Año 3 • No. 99 • abril 28 de 2003 Xalapa • Veracruz • México
Publicación Semanal


 Páginas Centrales

 Información General

 Reg. Poza Rica-Tuxpan

 Reg. Veracruz-Boca
 del  Río

 Reg. Córdoba-Orizaba
 
 
Date Vuelo

 
Arte Universitario

 Halcones al Vuelo

 
Contraportada


 Números Anteriores


 Créditos

 
Una investigación...¡de película!
Edith Escalón (Primera de dos partes)
En el paraíso tropical donde se encuentra Veracruz, no es nada raro encontrar mangales a reventar de frutos y familias enteras recogiendo del suelo y casi por piedad costales y costales de manilas, allá por Actopan, donde muchos se deleitan con su sabor. Pero no todo el mundo tiene la misma suerte. En algunos países una fruta tropical es un lujo que no siempre se puede disfrutar.

Y aunque nuestro país es el segundo productor de mango en el mundo, sólo superado por la India, no hemos logrado aprovechar ese potencial. De hecho, de los 23 millones de toneladas de mango que se producen en el mundo, menos del uno por ciento se comercializa
internacionalmente como fruta fresca y el 99 por ciento restante se consume sólo en los países productores, se desperdicia o se vende como producto procesado en polvos, concentrados o saborizantes. ¿Por qué? Bueno, porque aún cuando el mango fresco es altamente cotizado, comercializarlo requiere ciertos esfuerzos que los países productores no hemos sabido o podido hacer.

Uno de los retos más importantes es la conservación. Las manzanas, las peras y en general los frutales de clima frío se conservan fácilmente en bajas temperaturas sin perder en el proceso sus propiedades vitamínicas y sus características básicas, pero hablar de frutas tropicales es otra cosa, porque ninguna resiste temperaturas por debajo de los 10 grados centígrados. Éste pequeño problema representa un freno a la exportación, pues todo el proceso de comercialización en mercados internacionales se lleva mucho más de los seis o siete días en que, después de cortados, los mangos se conservan en condiciones óptimas para ser consumidos. Para darnos una idea del tamaño de este problema basta recordar que, cuando menos en México, hasta un 50 por ciento de la producción se pierde por deficientes sistemas de almacenamiento y conservación.
¿Qué hacer entonces? Los investigadores han encontrado varias soluciones desde principios de los 90, cuando la tendencia en el mercado internacional pasó de preferir los polvos de fruta, extractos saborizantes y enlatados, a buscar lo natural, es decir, frutas frescas sin ningún tratamiento o mínimamente procesadas, para consumirse tal cual, como recién cortadas.

Dar solución a este problema fue la meta que se propuso Rafael Díaz Sobac, investigador de la Universidad Veracruzana y director de una de las mejores facultades de Química Farmacéutica en nuestro país (¡la nuestra!). Después de largos años de estudio,

su propuesta se hizo real. Él creó a partir de la goma de mezquite, un árbol que crece en México desde tiempos prehispánicos, una cubierta protectora para los mangos que, además de conservar mucho más tiempo la fruta, no inhibe su maduración y favorece la inocuidad, que es otro de los requerimientos indispensables para la exportación. Por si fuera poco, este método de conservación cuesta 30 veces menos que otros utilizados en países industrializados.

Para cualquier científico ésta es toda una proeza, no sólo por lo que significa en términos prácticos crear una tecnología que apoye la comercialización de un producto cien por ciento mexicano, sino porque el escenario de la ciencia es claramente competido, y muchas veces los reflectores apuntan sólo hacia los países desarrollados y económicamente poderosos.

Hasta aquí todo pinta bien. Los resultados de una investigación exitosa siempre aparecen en los titulares de los diarios, pero, aunque se dice fácil, años de investigación con buenos resultados requieren una completa dedicación, constancia y rigor metodológico yo diría que necesita además un profundo y casi irracional amor al arte (o a la ciencia, da lo mismo, al fin y al cabo la ciencia es el arte del conocimiento ¿no?). Para Diaz Sobac, creador de esta “película” como llamó a la cubierta protectora, y orgulloso admirador del mundo de la química, el camino no fue diferente. Hace ocho años que empezó a probar suerte y a aprender de la emoción de los éxitos y de la frustración de los fracasos.

Rafael Díaz Sobac es egresado de la Facultad de QFB de la uv, director de la misma e investigador del Instituto de Ciencias Básicas de nuestra casa de estudios, es decir, un elemento cien por ciento universitario
Proteger la vida, la misión
El primer paso fue definir el tratamiento. Las frutas son al fin y al cabo seres vivos que se alimentan, respiran, consumen oxígeno y metabolizan carbohidratos, en un proceso bioquímico perfectamente orquestado que les permite, como en los seres humanos, tener vida, alcanzar la madurez, la vejez y algo parecido a la muerte.
Ahora ¿porqué todo el proceso es importante? Fácil, porque “el reto de conservar las frutas radica en
entender desde el punto de vista físico-químico cuáles son las condiciones más adecuadas para prolongar ese tiempo de maduración” según explicó el investigador.

Una de las claves de ese metabolismo que tiene que ver con la conservación es la respiración. Sucede que las frutas, mientras están en el árbol producen oxígeno y consumen CO2 , pero una vez cortadas el proceso se invierte, el oxígeno que antes producían ahora lo consumen y desechan agua y CO2 , igual que nosotros al respirar.

Los mangos entonces son seres cuya vida va de cinco a siete días, dependiendo del oxígeno que consuman… del tiempo en que “respiren”. Así, la clave de la conservación estaba en lograr que la vida de la fruta fuera más larga, regulando su respiración, porque si la fruta respira más lento, todo su metabolismo se hace más lento también.

¿Cómo controlar esa respiración? Aquí empieza lo complicado. Desde principios de los 80 se propuso el uso de cámaras de almacenamiento cerradas (atmósferas controladas) donde las frutas recibieran porciones reguladas de oxígeno, pero esta técnica resultó viable sólo para almacenamiento, pues era imposible hacer que los camioneros que llevaban la fruta de un lugar a otro incluyeran en sus procedimientos de manejo cámaras de este tipo por los altos costos que representaba.

Esa idea quedó totalmente descartada para nuestro país. Pero una técnica que los chinos utilizaron hace siglos fue la base para encontrar un nuevo enfoque en la búsqueda de la conservación. “Sabemos que ellos enceraban sus frutas para conservarlas en perfectas condiciones durante varios días, y pensamos ¿porqué no? Si la clave es reducir la respiración, en lugar hacerlo mediante un contenedor vamos a ponerle una capa, una cubierta protectora que los aísle en cualquier lugar de la larga cadena de comercialización”.

Perfecto, así se abatía un problema de costo, pero antes de continuar hubo que poner atención a otro aspecto. La contaminación que muchas de las películas protectoras causó desde 1980 (hay que recordar el problema que tenemos debido a los plásticos desechables) creó una exigencia más en los mercados internacionales: que las películas de recubrimiento fueran biodegradables.

Para hacer una cubierta que redujera la velocidad de la respiración, que favoreciera la inocuidad, que fuera económica, efectiva y además, biodegradable, era necesario recurrir al “mundo de la química” y buscar entre los biopolímeros naturales un elemento que pudiera funcionar como base de una cubierta protectora.