Núm. 14 Tercera Época
 
   
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LEONOR ANAYA
CERÁMICA
 
 
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siseos, variaciones temáticas y metafóricas articuladas alrededor de la mítica serpiente. Su trabajo se ha apreciado en diversos foros, como escuelas de arte, centros culturales, ferias e institutos de investigación estética del país y del extranjero (Estados Unidos, Holanda, Bélgica), además de museos y galerías. El año pasado, dos de sus proyectos de escultura monumental fueron seleccionados por el Instituto Veracruzano de la Cultura (Ivec). Igualmente, su obra ha aparecido en diversas revistas y libros. Críticos importantes como Armando Castellanos y Graciela Kartofel o artistas como Adrián Mendieta y Manuel Montoro, han dedicado varios ensayos a la obra de esta reconocida ceramista veracruzana.

III

Dice Adrián Mendieta que, en los últimos años:

   
 

Yolotzin, 2009. Cerámica en alta temperatura con óxidos, engobes y espejo (8x36x26 cm.)

 
Xalapa se ha consolidado como uno de los lugares de mayor y mejor producción cerámica artística del país; aquí coincide un importante grupo de artistas con una diversidad de propuestas, técnicas y conceptuales, pero fundamentalmente de actitud respecto de una forma de expresión plás tica que por muchos años ocupó un lugar secundario en la vida artística nacional. Dentro de ese grupo destaca Leonor Anaya, quien de manera discreta pero con pisada firme ha ido ocupando el lugar sobresaliente que merece.

Leonor Anaya inició su carrera artística como grabadora. El dibujo y el color son parte esencial de su trabajo cerámico. Pero a diferencia de otros ceramistas importantes radicados en Xalapa, su trabajo se aleja del torno y son sus manos las que moldean la arcilla.

          Se aleja también de la ancestral funcionalidad de la vasija para modelar escultóricamente paredes de casas sin habitar o abandonadas ya hace mucho tiempo. Corsés de espinas y alambres de púas, restos de barcos y olas de un inmenso mar. Cuadernos de viajes por las islas de nunca jamás. Una serie se entrelaza con la siguiente y sus piezas devienen baciyelmos quijotescos con un pie en el sueño y otro en la realidad. Esta particularidad hace que el espectador, aunque deslumbrado por la verosimilitud y el engaño de lo que ve, no se detenga sólo en esa mirada, sino que intente crear una historia o un porqué. La búsqueda de razón a la belleza de la sinrazón convierte a Leonor Anaya en “autora de metáforas”, como la ha llamado acertadamente Graciela Kartofel:

Sucede así –nos dice Kartofel–: la metáfora de lo escurridizo convertido en sólido, de lo oscuro convertido en luz, y de lo informe convertido en arquitectura, objeto, libro, recuerdo, resto volumétrico, cuaderno cargado de memorias. En la metáfora se transporta el sentido de una palabra a la otra. Como en el barro se transporta el sentido de lo “elemental” a lo “artístico” […] las cadencias de forma y sujeto aludido son tan delicadas como exactas; ni un grado más ni un grado menos de lo que debería decirse para alcanzar a percibir la escultura (nunca busca que el espectador sepa todo de una sola mirada). Al tacto las obras son sutilmente ásperas, mientras que visualmente aluden a texturas celestiales, etéreas y hasta virtuales. Es este par de contrastes la virtuosidad del decir de Anaya. Lo que es, es y parece, a la vez que también es algo más (El metafórico mundo de Leonor Anaya).

          En efecto, las series que Anaya trabaja están llenas de sentidos ocultos, simbólicos; sentidos que el arte y la cultura han ido construyendo ambiguamente. La sensualidad serpea en los enigmáticos zapatos o en las zigzagueantes serpientes o los cautivadores corsés. Empero, la etérea y frágil presentación, arduamente trabajada con delicadeza y paciencia, parece sublimarla. El resultado es una asimetría cuya luz o sombra reside en la mirada del espectador, en los ecos que su contemplación le susurre. Mientras tanto, el significado unívoco se escurre entre susurros y siseos, como el sugerente título de su última exposición alude. Anaya muestra, no define. Sugiere, no enseña. Evoca, no copia. Su obra abre un espacio de complicidades y alusiones recíprocas. Cose materiales de distinta textura, de irreconciliables tesituras, de la misma manera que la tierra de la memoria infantil se encuentra llena de pulsiones contradictorias pero igualmente posibles, sin ser por ello convencionalmente razonable.

IV

          En una casa de puerta azul y vislumbres amarillos, llena de exuberante vegetación, abre la puerta para invitarnos a pasar una mujer delgada, frágil, de rasgos suaves y bellos. Mientras cruzamos el jardín cuidadosamente arreglado, nos señala flora local en peligro de extinción, enredaderas de suave aroma, diminutos helechos de delicado ramaje, capullos a punto de abrir. Entramos a su Taller Neblina en el Cerro. Nos atraen como un imán los zapatos primorosamente arreglados en una estantería que parece de zapatería parisina: sandalias, botines, botitas, huaraches. ¿Qué caminos podrían recorrer? ¿Qué pies podrían vestir? ¿A dónde podrían volar? ¿De dónde se escaparon? ¿Quién los ha aprisionado? Leonor explica el camino que la llevó de una serie a otra. Nos señala la importancia del mar, pero mi atención naufraga en un zapato como pez, en la serpiente que envuelve el estilete de otro, en las escamas de una zapatilla fetichista de punta afilada y tacón como largo clavo. Son exquisitos como el mundo que ella ha creado y habita. Afirma Manuel Montoro sobre Leonor Anaya:

 
 
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