Núm. 14 Tercera Época
 
   
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    Julio Castro  
       

          Como todos sabemos, Sergio Pitol es, quizás, el escritor mexicano que mayor tiempo ha estado viajando fuera del país. Salió por primera vez a Europa en 1961, cuando tenía 28 años de edad y, salvo por algunos breves regresos a México, logró prolongar ese viaje y se mantuvo en continuo movimiento durante otros 28 años. El escritor e hispanista holandés Cees Nooteboom, contemporáneo de Sergio Pitol y también gran viajero, se pregunta si la stabilitas loci –antigua ley que impide a los monjes cartujos abandonar sus monasterios una vez tomados los hábitos– será la norma humana habitual y su contrario, el homo viator, el que se mantiene en movimiento, la desviación correspondiente. Pero, al igual que cualquier par de extremos, es posible que la estabilidad y el movimiento se toquen ya que tanto el viajero como el monje pasan muchas horas solos y en silencio. El primero moviéndose en el cielo mientras se traslada en un avión y el segundo, inmóvil en su celda. Nuestro Sergio ha reconocido en una entrevista que seguramente sus lectores lo imaginarían como un escritor “enclaustrado en una móvil torre de marfil”,1 porque no se dejaba ver por estas tierras.

          Sin embargo, en esta nueva autobiografía que estaba soterrada salieron a la luz solamente sus dos viajes más importantes de la década pasada: uno fue el que realizó junto con Carlos Monsiváis (en 1994) a San Cristóbal de las Casas, para enterarse de primera mano de lo que estaba ocurriendo realmente en Chiapas y dejar un testimonio personal de los diálogos de paz entre el EZLN y el gobierno; el otro, el que emprendió a Cuba en mayo de 2004 en busca de una cura sorprendente que sólo se daba a unos kilómetros de La Habana y que le permitió escribir el “Diario de La Pradera”. Pero el lector también encontrará muchos otros viajes recordados por Sergio Pitol; algunos can celados, otros que se quedaron solamente en el deseo, y muchos más realizados para cumplir con su oficio de escritor, como la presentación de alguno de sus libros, la participación en congresos o reuniones de escritores y la recepción de algún premio internacional.

          Mientras Sergio Pitol viajaba por el mundo llegaban a México sus cuentos, colaboraciones breves para suplementos culturales, novelas listas para la imprenta, traducciones que él realizaba de autores totalmente desconocidos para los lectores mexicanos o traducciones de sus obras que iban apareciendo en otros idiomas (yo, por ejemplo, tengo la versión china de La vida conyugal, publicada en Pekín en 2006, y aunque no entienda ni un solo carácter, la considero un tesoro por la apertura que significa su publicación en un país como la República Popular China).

          He tenido el placer de leer todas las autobiografías de Sergio Pitol. Desde la llamada “Autobiografía precoz” (1966), escrita a los 33 años en Varsovia, hasta esta preciosa edición de Una autobiografía soterrada (2010), compuesta en Xalapa 44 años y miles de millas después. Como bien lo expresó Agustín del Moral en la presentación que se hizo en Veracruz, esta nueva autobiografía “redefine, amplía y libera el género autobiográfico”.

          En su momento también leí, por supuesto, El arte de la fuga (1996), El viaje (2000) y El mago de Viena (2005). Igualmente, la autobiografía secreta configurada, a la distancia, a través de los textos realmente preferidos y elegidos por Sergio Pitol, que fueron reunidos en Los cuentos de una vida (2002). Un gran acierto porque uno es también lo que ha leído y porque “dime qué lees y te diré quién eres”.

          Todos esos ensayos autobiográficos han sido leídos siempre con el mismo interés de llegar hasta donde el escritor nos lo permita, asomarnos finalmente a esa oquedad que hay en el centro de todo lo que escribe, para que nos deje ver qué había en donde ahora tan sólo queda un hueco. Me doy cuenta de que éste es un vano deseo, porque en su Autobiografía soterrada Sergio Pitol dice con todas sus letras que “el vacío al que reiteradamente me refiero [...] jamás se aclara; lo menciono una y otra vez, sí, pero de modo oblicuo, elusivo y recatado” (pp. 66-67). Y esto es así porque todos sus relatos, sean autobiográficos o no, están llenos de ambigüedades y falsas pistas, envueltos en una realidad siempre permeada por una niebla tan ligera o tan espesa como la que puede haber en Xalapa o Londres.

          Entre los varios episodios de la vida de Sergio que se iluminaron para mí con esta Autobiografía, está su cercanía con el budismo tibetano. Él mismo me lo había dicho y yo nunca lo había dudado, porque el maestro Pitol es por naturaleza generoso, honesto, paciente, amable, con sabiduría para distinguir entre el bien y el mal y con un entusiasmo perseverante. Esta última perfección, o paramita, como se les llama en el budismo, es la que yo más admiro en él: jamás ha quitado el dedo del renglón, en sentido literal y metafórico, de su escritura, porque desde que en 1956 rentó una casa en Tepoztlán –donde él recuerda que “era como vivir en el Tíbet”–, para recuperar la paz de espíritu y poder escribir, jamás ha dejado de hacerlo, tuviera o no buena recepción. Desde sus tres primeros relatos escritos en su retiro de Tepoz, ya nunca dejó de escribir, aunque sólo fueran notas para una futura novela o registros en su diario. Siguió experimentando, luchando contra la página en blanco, intentando hasta encontrar el tono antisolemne que quería.

1 Pedro M. Domene, “Sergio Pitol: el sueño de lo real”, Ba tarro, núms. 38-40, p. 30, UV/Ivec, Xalapa, 2002.

 
 
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