Abril-Junio 2004 , Nueva época No. 76-78 Xalapa • Veracruz • México
Publicación Trimestral


 

 Ventana Abierta

 Mar de Fondo

 Palabras y Hechos


 Tendiendo Redes

 Ser Académico

 Quemar las Naves

 Campus

 Perfiles

 Pie de tierra

 Créditos

 

 

 

Vivimos un mundo donde el aislamiento crece, a pesar de la aparente interconexión: Schmucler
Edgar Onofre Fernández

¿Realmente la idea de un mundo en armonía es una utopía? Así parece ser, porque desde que el hombre es hombre, existe una sensación de malestar, de desventura, de miseria existencial. Los años siguen transcurriendo y la humanidad, lejos de encontrar la conciliación con los otros y consigo mismo, se enreda cada vez más entre la telaraña de la modernidad, la globalización, el capitalismo, la tecnocracia… Muchos ni siquiera se dan cuenta de ello, pero sí hay quienes, al menos, reflexionan sobre estos problemas, levantan la voz, se expresan. El teórico, investigador y escritor argentino Héctor Schmucler es uno de ellos, de ahí la importancia de conocer su opinión acerca del tema.

Cuando los mitos de ciencia y progreso fracasaron y las ideologías rodaron por tierra, tal y como han reiterado muchos teóricos, quedó en su lugar un espacio de incertidumbre y desesperanza que ninguno de los productos del supermercado internacional consiguió llenar. Este hueco paulatinamente se fue volviendo cada vez más incómodo y, en algunos casos de naturaleza hipersensible, hasta doloroso. Como es natural, un nicho que ni la fe, ni la ciencia, ni el mito de progreso pudieron satisfacer, significó una gran oportunidad para que los gerentes del mundo intentaran repellarlo de autos, televisores, cereales, modas, sonrisas y nuevos mitos.

Sin embargo, para muchos teóricos y pensadores el trueque de un mito por otro dejó la sensación de un nuevo desengaño que originó un malestar más profundo y abrió las puertas al posible fracaso del éxito que el mundo pregona. El malestar de la cultura se trata, pues, de una especie de fracaso del elemento humano en la organización social contemporánea que, al mismo tiempo que resulta un añadido a la larga historia de guerras, hambres y ecocidios, no necesariamente tendría que ser de esta manera.

En la siguiente conversación, el teórico argentino Héctor Schmucler confronta elementos que resultan demasiado humanos –elementos de la cultura y la vida cotidiana que no se puedan ofertar, por ocupar un vocablo mercadológicamente correcto y de reciente admisión en la academia de la lengua– con las ideas aceptadas y reproducidas en la ideología dominante. De esta confrontación, naturalmente se desprenden opiniones que reafirman la idea de que el mundo contemporáneo no logra aliviarse de malestares invisibles pero cáusticos que la humanidad ha padecido, según Schmucler, desde siempre.

Asimismo, el escritor discurre sobre el mercado de trabajo y la dependencia tecnocrática, la historia de la humanidad y su herencia, los estragos del capitalismo y las posibles soluciones, temas de los que derivan otras cuestiones como el abandono, la soledad, los diálogos imposibles, la comprensión, la solidaridad, las carencias, la enajenación, la libertad… De esta manera, la siguiente entrevista también puede considerarse una plácida revisita a las ideas de libertad, espíritu, comunismo, creación, imaginación, amor, solidaridad, orígenes, humanidad y otras semejantes que han caído en desuso.

Se suele hablar mucho de los malestares del mundo contemporáneo, del malestar de la sociedad. ¿Cuáles son las dolencias más identificables? ¿Por qué es un discurso vigente?
Primero, creo que el mundo tiene malestar desde siempre. No es una novedad, no es que el mundo haya sido armonioso y feliz y ahora se haya derrumbado todo. Pienso que vivimos un mundo especialmente desventurado, con una sensación de malestar que va mucho más allá de los problemas que generalmente aparecen en los medios y están en la conciencia de la gente, es decir, más allá de los conflictos de la vida material. Esto, claro, es un punto de partida importante: el malestar de la gente que suma un par de miles de millones de habitantes en el mundo que están en condición casi de indefensión, que están en condiciones tales que la vida no se les hace posible por razones de dificultad en la supervivencia, por enfermedades que diezman las poblaciones, gente que sufre materialmente… y, aunque no estén sufriendo como ellos, los que observan este panorama no pueden sentirse cómodos.

Creo que hay una suma de hechos objetivos: el hambre, las enfermedades, las guerras monstruosas, la destrucción sistemática de todo, de la vida, de los bienes, de la naturaleza. Observar este panorama es inquietante y me parece que es el núcleo material y concreto de lo que podemos llamar el malestar de la época contemporánea. A esto se agrega el otro malestar, el de quienes ven en el planeta una especie de fracaso de lo humano.

Todo esto ocurre no por causas de una naturaleza que se comporta de una determinada manera, sino por la forma en que el hombre habita la tierra. De hecho, todo esto no tendría que ser necesariamente así, aunque hay cosas que sí son parte de nuestra existencia: la muerte, algunas enfermedades, ciertas cosas que nos traen un malestar, dolor, duelo, que están en la naturaleza, que se nos han dado.

El malestar surge fundamentalmente cuando uno comprueba que la historia se construye de una manera que no necesariamente tiene que ser así. Y considero que los que más sentimos el malestar –yo soy una de esas personas– somos los que creemos que lo que sucede en el orbe no necesariamente tenía que ocurrir, que podía ser de otra manera, y no de esta forma en que se ha construido el mundo, la cual ha dado por resultado la falta de solidaridad, de comunidad con el otro, de amor hacia el prójimo, valores que han sido remplazados por una competitividad atroz donde la vida en común se ha dispersado. Con esto no quiero decir que no exista tal solidaridad; existe y hay muchas buenas excepciones, pero estoy hablando en general de lo que pasa en la Tierra, donde toda la promesa del pensamiento de hacer un mundo mejor choca con una realidad que nos muestra una realidad siniestra.

El siglo XX era el lugar para acoger las esperanzas de centurias anteriores, la realización de la libertad humana, la capacidad humana de ser creadores (se había prometido que el conocimiento, la mayor conciencia, la mayor voluntad de autonomía de los seres humanos, iba a traer un mundo más favorable para todos). Lo que el siglo XX mostró fueron las catástrofes más terribles que se hayan imaginado. No hace falta nombrarlas, son conocidas, pero son las peores que la historia de la humanidad ha registrado, son de un desprecio terrible, absoluto, hacia el otro.

La historia del siglo xx, a su vez, se caracteriza por esta permanente verificación de hechos espantosos y de una reiterada promesa de que vamos a vivir mejor. Si tuviera que describir qué sentido tiene esto del malestar del mundo, yo diría que hablamos de la sensación de abandono que siente la mayoría de las personas, aun aquellas que están rodeadas de multitudes. El abandono, una especie de soledad, que no es la soledad creadora donde el espíritu puede crecer –la necesaria soledad donde el hombre se encuentra a sí mismo–, sino el aislamiento, que no es lo mismo que soledad. Es una soledad de no encontrar en el otro la posibilidad del diálogo, la facultad de comprender, de ser solidario y la capacidad del amor.

Me gusta insistir en esto último porque me parece que es clave en las carencias del mundo contemporáneo, cuyo malestar se debe también a otro factor: la pérdida de identidad de los seres humanos, que los está convirtiendo, cada vez más, en cosas. En este viejo problema (la mutación de los hombres en cosas), planteado hace dos siglos, los hombres dejan de ser ellos mismos para convertirse en apenas un elemento de la gran máquina en que se transforma la sociedad, donde cada uno no es más que una pieza de esa maquinaria y donde la ilusión de la libertad, en realidad, enajena cada vez más su propia voluntad para incorporarse a una estructura que le otorga un lugar. Es decir, yo no elijo qué ser, sino que el sistema me da opciones donde yo me puedo colocar.

Pero esto no tiene nada que ver con el espíritu, que es el rasgo que al parecer puede hacer felices a los hombres. Esto es lo que considero se está negando, se niega crecientemente pues vivimos un mundo construido a partir de estructuras técnicas que remplazan sistemáticamente la labor creativa del hombre, empezando desde el trabajo. El hombre ha sido enajenado de su trabajo, de su capacidad creadora para ser remplazado por elementos de producción automática, proceso en el que el ser humano, en vez de incorporar su saber y habilidad en la elaboración de cosas, en realidad es quien atiende a las máquinas. La vieja idea de que las máquinas estaban para facilitar la vida a los hombres, o sea que primero estaba el ser humano y luego las máquinas, se ha invertido.
De hecho, aunque parezca exagerado, los seres humanos nos estamos convirtiendo cada vez más en subsidiarios de las máquinas, las hacemos funcionar, pero el mundo está concebido a través de estructuras técnicas que piensan que los problemas humanos son de orden técnico. No estoy hablando de las máquinas, sino de pensar que éstas sustituyan a los seres humanos. No son las máquinas las que nos remplazan, esta es una idea vulgar, pero son los hombres quienes hacen que aquéllas los suplan.
Es un pensamiento el que está detrás de esta estructura, y este pensamiento es el que debería ser discutido y puesto en duda, por lo menos, o debería ser combatido en algún sentido. Al universo tecnocientífico yo le pondría un mundo en donde la técnica y la ciencia sean aquello que necesitan los seres humanos para su propio espíritu creador y no para servir a un sistema que parece que está por encima de las necesidades
individuales.

¿Podríamos estar hablando en este caso de la transformación del hombre en mono a partir de esto que menciona?
No me animaría a decirlo porque los monos son muy nobles. No me gusta mucho la metáfora porque los monos y los hombres están en su lugar. No estoy muy seguro de que descendamos de los monos como aseguran algunas teorías un poco simplificadas que ya casi nadie las cree: todo lo que el darwinismo presentó como verdades reveladas cada día es puesto en tela de juicio, dado que hay más dudas sobre la posibilidad de que somos una especie de evolución del mono y el mono es inferior. No es cierto, los monos son perfectos en su medida, como los leones son perfectos en la suya y los pájaros en la suya.
El ser humano es otra cosa. Al margen de cuál es su origen, no sé si se trata de un proceso de evolución biológica que nos colocó en este lugar o somos producto de la creación de algún ser o de alguna fuerza trascendente a nosotros mismos. Nadie lo ha podido demostrar, pero no sabemos si sea lo más importante. Lo cierto es que hay algo que define al humano y es su capacidad de libertad, de actuar electivamente, es decir, el hombre no está condicionado por leyes biológicas que le exijan actuar o pensar de una manera determinada.
La biología exige el funcionamiento de su cuerpo, por supuesto, no se pueden alterar las normas estructurales de lo biológico en lo humano, pero su manera de ser en el mundo no está condicionada. Para nada creo que haya condicionamiento genético que haga que la gente sea simpática, inteligente, que piense de una forma o de otra.
Yo creo que se trata de procesos espirituales y también de toda la zona de misterio que comprende el porqué somos así, temas de los que ha hablado la humanidad desde hace miles de años. Por eso cuando uno lee las obras que quedaron de hace 2 000 ó 3 000 años, las tragedias griegas que hablaban sobre el ser humano o la filosofía clásica, vemos que tratan de los mismos problemas que ahora estamos considerando frente a esta grabadora. Parece que hay algo que está en la naturaleza del ser humano, eso es lo que somos, así como los leones son lo que son. Uno no podría decir que los leones son malos porque atrapan alguna presa para comerla, porque está en su naturaleza. Me parece que en la naturaleza del ser humano se encuentra esta especie de construcción de sí mismo, esta posibilidad de construir, la capacidad de optar, de imaginar.
Nosotros podemos imaginar el mundo y hacerlo de acuerdo con nuestra imaginación, con los límites que nos dan nuestra propia biología y las creencias éticas y morales con que nos manejamos. Y aquí se abre un abanico de posibilidades. Pero esta capacidad de imaginar cómo vivir sólo es propia del hombre, es lo que le da libertad, y ninguna otra especie puede hacerlo. Los pájaros construyen sus nidos eternamente, pero no pueden realizar otra cosa; las abejas edifican sus panales y no pueden dejar de hacerlos. Este es el rasgo distintivo del humano, pero también su profunda responsabilidad, porque, si es libre, todo lo que emprende y realiza implica la responsabilidad de lo que está haciendo. Por lo tanto, se le puede pedir cuentas de lo que hace, y nadie puede decir que lo hace por una especie de naturaleza.
Sin duda, hay una diferencia sustancial entre esto que digo y la idea de que el hombre está totalmente condicionado por su mapa genético. Si esto último fuera cierto, entonces, nada de lo que estamos hablando ahora tendría sentido, porque no podríamos imaginar nada, ya que –según el pensamiento actual– estamos condicionados. Yo no creo en la predeterminación, sin embargo, lo que nos hace seres humanos es un misterio, pero esa es nuestra condición en la Tierra, por eso somos humanos, si no, seríamos otra cosa. Esto es muy elemental, no obstante, es el punto de partida para reconocer por qué ciertas cosas nos gustan o no.
En suma, considero que si somos libres, si podemos imaginar al mundo, esto que hoy nos muestra la ciencia como un destino único para la humanidad no tiene sentido.

Esto recuerda lo que decía Schopenhauer, que para que el mundo pudiera cambiar, el hombre tendría que dejar de serlo y convertirse en cualquier otra cosa.
Exactamente, pero en el momento en que se transforma deja de ser hombre. Quiero decir que todo esto que hoy está en la mesa, el gran tema de la ciencia, la ingeniería genética y las modificaciones, al margen de todo lo que tiene de bambolla –porque tiene mucho de espectacularidad mediática, más que de verdad de laboratorio, pero esta es una historia que tiene que ver con la política de la ciencia, cómo se produce y al servicio de qué está–, no es nuestro tema, pero es interesante y merecería atenderse por los propios científicos, entre otros. Aunque debemos ser conscientes de que no hay un único camino en la construcción científica, sino que a veces los caminos que toman son producto de una ideología dominante o de intereses puestos en juego.
Pero, volviendo a la idea de que podemos hacernos distintos, puede ser cierto, mas no lo creo; de hecho, las más recientes investigaciones demuestran que es muy difícil llegar a hacer un hombre diferente, y si lo hicieran, ya no sería un ser humano. Insisto, la diferencia sustancial entre nosotros y cualquier robot, máquina o computadora, por más capacidad que tengan para procesar información, es que éstas no imaginan su propio mundo. Y vuelvo a esta palabra, imaginar, porque está vinculada con la libertad y la responsabilidad de los seres
humanos.
Es, pues, este conjunto de cosas que se vinculan a una ética, a una manera de existir, lo que se ha diluido como problema en el mundo contemporáneo, aunque el hecho de que en el planeta se esté hablando de ello quiere decir que no se ha diluido del todo, que algunos siguen preocupados por el tema. Y me parece que a quienes lo observan así, como lo estoy narrando, provoca un profundo malestar.
A la gente que está al margen, esos 2 000 millones de habitantes o algo por el estilo, que está condenada a la nada, pero por deterioro económico, por incapacidad de subsistencia material, la dejamos un momento a un lado. Pero los otros, los miles de millones que estamos rodeados cada vez más y según los niveles económicos de más sofisticadas máquinas, de mayores conexiones con redes que parecen hacer del mundo una aldea donde cada uno está al lado del otro, todos estos que parece que están en el apogeo de una existencia plena, se van de la máquina, apagan el televisor o están solos en sus casas y se dan cuenta del enorme aislamiento. Sí, del aislamiento porque ningún contacto nos permite sentir que estamos con el otro: la amistad no es solamente un diálogo permanente, sino poder estar a solas con alguien sin hablar, es esta especie de encuentro en un mundo en común donde nos sintamos
hermanados.
No hay sistema de comunicaciones, por sofisticado que sea, que remplace estar con el otro, sentirse en común, gozar de la capacidad imaginativa y de la libertad creadora. Ahora tenemos este otro mundo que genera la ilusión de estar con el otro porque tenemos la posibilidad de apretar una tecla y enviar un mensaje o encontrar un diálogo virtual; sin embargo, también es un mundo de aislamiento, de desolación, de pérdida del sentido del trabajo, de extravío de la identidad que los seres humanos tenían a partir del trabajo que se va diluyendo en función de esta realidad de puros contactos que es la realidad globalizada.
En la actualidad ya casi no existen las certidumbres: tú trabajas en esto hoy y mañana vas a laborar en lo que el mercado te ofrezca, pero la capacidad de sentir pertenencia al trabajo, de sentir la vida en aquello que trabaja, depende ahora, en el mundo globalizado, de la flexibilización, que quiere decir que trabajas en lo que se te propone y que estás dispuesto a todo. A propósito, debo destacar que uno de los términos más horribles para mí que se utiliza actualmente
–incluso, a veces, en las propias universidades se plantea como ideal– es el de reciclarse. Para los que piensan esto, el hombre debe reciclarse en el sentido de que debe adaptarse, estar siempre disponible para aprender aquello que ha dejado algún hueco en el sistema mercantil y meterse ahí. Yo no estoy de acuerdo, porque “reciclarse” inhibe la autonomía, la capacidad creadora del ser humano.
Estamos, me parece, en un mundo donde el aislamiento crece en medio de una aparente interconexión, donde la falta de solidaridad se expresa a cada momento en medio de grandes planes de solidaridad colectiva y de planes gubernamentales u organizaciones que parecieran vincular a la gente, donde se pierde el sentido del amor a la familia, de la tradición, donde el olvido va imponiéndose en vez de una memoria que nos haga sentir con raíces. Todo esto es, precisamente, la pérdida de identidad y es uno de los grandes problemas del mundo contemporáneo que producen este malestar.

En esto encuentro correspondencia con el discurso de Baudrillard, para quien estamos viviendo una cultura de simulación y que, al vivir en un mundo de contactos, llega un momento donde todos somos todo y, por tanto, nadie puede ser alguien...
Sí, creo que Baudrillard apunta bien en algún sentido. Me parece que, si tuviera que agregar algo a lo que él dice, es que todo esto construye un poder. No es un problema ajeno a las formas de poder que giran en el mundo, que rigen al mundo. Por ejemplo, es como cuando se habla de la globalización como un fenómeno de nuestra época, como se habla de un manzano o un durazno que ha madurado. No, esto no es natural: la globalización es la forma en que el capitalismo contemporáneo se expresa, con muchas diferencias en cuanto a otras épocas, pero no es algo que viene al margen, es una necesidad, un proceso que el propio sistema va generando para constituirse de esta manera.
Es decir, la globalización es, en algún sentido –no quiero decirlo demasiado esquemáticamente– algo así como la norteamericanización del mundo. Y esto, que ya muchos teóricos del propio establishment norteamericano habían planteado hace 40 años, es la realización de su propuesta, de un modelo por el cual el capitalismo se universaliza con rasgos culturales que lo impregnan y que no podían ser de otra manera sino así. Dichos rasgos culturales originan las nuevas formas de convivencia, las pérdidas de identidades, el extravío de convicciones fuertes. ¿Por qué?, porque toda convicción fuerte es como una especie de límite para el flujo permanente, es como los baches, y lo que se quiere lograr es una especie de mundo en permanente flujo, que es, en última instancia, el gran flujo de capitales que circulan permanentemente
en el orbe.
No quiero simplificarlo, porque no es un problema meramente económico ni mucho menos. Lo que ocurre es que las estructuras cultural y económica son partes de un mismo fenómeno, de una manera de pensar la existencia de los seres en el mundo, donde
–insisto– las diferencias son aparentes porque en realidad todos estamos unificados en algo que puede vivir en contacto. En cuanto salimos del contacto, en cuanto no somos hábiles para relacionar, quedamos excluidos. Tan sólo esta conversación contigo me excluye del mundo, de este mundo despersonalizado, es decir, cuando yo lo critico, me excluyo, entonces viajo a contracorriente de lo que ocurre, por eso, a veces, esta manera de pensar ofrece muchas resistencias.
No estoy diciendo que tenga la verdad revelada, sólo externo mi opinión, una opinión que me parece vale la pena tenerla en cuenta, sobre todo cuando uno ve los efectos: una humanidad que promete libertad, entendimiento, amor y solidaridad y muestra exactamente lo contrario: un mundo regido por un pensamiento único; un planeta donde existe sólo un poder que se maquilla de muchas formas, pero que, a fin de cuentas, es el que impone su voluntad... De manera que es como para estar un poco
a disgusto.

A pesar de que se piensa que la respuesta está en los académicos o autores que hablan sobre los riesgos que corre la humanidad, éstos muy poco pueden hacer. ¿Qué es lo que podemos esperar? ¿Un cambio de mentalidad o que se diluyan los efectos? ¿El Apocalipsis acaso?
No puedo vaticinar nada. Lo que digo es que aquellos que pensamos en contra de lo que ocurre en nuestro globo estamos reducidos a una expresión muy pequeña, porque lo dominante es lo otro. Quiero dar un ejemplo aquí que estamos en un ámbito universitario: las universidades se han ido plegando a la idea de que deben contribuir a construir ese mundo que estamos criticando ahora, no a ser un lugar de reflexión crítica y audaz. Yo mismo en diversos simposios he oído conferencias, magníficas muchas de ellas, pero he escuchado pocos cuestionamientos, poca reflexión; y cuando digo cuestionamientos no quiero decir “estoy en contra”, sino “esto tal vez tendríamos que reflexionarlo”.
Es cierto, en el mundo crecen los usuarios de Internet, aumentan las tecnologías, se multiplican las potencialidades de transmisión de información, pero ¿qué significa todo esto? En fin, lo que me preocupa no es saber hacia dónde marchan las cosas porque creo que han marchado muy mal siempre, o casi siempre, sino qué significa todo esto. Me parece que ésta tendría que ser la obsesión del trabajo universitario, no tanto cómo seguimos el camino trazado por la humanidad al margen de nuestra voluntad, sino qué significa esto, y no para ponernos en contra, sino para no dejar de pensar qué es lo que significa, porque, si no lo hacemos, estaríamos aceptando que lo que ocurre es lo mejor, y tal vez no sea lo mejor; al contrario, quizá sea algo que nos lleve a un mayor grado de infelicidad y que nos impida caminar hacia el bienestar, el cual consiste principalmente en poder ser uno, no sólo en
tener más.
Esta es, pues, la realidad que tenemos actualmente y que no necesariamente tendría que ser así. Pero es así, ¿qué podemos hacer?, por lo menos reflexionar. Yo no sé si va a cambiar. Todo apunta a que la humanidad va a seguir creciendo de la misma manera; de hecho, no veo nada que haga dudar que la globalización va a continuar, que el dominio norteamericano va a seguir vigente, nada serio veo que pueda poner en duda todo esto.
Bueno, el hecho de que el sistema actual esté triunfante no tendría que obnubilarnos y hacer creer que es lo bueno, sino que debería impulsar la valentía, sobre todo la audacia intelectual, para decir: “pensémoslo” y decir “no” si hiciera falta. Pero esta es parte de la responsabilidad que nos genera la libertad, dado que, si somos libres, es porque también podemos decir “no”, y como somos libres, somos responsables de lo que externamos. No podemos lavarnos las manos, tranquilizarnos la conciencia y decir: “bueno, qué voy a hacer si el mundo está así”. Ciertamente, así está, pero uno debe pensar y actuar de otra manera, aunque no pueda cambiar el mundo.
Los que están a favor del establishment normalmente descalifican posiciones críticas con cualquier cantidad de adjetivos, como retrógrada y demás...
Por supuesto. Es curioso, porque, hasta hace no muchos años, ser revolucionario era querer cambiar el sistema. Y es cierto, se han invertido los papeles: ser comunista era ser revolucionario –ser comunista quiere decir imaginar un mundo distinto y creo que el comunismo ha sido una experiencia fracasada porque nadie aspira a la idea de comunión, aunque este es otro tema–. Ahora, los que piensan que este sistema es negativo para el ser humano aparecen como retrógradas, pero criticar al capitalismo contemporáneo no necesariamente implica ser así.
No digo que al capitalismo hay que oponerle el socialismo, sino que el capitalismo ha sido y es una de las razones fundamentales del malestar y de la infelicidad humana. Para algunos puede ser de la felicidad, para mi gusto es de la infelicidad. Hay que criticarlo, hay que hacer otra cosa porque esto no necesariamente es lo que tiene que ocurrir, porque esto no nos trae bienestar. Que hay que arriesgarse a todos los calificativos es cierto, pero siempre hubo que exponerse a esto, porque todo ejercicio de responsabilidad trae riesgo.
Yo creo profundamente que si la libertad implica responsabilidad, ser responsable quiere decir también saber quedarse al margen, renunciar, y con estas ideas uno no puede hacer carrera exitosa dentro del establishment. Pero, tal vez la vida no sea hacer una carrera exitosa en el establishment, sino vivirla. Quizá los exitosos piensen más de una vez, si tienen tiempo de hacerlo cuando reposan la cabeza en la almohada, “¿qué estoy haciendo en mi vida?”, porque pueden sentir que no viven, a pesar de estar como en la cima del poder y de la disponibilidad de recursos. Son maneras distintas de pensar, y el hecho de que exista tal diversidad de pensamiento me parece muy importante.

Si el éxito tiene que ver con el hecho de perder mucho del espíritu humano, ¿quiere decir que los críticos están condenados al fracaso dentro de este esquema?
Esta es la paradoja: yo diría que están destinados al fracaso, que es el triunfo, pero el fracaso en el sentido de que seguramente no serán ejecutivos de una empresa ni tendrán altos cargos; sin embargo, me parece que ése es el triunfo de la vida. Claro, tanto uno como otro dependen de lo que uno desee. Si uno aspira a la vida interior, bienvenido, pues no tener poder no significa la infelicidad, para nada. Ahora, hay gente que sólo anhela el poder porque, tal vez, no ha tenido ocasión de reflexionar
sobre esto.
Ante todo ello, reitero que el fracaso para unos, puede ser el triunfo para otros, porque cada quien tiene su propia manera de vivir. Yo puedo estar todo el día metido en la Internet para hacer negocios, pero quizá me gusta más escuchar música, trabajar las horas que necesito trabajar para sobrevivir y porque el mundo lo exige, pensar en mí, leer un poema o escribir; y creo que esta experiencia, estando con mi familia, con mi hijo, amando, no tiene nada que ver con el éxito o el fracaso, simplemente es un modo de vida.
El cambio está en lo que cada uno tendría que hacer personalmente, pues nadie desde afuera puede hacerlo si no hay una convicción. Sin embargo, en el ámbito universitario sí tenemos la obligación de reflexionar, no para coincidir con lo que he dicho, sino para desechar la idea de que lo que hay es lo único que podría existir. Considero que este es un mundo en el que hay que pensar sobre el placer de otra manera, y la experiencia es muy larga, muy amplia.

¿Un mundo de sibaritas frente a uno de enajenados?
La voluntad de dejar de ser enajenado tiene que pasar primero por la certeza de que se está enajenado. Habría que reflexionar cuán enajenados estamos, cuántos somos los que no somos, es decir, cuánto de nuestra vida depende del cumplimiento de pautas que no son las que a nosotros se nos ocurrirían. Pienso que esto que hacen las máquinas no es un destino para los hombres, las máquinas cumplen su función, aunque se está inventando un mundo donde todo parezca máquina y donde cada uno tenga una función preasignada.
Creo que los seres humanos se caracterizan porque todos los días y todo el día pueden, desde su interior, inventar el mundo, no solamente observarlo y plegarse a él. Este asunto no es meramente teórico, económico o político en sí; este es el gran problema de la cultura de nuestra época, de una cultura que ha ido crecientemente olvidando esta capacidad creadora del ser humano.

.