Octubre-Diciembre 2006, Nueva época Núm.100
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Hemos desbordado los límites de la naturaleza
El mundo enfrenta una crisis en la gestión del agua: Pedro Arrojo


Germán Martínez

Académico activista en la defensa del agua, Pedro Arrojo Agudo es considerado como uno de los personajes centrales que han puesto en el debate y en las propuestas la preservación del vital elemento, sobre todo a partir de la oposición a la construcción de monumentales represas que, lejos de solucionar los problemas de abastecimiento, provocan conflictos sociales, políticos y ecológicos en su entorno.

El catedrático de la Universidad de Zaragoza, España, opina que uno de los retos clave del siglo XXI es, sin duda, el de la sustentabilidad en materia de gestión de aguas. Por esta razón, invita a afrontar el desafío que implica superar el paradigma de dominación de la naturaleza, asumiendo que no se trata tanto de dominar como de entender mejor el orden natural, de forma que podamos generar nuevos modelos de desarrollo que nos permitan mejorar las condiciones de vida actuales sin destruir el futuro de las generaciones venideras.

Por todo ello, el hecho de recuperar la sustentabilidad y la salud de ríos, lagos y humedales, además de constituir un reto ético de cara a las generaciones futuras, está vinculado tanto a la necesidad urgente de garantizar el acceso al agua potable como un derecho humano, como a la lucha contra el hambre y la pobreza en el mundo.

En entrevista para Gaceta, Arrojo Agudo, quien también ha encabezado campañas para impedir el trasvase de los últimos ríos de flujo libre que quedan en su país, habla con mayor amplitud sobre la grave crisis en la gestión del agua que se vive en el mundo entero, la tendencia del hombre a destruir el medio ambiente, las desventajas que trae consigo la edificación de grandes presas, así como la necesidad de trabajar en conjunto a favor de una nueva cultura del agua.

Por su actividad en defensa y cuidado del agua, usted es considerado un activista con un compromiso profundo. ¿Usted piensa que hemos perdido conciencia para cuidar este elemento?
La hemos perdido en gran medida, en este y muchos otros temas. Nuestra sabiduría popular la hemos dejado invadir y empapar de esa prepotencia que nos da la fe ciega en el desarrollo tecnológico, en esa idea de que con la naturaleza podemos hacer lo que queramos porque siempre que producimos un desastre vendrá una alternativa tecnológica que nos permitirá superar los problemas.

Nuestra sabiduría popular la hemos dejado invadir y empapar de esa prepotencia que nos da la fe ciega en el desarrollo tecnológico, en esa idea de que con la naturaleza podemos hacer lo que queramos porque siempre que producimos un desastre vendrá una alternativa tecnológica que nos permitirá superar los problemas.

En materia de agua, se impusieron desde principios del siglo XX las denominadas “estrategias de oferta”, con la idea de emplear este líquido para cualquier actividad, no sólo para lo básico, sino también para el desarrollo económico. Y el Estado ha aceptado esto cueste lo que cueste, impacte lo que impacte, destruya lo que destruya. Ese pensamiento ha borrado en la conciencia de la mayoría de los seres humanos la certeza de que el planeta es limitado, de que los ecosistemas también tienen capacidades limitadas. En ese sentido, con esa doble interacción de la prepotencia tecnológica y de la idea de que “todo es posible”, creo que hemos desbordado los límites de la naturaleza, hemos roto la sustentabilidad de los ecosistemas y afrontamos una grave crisis en la gestión de aguas no sólo en México, sino en el mundo entero.

Quizá le estamos dando valor a cuestiones superficiales por la ganancia inmediata, por el bienestar rápido, y no pensamos en nuestra vida a largo plazo. Tal vez en esa predilección por la prepotencia tecnológica o por la acumulación de capital es donde surge ese descuido ante la naturaleza.

Estamos en un momento en el que la capacidad de destruir el medio ambiente es tan potente que, por primera vez en la historia, el planeta nos ha quedado pequeño. Los mares resultan insuficientes, la atmósfera también es limitada y, de pronto, lo que era abundante en el considerado planeta azul, el agua, la hemos hecho escasa, sobre todo para las generaciones futuras.

Por lo tanto, aparece un nuevo componente ético que está a debate para incorporarlo en nuestra cultura con nuestras propias normas de comportamiento. Sin embargo, hay otra cuestión que hemos desenfocado y es la materia de gestión de agua. Los valores en juego no son simplemente económicos. Hemos priorizado de tal manera el uso económico del agua a corto plazo que hemos perdido de vista los otros componentes de valor, en muchas ocasiones más sustanciales, como es el acceso al agua potable como un derecho humano básico o el acceso a los servicios ciudadanos, los servicios domiciliarios de agua y saneamiento, es decir, el derecho humano al agua.

La Organización de las Naciones Unidas propone que el promedio de consumo para cada persona debe ser de entre 30 y 40 litros al día. Pero no es problema de cantidades; de qué nos sirven los promedios si puede haber mil 200 millones de personas sin acceso al derecho humano al agua. De repente, tenemos conflictos en las ciudades, lo cual significa que hemos ordenado mal las prioridades, hemos puesto por delante el derecho a contaminar, a consumir agua para actividades económicas, y eso es un gran error. De ahí la necesidad de producir una nueva ética en la gestión de aguas que distinga valores, funciones y derechos, que exija y priorice de manera estricta los valores ligados a los derechos ciudadanos por encima del derecho a ser más ricos.

Pero ya ve lo que sucede: el que tiene más quiere más, y hemos visto que se empieza a privatizar la naturaleza, en este caso el agua; de hecho, hay quien acumula bienes naturales, adquiere bosques, playas y ahora agua. En este caso, vamos a pensar en las presas, y aquí nace un movimiento importante, el cual usted encabeza, relacionado con la reflexión de la construcción y el uso de las presas. Platíquenos de esa experiencia.
Aquí hay que distinguir dos planos que, aunque se conectan, son diferentes. Por un lado, está el tema de las empresas privatizadoras que ejercen desde una década bajo el perfil del Banco Mundial y la Organización Mundial del Comercio. Es una línea neoliberal muy grave que no sólo afecta el tema del agua, sino todo el ámbito de los recursos naturales y, muy especialmente, los servicios públicos básicos, entre ellos el servicio de agua y saneamiento en las grandes ciudades.

El Banco Mundial, por ejemplo, no presiona para que se privatice el agua en el medio rural, porque ahí no hay negocio; eso queda al margen de la ambición de los grandes movimientos de mercado y de capital. Éste es un tema muy grave por una razón: el mercado sirve para lo que sirve y tiene sensibilidad para lo que tiene sensibilidad y no para otras cosas, es decir, no se ocupa del derecho humano al agua, que tiene que ver con el saneamiento, el acceso a las fuentes públicas, las plazas, las calles.

Ahí el mercado no es sensible, no es una buena herramienta para gestionar este tipo de valores que, como decía Aristóteles, se mueven en el ámbito de la res publica, de la cosa pública. Por tanto, la modernización de los servicios públicos del agua no se va a resolver con la privatización, como se ha comprobado en Argentina (después de 15 años de privatización, se ha vuelto a la función pública), en Bolivia, en Brasil, en Uruguay, donde se ha generado este tipo de reacciones.

Lo que propone el Banco Mundial es transformar a los ciudadanos en clientes, y si tengo una buena tarjeta Visa, una cuenta bancaria, probablemente no notaré la diferencia, pero si soy pobre o tengo escasez económica se me excluirá de los servicios básicos como el agua, el saneamiento domiciliario, la educación, el transporte elemental… y esas cuestiones se deben mantener en el ámbito de la res publica y de la gestión pública. Sin embargo, por desgracia, tenemos una gestión pública burocrática, ineficiente, corrupta… y es ahí donde nuestro papel no es reivindicar lo público frente a lo privado, sino criticar lo público que tenemos, pero no para pedir lo privado y buscar nuevos modelos participativos, sino para que aquello mejore.

Estamos en un momento en el que la capacidad de destruir el medio ambiente es tan potente que, por primera vez en la historia, el planeta nos ha quedado pequeño. Los mares resultan insuficientes, la atmósfera también es limitada y, de pronto, lo que era abundante en el considerado planeta azul, el agua, la hemos hecho escasa, sobre todo
para las generaciones futuras.

La otra cuestión que está conectada, pero que es un plano diferente, es el problema de las grandes represas construidas en el siglo XX, las cuales se impusieron con gran consenso social y técnico a través de la llamada “estrategia de oferta”, basada en grandes obras hidráulicas. Como todo en la vida, ese enfoque social y político tuvo su razón de ser atendiendo problemas de manera sustanciosa, pero con el tiempo entró en contradicciones y envejeció como alternativa. En el último cuarto del siglo XX, entraron en crisis los modelos de gestión hidráulica –basados en la gran obra hidráulica– por tres causas.

La primera es por razones económicas: las represas empezaron a no ser rentables para los países, incluso, asumiendo periodos de amortización a largo plazo de 40 o 50 años. La segunda, porque provocan impactos sociales impresionantes, sobre todo en poblaciones afectadas, como pasa en La Parota o en otras zonas de México, como sucede también en España y en otros lugares del mundo. La tercera, porque causan problemas ambientales con la construcción de las presas, dado que esta actividad afecta los ecosistemas fluviales y los ecosistemas conectados.

Cuando se conocen esas tres razones, las grandes represas empiezan a ser una tecnología anticuada que puede interesar a unos pocos, siempre y cuando el dinero público pague la obra para que luego el interés se centre en la correspondiente empresa hidroeléctrica o en una maniobra especulativa con las aguas reguladas. Ciertamente, puede haber ventajas, pero el balance global de costes y beneficios económicos, sociales y ambientales tiende a ser negativo, razón por la cual, desde hace 30 años, en Estados Unidos la construcción de represas se mira con cierta prudencia.

En Europa empieza a suceder lo mismo; de hecho, en España el gran debate desde finales del siglo pasado ha sido, justamente, si debemos seguir por ese camino de la gestión de la oferta basada en la gran obra hidráulica o si debemos entrar en el camino de la buena gestión de la demanda del ahorro, de la modernización de nuevas tecnologías y de conservación de nuestras propias fábricas naturales de agua, que son los ecosistemas acuáticos, los ríos, los acuíferos, los lagos, los humedales.

A pesar de los impactos que provocan, las represas que se construyen son un trabajo de ingeniería fenomenal, tanto que se consideran como maravillas del mundo.
Eso es indudable. Muchas represas, en verdad, son obras monumentales. Pero de la misma manera uno queda impresionado por la capacidad de ingenio y de brutalidad de la bomba atómica, una gran construcción, pero también una gran destrucción. Con las grandes presas hemos resuelto importantísimos problemas y hemos abordado cuestiones muy positivas.

No estoy en contra, simplemente hemos empezado a ser conscientes de los enormes impactos que se producen en las poblaciones –el vivir en tu casa, en tu territorio, es un derecho humano– y en los ríos y las pesquerías. Por ejemplo, en América Latina, la pesca fluvial es la proteína de los pobres, y las represas han acabado con los peces; también se ha roto, en muchos casos, el régimen fluvial que alimentaba acuíferos importantes en tiempos de sequía y se han colapsado los flujos sedimentarios que pasan a colmatar las represas. Luego aparecen los problemas en los deltas al final de los ríos, que antes eran fértiles y ahora son desérticos.

Basta recordar que el delta del río Colorado se arruinó por las inmensas represas norteamericanas y por los grandes transvases a Los Ángeles, por lo tanto, lo que eran las huertas más ricas de México, incluso en el periodo antes de la llegada de los españoles, se salinizó y se colapsó, al tiempo que desapareció la pesca en el Mar de Cortés a raíz de todas estas cuestiones.

Todo ese impacto lo desconocíamos, pero ahora empezamos a estar más conscientes de ello. La naturaleza está organizada de manera compleja y no podemos atropellarla a nuestro antojo en función de intereses de corto plazo. Por esa razón, la nueva ley europea del agua cuida la gestión de cuencas sostenibles integrando no sólo a los ríos y sus entornos, sino también a los deltas, estuarios y litorales marinos. Estos valores en juego tienen que ser tomados en cuenta a la hora de pensar en la necesidad de una nueva represa. En Estados Unidos, Europa, Australia y Sudáfrica saben ya que no es razonable resolver los problemas construyendo grandes represas, por lo que han considerado alternativas tecnológicas que en la última década se han abierto camino, como la desalación, la ósmosis inversa y la reutilización, entre muchas otras técnicas. Ahí tenemos todo un camino por recorrer de racionalidad y eficiencia en el uso del agua, que debe ser prioritario y mucho más razonable que seguir construyendo, a veces de manera absurda, nuevas represas.

Los valores en juego en materia de agua no son sólo económicos. Hemos priorizado de tal manera el uso económico del agua a corto plazo que hemos perdido de vista otros componentes de valor, en muchas ocasiones más sustanciales, como es el acceso al agua potable como un derecho humano básico o el acceso a los servicios ciudadanos, los servicios domiciliarios de agua y saneamiento.

Ante la necesidad de buscar y usar nuevos mecanismos para facilitar nuestros servicios básicos, usted ha estado trabajando en la nueva cultura del agua; de hecho, hay una fundación que dirige y que se llama así. ¿Qué debe comprender esta nueva cultura del agua?
Cuando decimos que afrontamos una crisis en el modelo de gestión de aguas en el mundo, nos referimos a que no sólo hay que cambiar las técnicas o las políticas a corto plazo o mejorar las instituciones –todo eso hay que hacerlo, sin duda alguna–, pues el diagnóstico de crisis es tan profundo que afecta a un juego de valores y prioridades. Por lo tanto, debe ser caracterizado como una crisis que tiene que ser superada mediante un cambio cultural.

En el fondo, la cultura del agua es la nueva cultura de la sustentabilidad, la cual debe tener en consideración el valor que supone nuestro entorno natural. Y es que pensamos que el agua nace de la llave o que la leche nace de una tetrapack, y ¡no!, la leche nace de la teta de una vaca o de una cabra y el agua viene de un río, de un ecosistema y de un ciclo natural del agua que hemos olvidado en nuestra cultura. En ese sentido, estamos destruyendo las bases de la vida en nuestra propia casa, estamos arruinando nuestro hábitat. Tenemos que cambiar, ser conscientes de los valores en juego.

El agua tiene sus propias capacidades de regeneración; un río vivo es una depuradora natural que trabaja gratis para nosotros, por lo que no debemos matar la vida de este recurso.

Hay otro elemento cultural fundamental que es introducir una nueva ética de la gestión del agua. Una vez que hayamos garantizado, en su caso, la sustentabilidad de un sistema, debemos tener en cuenta que dicho líquido tiene usos muy diferentes y que debemos saber situar en los niveles de prioridad ética las categorías de valor ético que corresponden. No podemos seguir priorizando el agua-economía sobre el agua-ciudadanía, el agua-vida o el agua-derecho humano.
Al distinguir esos valores éticos, tendríamos que garantizar, en primer lugar, el acceso al derecho humano de los 30 o 40 litros diarios de agua potable por persona; en segundo lugar, el agua-ciudadanía con servicios públicos de agua domiciliaria, de saneamiento domiciliario, que debe hacerse bajo un modelo de gestión pública participativa, y poner un freno a la privatización; en tercer lugar, el agua-economía, es decir, ahí hay que tener un rigor económico y pagar lo que cuesta al Estado el llevar el agua. En el último nivel tenemos que hacer leyes adecuadas y que los tribunales las hagan cumplir, así como evitar radicalmente el tipo de usos que rompen los ecosistemas y que son auténticos crímenes contra la sociedad, mismos que deben ser evitados y castigados, en caso de que se produzcan.

¿Cómo podemos hacer llegar esas ideas a la sociedad para que toda esa conciencia permee y sea irrigada para crear la nueva cultura del agua?
Como tantas cosas que tenemos que hacer en la sociedad, con cambios profundos, no hay más remedio. Que sea la gente más afectada la que genere un movimiento que luego llegue al corazón, al sentimiento y entendimiento del conjunto de la sociedad.

Ya hay fuertes movimientos en América Latina y en el mundo entero frente a represas que ponen en entredicho derechos humanos básicos. Aquí tienen el caso de La Parota.

He visto, incluso, a personas que han sido asesinadas por defenderse solamente. No piden nada, no exigen dinero público; simplemente solicitan que les dejen vivir en su pueblo, su tierra, su casa. Hay movimientos potentes en el mundo y otros que se han organizado como alerta frente a los procesos de las presiones privatizadoras.

Hay toda una red de movimientos sociales en América Latina que han llevado a movilizaciones masivas, como en Bolivia y su caso de la guerra del agua en Cochabamba. Todos esos movimientos deben de convergir. Justamente, el primer evento latinoamericano por una nueva cultura del agua que organizamos en Fortaleza, Brasil, fue para que se encontraran esos movimientos, para que no queden aislados, sino que se potencien mutuamente.

Otro componente que hay que añadir es el de la comunidad académica sensible con un compromiso ético social. En la Fundación de una Nueva Cultura del Agua que presido, hemos logrado el apoyo de 70 universidades españolas y portuguesas.
Desde ahí hemos dado nuestra contribución a los movimientos sociales y se han producido sinergias muy positivas. El hecho de que la universidad se encuentre con los movimientos sociales y aporte soluciones de alternativa puede ser positivo para la sociedad, sin la necesidad de destruir el ecosistema ni la vida de las personas. Los movimientos están necesitados de solución, y los sectores académicos prestigiosos pueden aportar esas soluciones.

Un último componente para considerar es el sector educativo. Éste es un reto que vamos a ganar en el mediano plazo. Son los niños los que heredan nuestra insensatez y también nuestros aciertos; en ellos va a residir el motor del cambio cultural definitivo. Con esos componentes colectivos se producen fenómenos de apertura de la sociedad muy potentes, que han llevado, incluso, a cambiar gobiernos.

¿Qué le parece esta unión de elementos que se da en la Feria Internacional del Libro Universitarios entre textos, foros académicos y el tema del agua?
Óptimo. La reivindicación del libro es la reivindicación de la sabiduría, de los espacios de cultura que a veces se nos niegan en la caja tonta que es la televisión. Aquí hay una buena convergencia. Los académicos bajamos al barro del debate social y ciudadano y discutimos temas polémicos y problemáticos como es el de gestión de aguas. El que se unan los temas libro y agua en esta feria me parece, pues, un acierto.

¿Para usted qué significa haber obtenido la Medalla al Mérito Universidad Veracruzana?
Es un honor que resultó inesperado. No tenía ni noticias de que estaba propuesto. A nadie le amarga un dulce, así es que este reconocimiento tiene un sabor y un significado muy especiales, sobre todo porque viene de América Latina, que es para mí un continente amado, y porque procede de la comunidad académica. Y es que a menudo nos encerramos en esa torre de marfil y es raro que la institución universitaria baje al barro del debate social, como dije con anterioridad.
Ciertamente, el tema de gestión de aguas es muy conflictivo, y yo me alegro mucho y me parece excelente que la Universidad Veracruzana entreabra y promueva dicho debate.