funerario, pero sobre todo en un itinerario ritual. Muertos y famosos, los no parientes cercanos sino (per)seguidores de James Douglas Morrison, cuya muerte física ocurrió en 1971, hacen guardias de honor en la tumba del que abrió muchas puertas musicales y que ahora sueña con el fin en el cruce de los caminos Lesseps y Maison. Es, la de Morrison, una de las casas más visitadas, y en la que nunca faltan veladoras ni flores.
Siguiendo el instinto musical, cerca de Morrison está otro "roquero": Federico Chopin. "A Fred Chopin, ses amis", puede leerse, "+ le 17 octobre 1849" . Los escritores Balzac y Nerval se dan un eterno face to face por ser cada uno el vecino de enfrente del otro. Unos pasos arriba está Guillaume Apollinaire, y sobre la losa un poema por el que desfilan hormigas: "Je peux mourir mais non pécher..." Está la tumba negra del novelista Marcel Proust, sobre la cual hay dos rosas rojas colocadas en uno de estos días, ¿por quién? Y, en otro elogio de la sobriedad, el tálamo eterno de "Madame Lamboukas dite Edith Piaf". Otros nombres, otros muertos: Sarah Bernhardt, Georges Bizet, Maria Callas, Colette, Augusto Comte, Alphonse Daudet, Eugène Delacroix, Isadora Duncan, Paul Eluard, Max Ernst, Louis Gay Lussac (al que deben hacer homenajes, cerveza o cognac en mano), Abelardo y Eloísa (en la comunión infeliz de un amor imposible), Georges Meliès, Amedeo Modigliani, Ives Montand... En los accesos del panteón, sobre el boulevard Menilmontant y la Rue des Rondeaux, puede uno pedir un mapa que lo guiará por los caminos de la vida espiritual.
Si los muertos no mueren del todo -como sostenía Maurice Maeterlinck, que acaso también aquí tiene su refugio-, imaginará uno las convivencias de todos ellos en la nocturnidad parisina, los diálogos rulfianos de tumba a tumba. La gran ciudad de los muertos -con calles, callejones y bulevares periféricos- ha sido absorbida por la gran ciudad, y a veces los sofisticados sepulcros se confunden en el paisaje con las construcciones vivas, con los parisisnos que viven en departamentos tan estrechos como las tumbas. El cementerio del padre Lachaise es un centro espiritual de una ciudad que tiene muchos, que es casi toda un omphalos , un ombligo cósmico y cómico. Baudelaire está en el cementerio de Montparnasse, y acaso desde ahí sea consolado por los muertos vivientes del Père Lachaise y diga:
Me parece, arrullado por el ruido monótono,
Que en algún sitio, aprisa, clavan un ataúd.
A comienzos del siglo XIX, el barrio de Montparnasse era zona de cabarets, salones de baile y restaurantes. Pura vida, podría decirse, aunque salpicada de los rituales mortuorios que acompañana siempre a la ronda nocturna. Entonces, el alcalde de la ciudad de París tomó la decisión de construir, entre tanto bullicio, una nueva necrópolis, pues el histórico cementerio del padre Lachaise era ya insuficiente. El 24 de julio de 1824 se firmó el acuerdo que convertía los terrenos del viejo Hôtel Dieu -19 hectáreas- en panteón. Los dueños de los centros nocturnos reaccionaron: ¿un cementerio en medio de la fiesta? Los trabajos tardaron en comenzar por las protestas. Se temía que las tumbas alejaran a los clientes. Pero los muertos, al fin, hallaron nueva morada.
Cuando se definió el cementerio Montparnasse, Charles Baudelaire tenía tres años; 43 años más tarde, sería ahí enterrado. Descansa -o no- junto a su padrastro Jacques Aupick y su madre Caroline Archenbaut Defays. "Priez pour eux", se lee en la losa: "Ruega por ellos". Diría el poeta: "C'est la Mort qui console, hélas! Et qui fait vivre", "La muerte nos consuela y nos hace vivir".
En la tumba de Charles Baudelaire hay papelitos sostenidos por piedras y cuyas palabras desvanece la lluvia o la pequeña regadera de una mujer que, motu proprio , asea el último refugio de algunos muertos célebres. Le escriben al poeta: "Querido Charles, gracias por la poesía" o "Merci, Charles. Émilie", luego de algún fragmento manuscrito del Spleen de París o Las flores del mal o algún buen deseo: "Je voudrai la santé avec votre luxe, calme et volupté", "Quisiera la salud con tu lujo, calma y voluptuosidad".
No tan impresionante como el Père Lachaise, pero sí tan emotivo, en el cementerio de Montparnasse, Simone de Beauvoir y Jean-Paul Sartre se siguen hablando de usted en el más allá.
Joseph Kessel vuelve a imaginar a una mujer de buena posición económica que por algún impulso interior se presenta en un burdel parisino y ofrece sus servicios como "bella de día".
Guy de Maupassant construye historias naturalistas en que los personajes ya han fallecido, y se adelanta así o se vuelve contempráneo de Juan Rulfo.
Man Ray retrata a Pierre Louys entre la mujer y el pelele.
Los editores Pierre Larousse y Jean Hachette planean lanzar al mercado la serie "Cimetière".
Eugène Ionesco le pide a la mujer de la tumba vecina, calva por la muerte, que le cante una canción absurda, y ella sólo repite: "Qué extraño, qué curioso, qué coincidencia".
Émile Durkehim piensa romper y rehacer las reglas del método sociológico.
Alfred Dreyfus se declara inocente.
Marguerite Duras sueña eternamente con su amante chino.
El ajedrecista Alekhine busca el modo de poner en jaque a la muerte.
Carol Dunlop y Julio Cortázar, autonautas de la cosmopista, planean nuevos recorridos por alguna otra carretera del sur.
Y Porfirio Díaz, ¡ay!, en solitario, monologa en su exilio eterno sobre la costumbre del poder.
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