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Desde
mis inicios en la fotografía tuve cierta preferencia por
la naturaleza. Esta predilección la adquirí en casa
a partir del jardín que existía en ella y al cuidado
que siempre le dieron mis padres. A partir de mi niñez aprendí
de ellos que un árbol no ensucia el piso cuando sus hojas
caen al suelo vencidas por el paso del tiempo, sino que lo embellece.
También gracias a ellos existieron esos paseos dominicales
al campo y al mar. Eso me enseñó a ver la naturaleza
con un valor moral.
Desde entonces, veo la naturaleza con ojos de mirón, de huésped
o veraneante. Estando en ella, siento su transformación continua,
de día y de noche, en el gran ir y venir de las estaciones.
La pesadez de la montaña y la dureza de la roca primitiva,
el contenido crecer de los árboles, el murmullo del arroyo
en la noche, la sencillez de sus llanos… todo se apiña,
agolpa y vibra a través de la existencia diaria.
Dado que el hombre no está preso en sus paisajes, en su relación
con ellos se establece una expresión de libertad y, con ésta,
se adquiere responsabilidad, por lo que en nuestro diálogo
con el mundo, con el paisaje, hay una cuestión moral. Todos
nos enriquecemos con el espectáculo de la naturaleza, los
grandes paisajes y la vida animal.
Hasta hace unas cuantas décadas, la tradición filosófica
occidental negaba cualquier valor moral a todo aquello que no fuera
humano, y en ningún caso estaba dispuesta a aceptar que un
bosque, un glaciar, un río o una pradera tuviera valor por
sí mismo, no por estar al servicio o disposición del
ser humano, sino por su mera existencia, y por lo tanto, que tuviera
una justificación ética en su protección.
García Cabrera, pintor español, dice: "Estudiemos
al hombre en función del paisaje. Y un arte en función
de este hombre." Es por eso que por medio de mis imágenes
he intentado generar un respeto hacia la naturaleza.
Sin duda, es deseable un incremento de la conciencia paisajista
que lleve a una demanda social de derecho al paisaje; un aumento
de la cultura paisajista que reclame una relación con paisajes
cuidados, atendidos, conservados como un derecho. La estima de los
paisajes es un modo de manifestar la autoestima. Es posible, incluso,
que una parte del movimiento conservacionista no haya aún
incluido suficientemente el concepto de paisaje, pero siempre que
se establece una protección se ubica en un lugar y pertenece
a un paisaje. La valoración de los paisajes radicada en sus
caracteres formales, en su papel de escenarios vitales, enriquece
la concepción de ecosistema o la de conjunto monumental.
No hay paisaje sin hombre porque la ubicuidad humana ha llevado
nuestra huella hasta casi todos los lugares y porque únicamente
la mirada del hombre cualifica como "paisaje", vuelve
paisaje lo que naturalmente era sólo territorio. Y no hay
hombre sin paisaje, porque estamos hechos de él, en reciprocidad
vital. Por todo ello, los paisajes poseen capacidad civilizadora
de retorno, en la que intervienen los efectos de la contemplación
y la vivencia directa de sus componentes valiosos.
También participan en este papel civilizador las imágenes
de los paisajes construidas por sus representaciones culturales,
las que lo traducen y cualifican, las que nos hacen ver, las educadoras
de las miradas, las que dotan de nuevos sentidos a los lugares,
las tramas y las formas geográficas.
El paisaje no es, pues, sólo la apariencia del territorio,
no es sólo una figuración, sino una configuración.
Tiene cuerpo, volumen, peso: es una forma. Los paisajes son, efectivamente,
los rostros de la tierra, la faz de los hechos geográficos.
Por ello, el paisaje debería ser entendido en la relación
entre norma, forma y espacialidad. Pero tampoco es sólo una
configuración, sino su figuración.
Siempre he fotografiado la naturaleza con una preferencia instintiva
hacia el agua, con respeto y misticismo, debido a que es en buena
parte nuestra creadora y nuestro todo. El agua está en muchos
lugares: en las nubes, en los ríos, en la nieve y en el mar.
También está donde no la podemos ver, como en el aire
mismo y bajo la tierra; además, cambia de un lugar a otro.
El agua, al mismo tiempo que constituye el líquido
más abundante en la Tierra, representa un recurso natural
muy importante y la base de toda forma de vida. El agua es necesaria
para la vida del hombre, los animales y las plantas; es parte importante
de la riqueza de un país, por lo que debemos aprender a cuidarla.
Después del aire, el agua es el elemento más indispensable
para la existencia del hombre. Por eso es preocupante que su obtención
y conservación se esté convirtiendo en un problema
crucial; por ello, debemos seguir actuando. Dada la importancia
de este elemento para la vida de todos los seres vivos, y debido
al aumento de las necesidades del mismo, el hombre está en
la obligación de proteger este recurso y evitar toda influencia
nociva sobre las fuentes del preciado líquido.
El agua ha sido importante en nuestro planeta desde que se inició
la vida, lo cual se refleja en la historia. En nuestro país,
antes de que llegaran los españoles, los indígenas
adoraban a Tlaloc y a Chac, dioses viejos, dioses de la lluvia,
indispensables para que el agua no escaseara. Los nahuas creían
que los niños eran un regalo de los dioses y que, antes de
ser niños, nadaban en el agua en forma de pececitos de jade.
Por su parte, los antiguos griegos consideraban que el agua era
uno de los cuatro elementos básicos del universo. Esta creencia
viajó por todo el mundo durante siglos sin perder fuerza.
Hoy, los científicos afirman que el agua existió desde
la formación de la Tierra y que en los océanos se
originó la vida.
El agua siempre ha estado presente en mitos o leyendas, en una cascada,
en la cotidianidad, y ha servido para calmar la sed o para ayudar
a trasladar de un lugar a otro al hombre. Pero, más que ser
famosa, el agua es una "estrella" de actualidad, porque
ahora se saben más detalles sobre ella que son vitales para
que nuestro planeta siga funcionando.
Y cuenta la leyenda que: "La Madre Tierra sufría, pues
sus hermanas las estrellas la maltrataban, así como la Luna,
la más cruel y perversa. La Tierra lloraba en silencio y
sus lágrimas dolorosas, la recorrían bravías
formando mares y cascadas. Pero un buen día, el Padre Sol
encontró a la Tierra y se enamoró de ella, la colmó
de dones y la llenó de dulzura, y desde entonces, la envuelve
con su calor y la ilumina. Ahora, la Madre Tierra vive tranquila,
llora pero lo hace de dicha, y sus lágrimas son dulces, suaves,
lágrimas de felicidad que se deslizan por la montaña
y corren por los valles".
Y cuenta la vieja leyenda olmeca que: "El calor amoroso de
nuestro Padre Sol germina en las entrañas de nuestra Madre
Tierra, dando a sus lágrimas el milagroso don de convertirse
en árboles frutales, granos, semillas y delicadas y perfumadas
flores, llevando salud y felicidad a sus amados, a los hijos de
esta mítica Tierra, a los hombres". Y termina con esto
la leyenda: "Se han unido las lágrimas que ha vertido
la tierra, viniendo tumultuosas desde elevadas sierras, con sus
encajes de espuma, suavizando con su roce hasta las más duras
piedras, hasta llegar a la dulce placidez de sus lagos y festejar
el final de su camino, convertidas en niebla, bailando delicadas
danzas en medio de los bosques. Es el más maravilloso regalo
que el Padre Sol y la Madre Tierra nos han dado: el agua."
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