Año 3 • No. 98 • abril 7 de 2003
Xalapa • Veracruz • México
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¡Alto a la guerra!
Mario Viveros Vela* (Facultad de Arquitectura)
Extraño la sopa caliente de mi madre. Extraño beber una cerveza fría en el pórtico de mi casa. Extraño jugar billar con mis amigos. Extraño salir a caminar con mis hijos. Extraño el olor suave de la brisa en el mar. Extraño recorrer a pie las montañas. Extraño el olor del café caliente que llega siempre desde la cocina al despertar en mi cama. Extraño leer a Borges en un día lluvioso. Extraño las películas de Fellini. Extraño escuchar a
Mozart. Extraño las suaves manos de Jhoana. Extraño la naturalidad de su cuerpo desnudo de pie junto a mi cama. Extraño encontrarme su rostro junto al mío en los lugares más inesperados. Extraño esas casualidades que hacían que siempre me topara con ella.

Extraño todo eso, pero no sé por qué lo hago. Porque, ¿de qué sirve extrañar la vida después de que tus compañeros, creyéndote muerto, te han dejado abandonado a la mitad del desierto con los brazos y el rostro completamente destrozados debido a una granada que estalló en tus manos, al no decidirte a arrojarla sobre un grupo de civiles iraquíes que tan sólo querían proteger su libertad?

Alto a la guerra

Sólo fui por comida. Yo podía soportar el hambre un poco más, pero mi hijo necesitaba leche. Aún dormía, así que no lo llevé conmigo. El cielo había estado tranquilo aquella tarde. Sabía que la calma no duraría mucho tiempo, así que me apresuré lo más posible. Aún estaba en el interior del mercado cuando comenzaron a escucharse los fuegos antiaéreos en el centro de la ciudad. Salí, preocupada por mi hijo, sin haber obtenido nada y con el corazón a punto de estallar. No había avanzado más de 200 metros cuando la primera de esas “bombas inteligentes” cayó sobre el edificio que albergaba el mercado. Todo estalló. Trozos de concreto y varilla se abalanzaron sobre los edificios vecinos. Escuché gritos y una serie de explosiones pero no volví la vista atrás. Comencé a correr hacia mi casa, pensando en la suerte que había tenido de salir de allí a tiempo. Pensando en la suerte de no haber llevado a mi hijo conmigo. Pensando en la suerte de seguir con vida. Las columnas de humo se elevaban nuevamente sobre la ciudad.

Aún pensaba en mi bendita suerte, cuando al virar en una cuadra, una calle antes de la mía, el estallido que cimbró el suelo me hizo perder el equilibrio. Una nueva columna de humo se elevó en el cielo cenizo del atardecer. Ni siquiera quise levantarme. Me senté sobre el suelo y hundí la cabeza entre mis piernas. Cuando me decidí a caminar lo hice despacio, sin prisa. Todavía no quería buscar los restos de mi hijo entre los escombros de mi casa.

Alto a la guerra

Mi padre pensó que podíamos escapar de Basora. Nos despertamos en la mañana, muy temprano y recogimos las pocas pertenencias que podíamos llevar en brazos en el largo camino. Sólo teníamos que llegar con el ejército enemigo. Habíamos oído que nos darían comida y agua y que también estaríamos seguros. Cuando salimos de casa nos dimos cuenta de que muchos habían tenido la misma idea que mi padre. Una larga procesión se extendía ante nuestros ojos como si de almas en pena se tratase. Mujeres, ancianos y niños como yo caminaban a lo largo de la calle con dirección a los límites de la ciudad. Nosotros no hicimos más que integrarnos al grupo.

Las primeras ráfagas comenzaron por parte de los fedayines que resguardaban las salidas y empezaron a disparar sobre nosotros cuando nos rehusamos a permanecer en la ciudad. Mi padre me tomó en sus brazos y corrió conmigo hasta que estuvimos a salvo. Fuimos de los pocos que lo logramos. Los que no perecieron en el ataque regresaron a Basora.

Las siguientes ráfagas vinieron después, cuando llegamos con el ejército yanqui. En total debíamos ser cerca de 30 personas. En cuanto divisamos sus tanques comenzamos a avanzar hacia ellos, con las manos en alto. Ninguno de nosotros escapó en esta ocasión. Ni siquiera nos dimos cuenta de lo que pasaba. Las balas nos acribillaron sin piedad.

Antes de morir alcancé a ver a un soldado que escupía sobre el rostro de mi padre y le decía algo que en su idioma quería decir “maldito terrorista”.

* Mención honorífica en la reciente edición del premio “Jorge Cuesta”.