Abril-Junio 2004, Nueva época No. 76-78 Xalapa • Veracruz • México
Publicación Trimestral


 

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De Los convocados
Arthur Koestler

 

I
Domingo

—Debiera tocar la bocina

—observó nerviosamente el profesor Burch cuando el autobús enfiló una curva cerrada y fue engullido sin más por un túnel desapareciendo en el vientre de una ballena petrificada revestido de mellado basalto. El túnel era angosto y el conductor tenía que avanzar en primera; parecía que las afiladas acanaladuras que sobresalían de la roca fueran a arañar o romper los cristales de la ventanilla en cualquier momento. El motor del viejo autobús metía tal ruido que el compañero del profesor, un joven fraile de mejillas de manzana, tuvo que esperar a que terminara el túnel para contestar.

—Deben ser hombres expertos —dijo tranquilizadoramente—. Al fin y al cabo, suben desde el valle a Schneedorf tres veces al día.

—De todos modos debiera tocar la bocina —repitió Héctor Burch, pero sus palabras fueron engullidas por el rumor de una cascada que descendía tumultuosamente roca abajo y se perdía en el precipicio que había bajo el estrecho puente que estaban cruzando. Penetraron en un segundo túnel que parecía mucho más estrecho y más largo que el primero.

El joven fraile cupertino Tony Caspari estaba gozando intensamente de las emociones de la subida aunque se sentía menos seguro de lo que aparentaba. Ni él ni Burch sabían que los aldeanos de Schneedorf, famosos por su cáustico humor, llamaban a los tres túneles del camino «las vírgenes claveteadas» y que, de vez en cuando, el autobús del correo quedaba atascado en el de en medio que, en determinado punto, sólo ofrecía un espacio libre de unos cinco centímetros a cada lado. Cuando ello sucedía, un equipo de peones camineros —porque la carretera estaba constantemente en obras bien por causa de un corrimiento de tierras o bien por causa de una tromba de agua—, alertado por los prolongados gritos cuyo eco repetían las rocas, se dirigía hacia el atrapado autobús con sus atrapados pasajeros. Los hombres iban armados con largos palos —erguidos y jóvenes abetos despojados de la corteza y las ramas— que insertaban debajo del eje delantero o trasero del autobús según los casos y, a los estentóreos gritos de «O-o-oh-op», «o-o-oh-op», y utilizando los palos en calidad de palancas, conseguían increíblemente separar el autobús de la roca. Era más o menos el mismo método utilizado por los nativos de la isla de Pascua para la erección de sus gigantescas estatuas y probablemente el mismo que habían utilizado los antiguos egipcios que construyeron las pirámides.

En invierno el autobús traía sobre todo cargamentos de Fräuleins, provistas de esquíes y sticks. Algunas veces éstas se ponían un poco histéricas a pesar de habérseles explicado que la grava y la sal que se había esparcido por la helada carretera constituían una perfecta garantía. El mayor contingente de Fräuleins estaba integrado por maestras de escuela y empleadas de correos de Inglaterra y Suecia. A principios de temporada, casi todos los zafios chicos del pueblo se convertían en deslumbrantes profesores de esquí vestidos con anoraks de color rojo adornados con insignias azules que, a la llegada de cada autobús, se ponían amistosamente de acuerdo entre sí acerca de cuáles de ellos iban a seducir a las distintas Fräuleins de más prometedor aspecto. No había rivalidades ni peleas; los aldeanos tenían sus formas rituales de compartir el botín de la misma manera que tenían sus formas habituales de intercambiarse regalos de boda y entierro en cantidades establecidas de acuerdo con un estilo estrictamente tradicional y al mismo tiempo eminentemente práctico.

En verano, sin embargo, la aldea adquiría un aspecto totalmente distinto: se convertía en un centro de congresos científicos y culturales. En lugar de sonrientes Fräuleins, el autobús transportaba cargamentos de ancianos intelectuales. La actual temporada, que acababa de empezar, tenía previstos quince congresos, conferencias y simposios; todos ellos aparecían enumerados en un folleto que el profesor Burch había estado estudiando con su habitual e ingenua concentración antes de penetrar en los túneles. Iba a efectuarse un Congreso de la Sociedad para el Estudio de las Afecciones de las Cuerdas Vocales, un Congreso Internacional de Tecnología de los Miembros Artificiales; un Simposio sobre las Responsabilidades de los Científicos en una Sociedad Libre; otro acerca de la Ética de la Ciencia y el Concepto de la Democracia; un seminario acerca de la Utilización de los Combustibles Sólidos en los Sistemas de Propulsión de Cohetes; un Congreso de la Asociación Europea de Psiquiatría acerca de los Orígenes de la Violencia, un Simposio de la Organización Mundial de Psiquiatría acerca de las Raíces de la Agresión. La Sociedad Internacional de Estudios Cuantitativos del Comportamiento Social iba a organizar un seminario acerca de los Mecanismos Autorreguladores de las Interrelaciones Interpersonales; el Club de Poesía Suizo iba a organizar una serie de conferencias acerca de los Símbolos Arquetípicos del Folklore del Oberland bernés e iban a celebrarse tres Simposios Interdisciplinarios con títulos que contenían las tres palabras de «Medio ambiente», «Contaminación» y «Futuro» en distintas permutaciones.

El joven fraile estaba estudiando también el folleto.

—No sé por qué —observó— los psiquiatras europeos y los psiquiatras mundiales no se reúnen, siendo así que van a discutir el mismo tema.

—Escuelas distintas —replicó Burch malhumorado—. La orientación analítica contra la orientación farmacológica. Se tiran de los pelos unos a otros.

—Ahora lo recuerdo —dijo Tony muy animado—. Leí que no hacían más que excomulgarse unos a otros. Qué lástima.

—Los métodos de la Iglesia con los herejes todavía eran más deplorables —dijo Burch con aspereza.

—Pero más eficaces —dijo Tony sonriendo a través de sus inocentes ojos azules.

—Es una observación muy cínica para un miembro de su orden.

—Nos enseñan a ser cínicos —dijo Tony alegremente—. Todos los viernes en el seminario tenemos que encender una hoguera que evapora todas nuestras ilusiones.

El profesor Burch metió la mano en su cartera y extrajo las galeradas de la más reciente edición de su texto acerca de La Medición Cuantitativa del Comportamiento en sus Aspectos Social y Genético. Constituía lectura obligatoria para los estudiantes graduados; cuando se publicara, buena parte de ella estaría pasada de moda y él tendría que empezar a preparar la siguiente edición revisada, labor frustradora y lucrativa a un tiempo.

El autobús había emergido ahora de la romántica aunque en cierto modo siniestra garganta a través de la cual se había abierto dificultosamente camino; las montañas de ambos lados se abrieron curvándose a lo lejos en laderas más suaves que al pobre Tony le recordaron unos senos femeninos separándose de la hendidura. El cielo, que más abajo había aparecido cubierto, adquirió ahora el intenso y saturado azul que sólo se observa en las grandes alturas. El resto del paisaje presentaba distintos tonos de verde: prados, colinas, pinares, hierba, musgo y helechos. No había campos de cereales, no había señal alguna de cultivo; sólo los pastos y los bosques exhibiendo sus distintas ideas del verde.

—Odio el verde —dijo la doctora Harriet Epsom, que ocupaba el asiento delante de Burch.

Había girado su fuerte cuello y sus hombros formando un ángulo de ciento treinta y cinco grados para dirigir diagonalmente esta observación al joven fraile. Tenía los hombros llenos de pecas, quemados y pelándosele a tiras, lo cual, pensó Tony, no debiera sucederle a una zoóloga acostumbrada al sol tropical.

—¿Qué color le gusta entonces? —le preguntó él cortésmente.

—El azul. Exactamente el azul de sus ojos.

—Lo siento —balbució Tony enrojeciendo.

El rubor era una costumbre terrible o, mejor dicho, tal como él sabía, un reflejo fisiológico del que no podía librarse a pesar de ser tan hábil en toda clase de experimentos de dominio mental, desde el Yoga al autohipnotismo.

—Tonterías. ¿Por qué tiene que sentirlo? —dijo bruscamente Harriet Epsom o H. E. para las amistades. Una de ellas, sentada a su lado y, por consiguiente, delante de Tony, era una psicóloga infantil kleiniana de Los Ángeles, con el cabello negro corto y rasurado en la nuca. Tony no podía apartar los ojos. Se preguntaba si debía hacerlo con una cuchilla asesina, y se acordó de María, reina de Escocia.
—No es más que una estúpida costumbre —dijo, recobrando el aplomo—. ¿Se hizo usted estas quemaduras en Kenia o dondequiera que estén domiciliados sus mandriles?

—Tonterías. En el Serpentine de Hyde Park. Estaban atravesando una ola de calor.
—¿Y qué estaba usted haciendo en Londres?

—¿Qué piensa usted que estaba haciendo? Bostezando en un simposio acerca del Orden Jerárquico en las Sociedades de Primates. Ya sabía lo que iban a decir todos ellos —Lonrenz y la Schaller y los Russell y todos los demás —y ellos sabían también lo que iba a decir yo, pero tuve que ir. ¿Por qué? Porque soy como una prostituta académica a la que se llama por teléfono. En este autobús todos somos como prostitutas. Aún está usted muy verde pero, a su debido tiempo, es posible que se convierta en una.

—Es la primera vez que me invitan a un simposio de esta clase —confesó Tony—. Y estoy locamente emocionado.

—Tonterías. Se convierte en una costumbre, tal vez en un hábito. Se recibe una conferencia telefónica de algún metomentodo profesional de cualquier fundación o universidad —«Esperamos sinceramente que pueda usted incluirlo en su programa… será un honor tenerle con nosotros… Pasaje de ida y vuelta en clase económica y unos modestos honorarios de…»—. O incluso sin honorarios y, al final, sale una perdiendo. Le digo que es un hábito.

—Me está tomando el pelo —protestó Tony.

—Quizás este espectáculo no se parezca tanto a un circo porque ha sido idea de Solovief y yo soy una entusiasta de sus ideas, aunque algunos digan que está acabado. De todos modos, él siempre se saca una sorpresa de la manga.
La doctora Epsom volvió a girar la cabeza a un cuarto de perfil para reiniciar la conversación con su compañera de asiento.

—Siempre me han vuelto loca los ojos azules de niño —observó audiblemente.
La joven de la nuca rasurada contestó algo en un semisusurro, y las espaldas de ambas experimentaron unas sacudidas, a consecuencia de la risa contenida.

Tras de una subida final recorriendo dos curvas cerradas separadas entre sí por otra en S, el autobús llegó súbitamente a la aldea. Ésta se hallaba situada sobre una elevada planicie rodeada de ondulados prados, boscosas montañas y, a lo lejos, algunos glaciares que sólo eran visibles en los días claros. La aldea estaba integrada esencialmente por una espaciosa plaza formada por la blanca iglesia románica, el edificio del ayuntamiento-y-correos y dos viejas y sólidas granjas convertidas en posadas. De la plaza irradiaban tres calles en tres direcciones distintas. Cada una de ellas empezaba esperanzadoramente con un par de tiendas y casas de huéspedes, pero unos cincuenta metros más allá desaparecía para convertirse en un camino bordeado de pastos y granjas. Las granjas eran cuadradas, achaparradas y sólidas, estaban construidas con madera endurecida altamente inflamable, rodeadas de balcones adornados con complicadas tallas y provistas de un campanario para indicar a los hombres de los campos que la comida estaba a punto o bien para dar la alarma en caso de incendio. A lo largo de todo aquel paisaje abierto se observaban siempre dos o tres granjas apiñadas, pero a una distancia de varios centenares de metros del siguiente apiñamiento.

—¿Dónde está el cine? —le gritó Harriet Epsom al conductor mientras atravesaban la plaza de la iglesia, que a aquella hora aparecía blanca, inundada de sol y vacía.
—¿El Kino? —repitió el conductor volviéndose. Poseía unos bigotes color jengibre estilo emperador Francisco José, retorcidos y encerados, como puntas de destornillador apuntando a los ojos, y hablaba un inglés gutural que sonaba como árabe—. El Kino está en el valle. Schneedorf es un pueblo muy atrasado, señorita. No tenemos cine; sólo televisión en color.

H. E. giró la cabeza en dirección a Tony.

—Este conductor montañés se las quiere dar de gracioso.

—Creo… —empezó Tony, pero no siguió porque el bigotudo conductor volvió de nuevo la cabeza y anunció:

—Señores y señoras, hemos llegado al edificio de congresos.

Y allí estaba éste, inesperadamente, detrás de otra esquina repentina que, al mismo tiempo, daba la casualidad de que era el final de la calle. El estilo arquitectónico propio de Schneedorf no había variado apreciablemente en el transcurso de los últimos tres o cuatro siglos, y sin embargo, súbitamente y sin previa advertencia, todos se vieron ante aquella enorme casa sádica de vidrio y hormigón que debía haber ingeniado algún arquitecto escandinavo en un estado de depresión aguda.

—¿Les gusta? —preguntó el conductor al detener el autobús.

En el autobús se produjo el silencio. Después se escuchó desde uno de los asientos de atrás la fina voz del doctor Wyndham diciendo con una risita distinguida:
—Recuerda más bien una caja de acero con vidrio en la parte delantera, ¿no les parece?

La observación causó una leve hilaridad que borró los efectos secundarios de las vírgenes claveteadas y creó una atmósfera de camaradería entre los convocados al subir éstos en tropel las escaleras que daban acceso a la terraza de hormigón de la parte frontal del austero edificio.

—Ahí viene el mismísimo Nikolai Borisovitch Solovief —gritó Harriet al emerger del edificio un corpulento individuo con aspecto de oso, vestido con un arrugado traje oscuro, para reunirse pausadamente con ellos—. Nuestro Nikolai —añadió—, en plena floración de melancolía.

«Parece enfermo», pensó Wyndham tristemente, extendiendo la regordeta mano. Sin embargo, le dijo con entusiasmo:

—Estas espléndido.

Solovief inclinó la hirsuta cabeza hacia adelante y miró a Wyndham como si estuviera examinando un ejemplar bajo el microscopio.

—Mientes como siempre —dijo con voz profunda y cascada.

—Han pasado casi dos años desde Estocolmo, ¿verdad? —dijo Wyndham.

—No has cambiado.

—Ya no podría permitírmelo —contestó Wyndham riéndose recatadamente.

II
La Kongresshaus era la obra de un intrépido magnate cuya vida y milagros aparecen rodeados por el misterio. Era hijo de un cartero de un solitario valle alpino destinado a heredar el oficio de su padre, en lugar de lo cual huyó a América del Sur y se hizo millonario. Uno de los rumores afirmaba que lo había conseguido mediante el contrabando de armas; otro aseguraba que dirigía una cadena de burdeles en los que las mujeres vestían dirndls y tenían que cantar al estilo tirolés cuando llegaba el momento crítico. Sin embargo, tras sufrir el primer ataque de obstrucción coronaria, experimentó una conversión espiritual y entregó el dinero a la Fundación para la Promoción del Amor entre las Naciones. El mensaje tendría que extenderse por todo el mundo desde la Kongresshaus construida en las amadas montañas natales del fundador; pero éste murió antes de que terminara la construcción del edificio. A su muerte, los fideicomisarios descubrieron que las inversiones de la Fundación producían unos intereses que apenas eran suficientes para el pago de sus emolumentos y que no quedaba nada para la promoción del mensaje. Decidieron, por tanto, que el edificio podría utilizarse adecuadamente, alquilándolo para congresos y simposios y dejando que fueran éstos los que promovieran el mensaje. En realidad, el edificio se había llamado al principio La Maison des Nations; pero cuando alguien descubrió que éste había sido el histórico nombre del más famoso y deplorado burdel de la Rue de Chabanais, de París, se efectuó un cambio. Aunque las Frauleins de la temporada invernal resultaban más lucrativas, los aldeanos se sentían en cierto modo orgullosos de ser cada año los anfitriones de varias galaxias de famosos. Pero no estaban en condiciones de establecer comparaciones y no comprendieron por ello que aquel cargamento de autobús era de calidad excepcional, dado que incluía a tres Premios Nobel y a varios candidatos probables al mismo.

Algunos de los participantes habían llegado en autobús aquel domingo por la tarde; otros habían subido en automóviles alquilados. Sólo habría doce personas, número insólitamente reducido tratándose de un simposio interdisciplinario, pero Solovief había insistido en que aquél era el número óptimo que permitía discusiones constructivas para dolor de la Academia Internacional de Ciencia y Ética, que había sido la organizadora.

La Academia, financiada por otro magnate arrepentido, estaba regida por unos expertos en relaciones públicas que consideraban que el prestigio de un simposio y del bonito volumen en el que se publicaban posteriormente sus comunicaciones, era proporcional al número de ilustres participantes. Gustaban de incluir como fuera cuarenta o cincuenta comunicaciones en cinco días, lo cual situaba a los participantes en condiciones bastante parecidas a la de los boxeadores demasiado golpeados, sin dejar tiempo alguno para las discusiones, a pesar de constituir éstas el principal propósito declarado de toda la empresa. «Me temo —decía el agotado presidente— que los tres últimos comunicantes han rebasado el tiempo que se les había asignado y el programa se está atrasando. Si queremos almorzar algo antes de la próxima comunicación, tendremos que aplazar la discusión al término de la sesión de la tarde.» Pero, cuando al final se había leído la última comunicación de la tarde, ya había llegado la hora del coctel.

—Doce es mi número límite —le había dicho Solovief al director encargado de los Programas de la Academia—. Si desea usted montar un circo, tendrá que buscarse un director de circo.

—Pero ha excluido usted a varias de las personas más conspicuas en sus respectivos campos.

—¿Acaso nos proponemos lo conspicuo?

—Doce comunicaciones en cinco días —había reflexionado el director—. Eso nos dejará de dieciocho a veinte horas para las discusiones que tienen que grabarse en cinta magnetofónica. La transcripción de las cintas cuesta mucho dinero.

—Si no le interesan las discusiones, la reunión no tiene objeto.

—Su lógica es impecable —había dicho el preocupado director—, pero he aprendido en quince años de experiencia que las discusiones tienden a degenerar en juegos de la gallina ciega. Por eso prefiero un circo bien organizado en el que cada cual lleva a cabo su actuación entre corteses aplausos.

—¿Y qué objeto tiene eso?

—La ley de Parkinson. Las fundaciones tienen que gastarse los fondos. Los organizadores tienen que encontrar proyectos que puedan patrocinar. Los directores de programas deben disponer de programas que poder dirigir. Lo que hace circular el aire caliente es un perpetum mobile. El aire caliente tiende a extenderse. Para ser uno de los más brillantes físicos atómicos de nuestro tiempo, resulta usted asombrosamente ingenuo.

Solovief le permitió proseguir sin articular palabra. Sus pobladas cejas y las pesadas bolsas que se observaban bajo sus ojos formaban un extraño contraste con la expresión incurablemente inocente de éstos. No podía explicarle al director —a pesar de que Gerald Hoffman no era malo si se tenía en cuenta la clase de funcionarios y de organizadores que corrían —lo que pensaba de aquella reunión, la sensación de desesperación que le había inducido a organizarla y su temor de que pudiera tratarse de un proyecto descabellado.

—… No obstante —prosiguió Hoffman—, usted gana, como siempre. Quería usted doce y serán doce, el mismo número que los apóstoles. Pero, por el amor de Dios, cámbiele el título. No podemos llamar a un simposio «S. O. S.» y nada más. O incluso es posible que quisiera usted añadirle un punto exclamativo. Carece de dignidad, es sensacionalista, poco académico y apocalíptico; igual podríamos llamarlo «La última Trompeta».

—O «Los Cuatro Jinetes». Eso sugeriría cierta idea de circo.

—Por el amor de Dios, hable en serio por unos momentos. ¿Qué le parecería «Estrategias de Supervivencia»?

—No. Suena a juegos de guerra de computadora acerca de estallidos bélicos y matanzas. Llámelo «Estudios acerca de la Supervivencia».

—Estupendo. Pongamos «Estudios Científicos».

—No sé lo que significa «científico». ¿Y usted? Pongamos simplemente «Estudios».
—Muy bien, pues: Estudios acerca de la supervivencia —anotó Hoffman con un suspiro de conformidad y alivio.

Se produjo una pausa. Hoffman observó que los fuertes y atléticos hombros de Solovief estaban empezando a encorvarse. Y, sin embargo, las mujeres enloquecían por él, incluida la señora Hoffman, ja, ja. Se debía, explicaba ella, a aquel rostro moreno y áspero que le recordaba a los cosacos del Don (Pero ¿qué decir de aquellas bolsas que tenía bajo los ojos?) y a aquella profunda voz con ligero acento ruso (que, decía ella, le recordaba a Chaliapin). Solovief apagó el puro en el cenicero y se levantó para marcharse. Después cambió de idea, volvió a sentarse y preguntó con indiferencia:

—¿Cree usted que merece la pena?

El director le miró asombrado y después estudió atentamente las condiciones en que se hallaba su propio puro.

—Debiera usted saberlo mejor que yo —repuso—. Si cualquier otro me hubiera sugerido reunir a doce sabios (incluso los individuos más sabios en sus respectivos campos) con objeto de elaborar un plan para salvar al mundo, le hubiera dicho que era un chiflado y que se fuera a paseo.

Solovief jugueteó con un lápiz que había sobre el escritorio de Hoffman.

—Quizá me hubiera usted hecho un favor de habérmelo dicho.

—Es posible, pero no es usted un chiflado. ¿Qué perdemos con ello? En el peor de los casos, habrá usted gastado nuestro dinero y su tiempo.

—¿Y en el mejor?

—No me pida esfuerzos de imaginación; carezco de ella. Eso es cosa suya.
Y de esta forma se había iniciado el proyecto.

III
Uno de los rituales aprobados de todos los congresos, conferencias, simposios y seminarios es el coctel de trabar-amistad que se organiza la tarde de la víspera de la inauguración. En este caso, trabar amistad apenas resultaba necesario, porque la mayoría de los presentes se conocían de otras ocasiones. En el programa, el coctel estaba anunciado para las 6 de la tarde y, con la excepción de unos pocos, los participantes empezaron a llegar a la hora exacta. Si se incluían las esposas, el equipo secretarial y algunos observadores representantes de la Academia, había como unas treinta personas incómodamente de pie en el salón, con vasos de whisky o copas de jerez en la mano, intercambiándose reminiscencias de la última vez que se habían visto. Parecía que la mayoría de ellas no se percataban del magnífico panorama alpino que podía contemplarse a través de las puertas de cristales. En aquel estadio inicial, la atmósfera resultaba más bien comedida. Pero todos sabían que, con toda seguridad y casi sin transición, pasaría a ser ruidosa y animada.

—Parecemos un grupo de habitantes de los suburbios saliendo un domingo de la iglesia —le dijo Harriet Epsom a Tony en voz alta—. La culpa la tienen las esposas. No se acerque a las esposas académicas. Constituyen una raza aparte: desaliñadas, ponzoñosas y siempre cansadas. ¿Y de qué, me pregunto yo?
H. E. no daba la impresión ni de desaliñada ni de cansada. Se apoyaba en un pesado bastón cuyo extremo era de goma y lucía una minifalda confeccionada con una tela exótica que dejaba al descubierto un par de muslos formidables que resultaban más fascinantes si cabe gracias a las venas azules que avanzaban sinuosamente entre valles de carne de gallina.

—Mírelas, gastadas y marchitas. ¿Cuál será la causa de que se marchiten así?

—¿Sus maridos, quizá? —preguntó Tony con tono de duda en la voz.

—Ha acertado usted. Pero es que los científicos sienten debilidad por estas pequeñas mártires.

—Ojo con las generalizaciones —dijo una voz a su espalda. Harriet dio un pequeño respingo. Claire Solovief, que había escuchado su última observación, depositó un beso cariñoso sobre la colorada mejilla de Harriet excesivamente cubierta de polvos—. No estoy marchita y no aspiro al martirio —afirmó—. ¿Cómo me describiría usted, Tony?

—Una… encantadora beldad sureña —dijo Tony, ruborizándose, dado que su vocabulario galante era muy limitado.

—Tonto —dijo Claire ligeramente sorprendida y, al mismo tiempo, complacida.
Acababa de doblar la esquina de los cuarenta y estaba tan deslumbrante como en sus mejores tiempos, pero, por desgracia, se había convertido en abuela quince días antes de que abandonaran Harvard. ¿Por qué se había casado con Nikolai a los dieciocho años cuando él le doblaba la edad? ¿Y por qué Clairette, su hija, se había casado también a los dieciocho años con un cirujano que le doblaba la edad? Debía ser un rasgo característico de la familia, pensó; debía estar todo escrito en aquellos pequeños genes.

—Eres como una serpiente entre la hierba…, acechándome de esta manera —dijo Harriet con inesperada amabilidad; sentía predilección por Claire. —Y ahora voy a quitarte al hermano Tony —dijo Claire—. Todavía no conoce a la mayoría de la gente.

Éste había sido, en efecto, el propósito de su intromisión.

—Llévatelo y que te sea leve —dijo Harriet con un bufido—. Pero ojalá pudieras protegerme de Halder.

Sin embargo, no existía protección eficaz alguna contra el profesor Otto von Halder. Con su gran cabellera blanca despeinada agitándose por encima de todas las cabezas, un rey Lear de los pies a la cabeza se les estaba acercando con su inimitable forma de andar, una combinación entre el paso de la oca y el majestuoso avance de un ciervo. No podía evitarse mirarle las piernas: mocasines, calcetines a cuadros escoceses, vello, nudosas rodillas, calzones cortos color kaki, en este orden.

—Hola a todo el mundo —ladró—. ¡Cuando se reúnen los hombres y las montañas, es necesario que sucedan grandes cosas!

Pero entre tanto, gracias a una hábil maniobra, Claire consiguió llevarse a Tony hacia otra dirección, fingiendo no haber visto ni oído acercarse a Halder.

—Bien hecho —dijo Tony cuando ya se encontraban lejos del alcance de éste—. Me he sentido como un buque de vapor remolcado por un remolcador ligero.

—Aprendí esta técnica de papá —dijo Claire—. Era diplomático, si bien su verdadera misión consistía en echar diplomáticamente a la gente que no acababa de marcharse de las recepciones… De todos modos, ya conoce usted a Halder. Es un exhibicionista, aunque no tan tonto como parece; por consiguiente, no se deje influir por su comportamiento de enfant terrible.

—No se trata de eso —dijo Tony—. Pero he leído su obra Homo Homicidus y no estoy de acuerdo con él.

—Nikolai tampoco. Cuidado, ahí viene Valenti; vayámonos hacia otra parte. Ojalá Nikolai no hubiera invitado a Valenti. Hay algo de siniestro en su aire de Valentino y discúlpeme la broma. Y ese pañuelo de seda que lleva en el bolsillo de la chaqueta…
—¿No se dice que es un mago de la neurocirugía, galardonado con un Premio Nobel?
—Lo sé. También es el mayor cazador de Lolitas que vive en la actualidad. Me ataca los nervios.

Acompañó a Tony a la presencia del bajito y rechoncho doctor Wyndham, de enorme cabeza calva y hoyuelos en las mejillas, que estaba escuchando pacientemente lo que le estaba explicando la muchacha de la nuca rasurada.

—Le presento al hermano Tony, que representará al Todopoderoso en nuestro simposio —les interrumpió Claire—. Tony, le presento al doctor Wyndham que, tal como usted sabe, convertirá en genios a nuestros nietos. Y a la doctora Helen Porter, que los salvará de los horrores de las tempranas enseñanzas de lavabo.

—Todas las madres cristianas la bendecirán por sus desvelos —le dijo Tony solemnemente a Helen Porter—. Pero no me había dado cuenta de que teníamos a otra dama en el simposio…, además de la doctora Epsom quiero decir.

—Yo no participo —dijo la doctora Porter—. Harriet me ha traído en calidad de una especie de dama de compañía.

—Pobrecita —dijo Claire—. Es posible que Nikolai se ablande y te permita intervenir en las discusiones de alguna de las sesiones.

—Protesto, protesto y protesto —dijo Horace Wyndham, todo hoyuelos y risitas, extendiendo las manos—. No quiero que me haga pedazos una kleiniana.

—Siempre había deseado conocer a un kleiniano —dijo Tony.

—¿Por qué?

—Porque me gusta la idea de que todos empezamos a vivir siendo paranoicos transformándonos posteriormente en depresivos.

—Eso no tiene demasiada gracia, ¿sabe usted? —dijo Helen, dirigiendo después ostensiblemente la atención a Wyndham—. Estaba usted diciendo hace un momento… Claire y Tony se alejaron.

—Me parece que me han hecho un desaire —dijo Tony alegremente.

—Es una perra. Aunque inteligente… Hola, profesor Burch. ¿Conoce usted…?

—Estaba sentado a mi lado en el autobús —contestó Burch sin excesivo entusiasmo.

—Esa perra kleiniana le acaba de hacer un desaire.

—No sabía que hubiera sido invitada una kleiniana —dijo Burch—. De haberlo sabido, no hubiera tenido más remedio que reconsiderar mi aceptación. Solovief tiene unas ideas de lo más curiosas.

—No la han invitado. Es una especie de compañera de campamento que se ha traído Harriet.

—¿Por qué le desagradan los kleinianos? —preguntó Tony—. ¿Le desagradan éstos en particular o le desagradan todos los freudianos en general?

—No sé que haya diferencia alguna —contestó Burch, mirando por encima de sus medias gafas de montura de oro—, y ello me interesa tan poco como las disputas entre los jansenistas y los jesuitas. Da la casualidad de que soy un científico, y, como tal, me interesa el comportamiento observable. Muéstreme una rebanada del super-yo bajo el microscopio y creeré en su existencia.

—No me importa ni el super-yo ni el complejo de castración —dijo Tony—. Quédese usted con ambas cosas. Pero en sus libros también niega usted la existencia de la mente, ¿no es cierto?

—Puedo observar un fragmento de tejido cerebral bajo el microscopio. Muéstreme un fragmento de mente bajo el microscopio y creeré en su existencia. Si no puede hacerlo, tendré que considerar la existencia de la mente como algo que nada tiene que ver con el cerebro, como una hipótesis gratuita que debe ser eliminada.

—Pero un cerebro no es más que un trozo de materia y, según me dicen, los físicos han desmaterializado la materia convirtiéndola en remolinos de energía y qué sé yo.

—Está repitiendo uno de los argumentos preferidos de los se
militerarios científicos.

Tony cambió de táctica.

—Considere la hipnosis. ¿Le parece que demuestra el poder de la mente sobre la materia?

—La hipnosis es una variación de una técnica científica llamada condicionamiento. Demuestra cambios observables de comportamiento debidos al condicionamiento de las reacciones del sujeto.

—Pero yo he visto que un hipnotizador lograba que desaparecieran en una semana las verrugas del rostro de una anciana. ¿Le parece a usted que una verruga es un comportamiento?

—Desde luego, no considero que una verruga sea un comportamiento y no tengo tiempo para tonterías. ¿Puede usted curarme esto? —preguntó señalando una coriácea excrecencia en forma de lenteja que tenía en el mentón.

—Yo no soy hipnotizador. Pero creo que el hombre que le he citado podría…

—Ya le he dicho que no tengo tiempo para idioteces…

Claire se preguntó cómo era posible que Tony, a pesar de su buen carácter, aceptara de buen grado sufrir otro desaire cuando, afortunadamente, vio acercarse a Nikolai con su gran cabeza cubierta de abundante cabello canoso y gacha como la de un toro que fuera a atacar, aunque con lentitud. ¿Sería «afortunadamente…» la palabra más apropiada? Sabía positivamente —por mucho que tal sugerencia pudiera indignar al profesor Burch— que Niko presentía siempre infaliblemente cuándo le necesitaba ella, tanto si ella se encontraba al otro extremo de un salón abarrotado de gente como escuchando una conferencia al otro lado del Atlántico.
—¿Ya se están peleando? —preguntó apoyando paternalmente la mano sobre el hombro de Tony.

—Tony está intentando convertir al profesor Burch al dualismo cartesiano.

—Antes me mostraría inclinado a creer en la existencia de los hombrecillos verdes de Venus que viajan en teteras volantes que en una mente o alma que no está localizada ni en el espacio ni en el tiempo y que no posee temperatura ni peso mensurables —dijo Burch con acaloramiento.

Con Tony se había mostrado condescendiente; en presencia de Solovief se había hecho agresivo.

—En nuestros laboratorios —dijo Solovief, señalando acusadoramente con el dedo a Burch —manejamos las partículas elementales de la materia, electrones, positrones, neutrinos y todo lo que se quiera, algunas de las cuales carecen de peso, masa y localización precisa en el espacio.

—Todos hemos oído hablar de estos portentos. No ha faltado la publicidad. Pero explíqueme usted qué es lo que demuestra.

—Demuestra que el materialismo es vieux jeux, algo pasado de moda desde hace un siglo. Sólo los psicólogos siguen creyendo en él. Es una situación muy graciosa.
Nosotros sabemos que el comportamiento de un electrón no está determinado completamente por las leyes de la física. Ustedes creen que el comportamiento de un ser humano está determinado completamente por las leyes de la física. La conducta de los electrones no puede predecirse pero, en cambio, la conducta de las personas es predecible. Y a eso le llaman ustedes psicología.

Inclinó la cabeza en dirección a Burch como si fuera duro de oído y no deseara perderse ni una sola palabra de lo que dijera el otro, actitud de cortesía estilo antiguo que ejercía el efecto de poner furiosos a sus interlocutores. Burch no se puso furioso, pero poco le faltó. Contestó con voz quebrada:

—Mi respuesta es que los físicos debieran limitarse a sus propias observaciones, absteniéndose de llegar a espaciosas conclusiones metafísicas.

—La filosofía es demasiado seria para que la dejemos exclusivamente en manos de los filósofos —dijo Solovief meneando suavemente la cabeza cubierta de abundante cabello.

Traducción de M. A. Menini