Octubre-Diciembre 2006, Nueva época Núm.100
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De Huida al Norte

Klaus Mann

 

Capítulo primero

El barco estaba detenido desde hacía unos minutos. La gente bajaba agolpada por la estrecha pasarela; abajo, en el muelle, eran recibidos con profusión de saludos, besos y abrazos. Los que llegaban se mezclaban rápidamente con los que estaban esperando, la gente se encontraba con gestos y gritos, y reinaba una gran confusión de voces y risas. También se derramaban lágrimas de felicidad, pues había quienes llevaban largo tiempo en países lejanos y volvían ahora a la patria nórdica. A la general alegría, casi embriagada, que siempre produce la llegada de un vapor, se sumaba el placer de un radiante día de verano. El cielo y el agua eran igualmente azules, el vuelo de las gaviotas, en cuyo agitado plumaje relampagueaba la luz, era de una belleza arrebatadora.

La joven llamada Johanna1 aún no se decidía a abandonar el barco. Estaba en la cubierta y buscaba con los ojos, entre la muchedumbre de abajo, a una amiga que no encontraba. Era probable que Karin ni siquiera hubiera venido, pensaba, y su desilusión era tal que ya no tenía ninguna gana de moverse del lugar. Pero entonces descubrió a Karin entre los que hacían señas. Tranquila, seria y digna, en medio del gárrulo gentío, quizá ya había descubierto desde hacía tiempo a Johanna entre los pasajeros de la cubierta, pero sólo ahora sonreía, cuando la mirada de Johanna reparaba en ella. Esta suave y seria sonrisa le era muy familiar a Johanna; la conocía desde lejos, y le produjo emoción y bienestar.

Cruzó rápidamente el puente y bajó a la cubierta intermedida por una escalera, le entregó al empleado que estaba a la entrada su billete, y descendió por la inclinada pasarela de desembarque tan deprisa que tropezó y estuvo a punto de caer. Corría como un muchacho que al fin puede salir de la escuela. Su cabello, que ondeaba ahora en su frente, era como el de un muchacho. A cierta distancia uno la hubiera podido confundir con un bachiller. Bajo la falda corta de lino llevaba desnudas las rodillas. Su alegría por dejar aquel barco era enorme. Y no era sólo el barco lo que dejaba tras de sí, al bajar tan atropelladamente y con tanto entusiasmo por la pasarela. En su viva alegría se mezclaba un poco de miedo: ¿qué se iniciaba ahora?
Karin atrapó a la corredora.

—¡Aquí estás! —dijo con una voz algo velada, dulce y profunda. Johanna rodeó con los brazos a Karin y la besó.

—¡Qué amable has sido por venir! —exclamó, todavía abrazándola. Después, ligeramente avergonzada por tal manifestación de ternura, desacostumbrada entre las dos, añadió:

—Podría haber ido a vuestra casa en tren, tenía anotados los enlaces.

Karin preguntó por el equipaje de Johanna. No encontraron un mozo en aquel momento. Había que llevar al control de aduana las dos modestas maletas de mano; Johanna estaba muy desorientada y confusa, y Karin tuvo que encargarse de todo y dirigir las formalidades. A pesar de toda su dulzura e indolencia, era enérgica y hábil. Con el funcionario de la aduana hablaba un idioma totalmente extraño y confuso, y Johanna no concebía que alguna vez pudiera llegar a entenderlo o incluso a expresarse en él. Johanna, torpe y confusa, estaba junto a Karin, que actuaba con decisión y tranquilidad. Por fin despacharon las maletas, y Karin le indicó al mozo el coche al que tenía que llevarlas. Era el mismo automóvil con el que Karin había estado el año pasado en Alemania; una limusina poco llamativa, de cuatro asientos, verde, cubierta de salpicaduras y polvo.

—Todavía el viejo y buen cacharro —dijo Johanna con aprobación mientras subía.
Era magnífico volver a tener junto a sí a Karin al volante. Nadie conducía con mayor seguridad y de forma más fiable que ella. Johanna la contemplaba divertida y admirativamente de reojo; cómo le impresionaba esa actitud indolente y contenida, cómo amaba ese rostro moreno, sensible al tiempo que cerrado, con sus ojos buenos de color indefinido. (¿Eran gris oscuro tirando a castaño? ¿O eran de color castaño claro, a veces con un matiz de azul oscuro?) Johanna ya no sentía su enorme cansancio, su desasosiego y su agotamiento nervioso. La cercanía de Karin la reconfortaba y fortalecía, por lo que no apartaba los ojos de ella y no prestaba atención a la ciudad extranjera por la que la llevaba.

—¿Adónde vamos? —preguntó—. ¿Al hotel?

Karin, al volante, negó con la cabeza.

—Tenemos una casa aquí —dijo.

Johanna no lo sabía.

—¿Una casa en la ciudad? Pero si siempre estáis en la hacienda…

Karin sonrió, siempre sin mirar a Johanna, los ojos fijos en la calzada.

—Sí —dijo—, estamos casi todo el año fuera. La casa suele estar cerrada casi siempre, pero sí que la utilizamos unas cuantas semanas en el invierno… Además, uno cualquiera de nosotros suele venir aquí una vez por semana —añadió, un tanto pensativa, tras una pausa. Johanna, que miraba casi sin interrupción a Karin, como si fuera la única manera de mantenerse en condiciones, miró ahora a la calle. Era un bulevar ancho y luminoso; en aquel instante pasaban junto a una iglesia, cuya sobria pintura blanca como la cal producía un extraño contraste con las formas bizantinas de sus cúpulas. Por lo demás, era la primera vez que Johanna reparaba en lo silenciosa que era la ciudad a pesar del abundante tráfico. Los coches se deslizaban calladamente unos junto a otros. Algo faltaba. Johanna le preguntó a Karin qué era.

—Aquí está prohibido tocar el claxon —le explicó Karin—. Sí, aquí no puede hacerse ninguna señal, cosa muy razonable, porque así hay que conducir con más cuidado.
Ella, sin embargo, conducía bastante deprisa. Ahora se detuvo con brusquedad; estaban en una calle elegante y silenciosa. Había un parque frente a las fachadas de villas y elegantes casas de alquiler. Con gran habilidad, Karin había aparcado de frente al primer intento, perfectamente en paralelo con el bordillo de la acera.
—Qué bien lo he hecho —dijo, y sonrió contenta.

Se bajaron y cruzaron la acera. La calle estaba desierta; solo había una niña ante la casa junto a la que se habían detenido, una niña con ojos de ratón, oscuros y rasgados, que saltaba a la cuerda. Vestía una blusa amarilla chillona y sandalias marrón claro, que hacían un sonido agradable al golpear contra el pavimento.

Johanna le sonrió, pero la niña sólo le devolvió la mirada de forma seria y esquiva.
—Es curioso el aspecto mongoloide que tienen aquí las personas —dijo Johanna a Karin, que entretanto había encontrado ya las llaves de la casa—; esa niña podría pasar perfectamente por china.

—Pero soy japonesa —replicó la pequeña en un berlinés puro, aunque reticente y casi con enfado, con una mueca de enojo.

Johanna se sobresaltó, igual que si un pajarillo hubiera roto a hablar, y además en berlinés, lo que en Johanna no podía despertar ningún buen recuerdo. Karin se rió.
—Es la hija del cónsul general de Japón —dijo, y la niña asintió con seriedad—. La han traído aquí desde Berlín. Vamos, ven.

Karin subía ya los primeros escalones; Johanna volvió a mirar un instante a la pequeña saltadora.

Era una escalera pomposa, agradablemente fría después del calor de fuera. Johanna sólo se dio cuenta de lo opresivo que era el aire de la calle al recibir agradecida el frescor del interior.

—Tenéis calor aquí en el norte —le dijo a Karin, que subía la escalera deprisa, aunque no corriendo, sino con pasos regulares y ágiles.

—En el verano sí —replicó Karin, volviendo la cabeza y sonriendo, sin dejar de subir.
Johanna, que de pronto se sintió cansada, miró una vez más, con admirativo cariño, el paso elástico y ligero de la amiga antes de empezar a subir las escaleras.

Tomó una especie de pequeña carrerilla y dio después grandes zancadas, subiendo siempre los escalones de dos en dos. No había esperado que sus pasos retumbaran de aquel modo (los pasos de Karin eran mucho más silenciosos). No había alfombra sobre los escalones de piedra; era aquello lo que le deba a la amplia y suntuosa escalera el carácter de una cierta insípida vaciedad, de una dejadez todavía noble, pero ya sospechosa: la entrada era como la de un castillo cuyos señores no pudieran ya mantenerlo conforme a su rango; sigue siendo magnífico, pero una falta de comodidad y carácter acogedor que no es posible pasar por alto empieza a traicionar de forma inquietante la cercanía de la decadencia.

La vivienda que la familia utilizaba como alojamiento ocasional en la capital era muy grande. Karin condujo a Johanna por un pasillo y a través de varias habitaciones amplias en las que, cubiertas por sábanas blancas, había sillones, mesas redondas de té, canapés y arañas.

—Este es el salón —explicaba Karin al pasar—. Ese es el comedor. Este de aquí fue el gabinete de trabajo de papá.

En las frías y semioscuras habitaciones olía aún a naftalina y polvo, las celosías estaban echadas. En una habitación —aquella a la que se había referido Karin como antiguo gabinete de estudio de su padre— la rendija de las contraventanas entornadas permitía que entrara un ancho rayo de sol que caía oblicuo a través de la habitación como un reflector amarillo. En su trémula claridad danzaban como insectos las motas de polvo. En la pared situada frente a la ventana aquel rayo caía sobre un cuadro cuyo paisaje animaba de forma sorprendente. Un prado medianamente pintado —en él una muchacha con vestido rojo cuidaba de unas ovejas —se convertía en el único punto vivo, en la única realidad de ese lugar muerto, oníricamente desierto.

Karin abrió una ancha puerta blanca; entraron en una habitación más pequeña en la que había luz.

—Aquí vivo yo —dijo—. Mi habitación era contigua al gabinete de trabajo de papá.
La habitación de Karin estaba arreglada con mucha austeridad: una cama, la cómoda blanca, el armario de espejo, un par de sillas sencillas. Karin se sentó en la cama y se encendió un cigarrillo.

—¿Quieres un té? —preguntó, y sonrió a Johanna—. Puedo hacer rápidamente uno.
Johanna se sentó, sin contestar, junto a ella.

—Estoy terriblemente cansada —dijo, y cerró los ojos.

—¿Del viaje? —inquirió Karin.

Johanna, que no respondió de inmediato, abrió los ojos al cabo de unos segundos, como si hubiera estado a punto de dormirse allí mismo de inmediato, o de perder la conciencia.

—No sólo del viaje —dijo al cabo en un tono como si le costara trabajo admitirlo.
—Ya lo sé —dijo con su voz profunda y delicada Karin. Acarició ligeramente los hombros de Johanna, caídos triste y cansadamente hacia adelante.

Johanna se levantó. “Me voy a echar a llorar”, pensó, y se acercó deprisa hasta la ventana, ante la que se quedó parada. Miró a la pacífica y elegante calle del parque. Con todas sus fuerzas trató de concentrar sus pensamientos en aquella agradable vista. Pero ante los ojos tenía otra cosa. Apretó las manos con dolor.

—¿Fue muy duro? —preguntó Karin desde la cama.

—No hablemos de ello —le contestó Johanna, casi con cólera.

Hacía casi un año que no se veían, y sólo se habían escrito unas pocas cartas en ese tiempo, que para Johanna había sido muy agitado. Pero en ambas quedaba el recuerdo de una amistad grande y firmemente asentada, a pesar de que tal amistad sólo había tenido seis meses para desarrollarse y consolidarse: los seis meses que Karin estudió en Berlín. Había conocido a Johanna en la universidad, donde ésta estudiaba economía política, mientras que Karin se matriculó en historia del arte. Se encontraron en un curso sobre filosofía y se sentaron juntas varias veces —un poco por casualidad, un poco a propósito— antes de hablar la una con la otra. Después empezaron a verse a diario, hasta que Karin tuvo que marcharse precipitadamente al norte al recibir un telegrama. Se trataba de la noticia del accidente mortal de su padre, que lo cambió todo. Johanna acompañó al puerto del norte de Alemania —de donde salían los barcos hacia el norte—a Karin, al principio paralizada por el dolor y luego deshecha en lágrimas. Entonces, en el tren, Karin le habló por primera vez de su familia: de la hacienda en la que vivía, de sus hermanos y de su madre. Hasta entonces no había dicho nada sobre aquello, si acaso una vez, de forma más general, refiriéndose al paisaje amplio y desierto de su país, mencionando a su padre con unas pocas palabras cariñosas. El dolor por esta pérdida fue terrible para ella; aún se dejaba sentir al año siguiente en sus escasas y breves cartas.

Cuando Karin y Johanna se separaron no sabían todavía que el lazo entre ambas se hubiera hecho tan fuerte. Lo notaron al dejar de verse. Pensaban mucho la una en la otra a pesar de que ambas se vieron apartadas y ocupadas por los amargos acontecimientos de su propia vida. Johanna desarrolló, en los meses siguientes a la partida de Karin, una actividad cada vez más decidida, valiente y radical en un ámbito en el que antes sólo había tenido un interés de lo más general y diletante: el político. Ingresó en un grupo de estudiantes comunistas, desempeñó trabajos de propaganda, habló en asambleas; lo que no sólo se debía a su desarrollo interior y a acontecimientos intelectuales, sino sobre todo a la nueva y poderosa relación que la unió con uno de los amigos de su hermano mayor, Georg.

Hasta aquella época se había mantenido apartada del círculo radical e intolerante formado en torno a su hermano mayor, escritor filosófico y activo socialista. Se encontró por primera vez con el periodista, orador y deportista Bruno fuera de ese círculo político. Su amistad con él la aproximó también a sus correligionarios, y con ello a su hermano. Al cabo de unas semanas era en todo una de ellos. Participaba en su trabajo enérgicamente, cada día con mayor dedicación.

De este modo la catástrofe que se abatió sobre su patria en los primeros meses del año siguiente la alcanzó del modo más personal y radical. Su hermano y alguno de sus amigos, entre ellos Bruno, pudieron huir al extranjero; algunos fueron detenidos, otros asesinados. Ella tuvo que mantenerse oculta. La encontraron y volvieron a ponerla en libertad, y aunque no quería marcharse, abandonar su puesto, ya se cernía sobre ella la siguiente detención; fue advertida y tuvo que resolverse a utilizar los papeles falsos que tenía a su disposición; abandonó Alemania. A través de un camarada pudo enviar desde Estocolmo la carta con la que se anunció a Karin.

—No hablemos de ello ahora —dijo Johanna—; ahora no, más tarde.

Karin no siguió inquiriendo. Tocó suavemente desde detrás, con ambas manos, la espalda de Johanna:

—Ahora échate.

Johanna hubo de tenderse en la cama; Karin extendió una manta sobre sus pies y le puso una almohada bajo la cabeza. Se sentó junto a ella.

—Mi hermano Jens está hoy en la ciudad —le dijo—. Es mi hermano pequeño, que está aprendiendo agricultura en la hacienda. Alguien tendrá que hacerlo. Ragnar no aprenderá nunca.

Rió un poco, pero no sonó muy amable.

—¿Dónde está Ragnar? —dijo somnolienta Johanna, que había cerrado los ojos.

—También quería venir a la ciudad —le explicó Karin—, pero ayer volvió a tener un tropiezo con su coche. Se salió un poco a la cuneta, pasa a veces. Es terriblemente cómico conduciendo.

Rió y Johanna rió con ella.

—¿Por qué no va entonces contigo, en tu coche? —le dijo, siempre sin abrir los ojos.

Karin no respondió, sino que se encogió de hombros.
Se levantó y se puso a hacer cosas, primero en el dormitorio, luego en otras habitaciones de la casa, probablemente en la cocina. Johanna oyó tintineos y ruidos sordos; adivinó por los sonidos que Karin preparaba té y ponía pastas en una bandeja. Mientras Karin iba de un lado para otro canturreando suavemente, abriendo allí una alacena, extendiendo aquí un mantel, Johanna mantenía con gran placer los ojos cerrados. No se dormía, pero la sensación era hermosa, como la que precede a un buen sueño. Se sentía maravillosamente protegida en la proximidad de Karin. Existía una seguridad casi misteriosa en todas las palabras y movimientos de Karin, una presencia de ánimo delicada y con una decisión amable, como si nada pudiera afectarla seriamente, y estuviera al amparo de toda confusión gracias a un talismán especial, que actuara de modo silencioso y poderoso.

Mientras bebían té, llamaron a la puerta. Karin se levantó.

—Será Jens —constató—. Sí, quería venir a recogernos.

Salió a abrirle la puerta a su hermano. Se escuchó, apenas hubo entrado, su voz sonora y jovial. Hablaba en sueco con Karin. Johanna, que seguía aún en la cama —Karin le había dejado la taza y el platillo con las pastas en una mesita justo al lado de la almohada—, se levantó para no recibir al hermano de Karin como una enferma. Éste entró riendo y hablando. Tenía un traje de lana suave de color claro, era ancho de espaldas, grueso y alto. Lo primero que observó Johanna en él fue un bigotillo rubio claro cortado a la inglesa. Se movía con una desenvoltura que traicionaba vanidad, y sólo sacó las manos de los bolsillos cuando saludó a Johanna.

—Ésta es mi amigo Johanna —dijo Karin, acariciando el cabello de la amiga con las yemas de los dedos.

—Encantado, me han hablado mucho de usted —dijo Jens, y se inclinó cortésmente.

Su alemán tenía un acento ligeramente americano. En ese momento Johanna sintió por primera vez embarazo ante el hecho de que por su culpa se tuviera que utilizar una lengua extranjera. En la conversación con Karin siempre le había parecido natural, casi nunca le había oído hablar otra cosa que no fuera alemán. Ella misma no sabía sueco, y desde luego no el fantástico idioma del país, que sonaba a magiar, y que por lo demás no era la verdadera lengua materna de Karin y su familia, de origen sueco.

Karin sirvió té a Jens y se sentó junto a Johanna en la cama después de pedir permiso riendo. Era un hombre guapo, y le hubiera gustado a Johanna si sus modos ruidosos no le resultaran un poco irritantes. Además, planteaba demasiadas preguntas directas, un tanto carentes de tacto.

—¿Así que no es un viaje de placer el que ha emprendido, sino que ha huido de Alemania? —preguntó, alegremente.

Johanna le miró sorprendida; encontró la expresión de su rostro de una ingenuidad desarmante. Tenía grandes ojos de color azul claro, algo saltones, con unas cejas ralas y del color del trigo. No era muy agradable que llevara su cabello rubio, que al natural quizá fuera hermoso y rizado, en un peinado a raya atildado y forzado; a los lados y en la nuca se lo habían dejado muy corto con la máquina (en realidad, un peinado alemán, pensó Johanna). Su rostro estaba ligeramente enrojecido, poderoso y virilmente bien formado, con una nariz recta, una boca muy roja y una barbilla enérgica, quizá algo pesada. Cuando volvió a dejar su taza de té en la mesita, Johanna reparó en que tenía los brazos demasiado largos. Johanna le contestó.

—Sí —dijo—, así es, tuve que marcharme.

—¿Tiene usted un pasaporte? —preguntó Jens.

—He venido con un pasaporte falso.

—¿Es usted judía? —Jens lo preguntó con expresión de desconfianza. Karin, que retiraba el servicio de té, soltó una risita. Johanna, sin embargo, mantuvo la seriedad.

—Quizá no soy aria.

—¿Qué significa eso? —preguntó Jens, no con ironía, sino con curiosidad.

—Es algo que no se sabe demasiado bien —le contestó Johanna—. Le puede pasar a cualquiera.

—¿Pero usted habrá sido educada como cristiana? —indagó Jens, con cierta severidad.

Johanna tuvo que admitirlo.

—Entonces es usted cristiana —afirmó Jens.

Johanna dijo, desviando la vista repentinamente, con cansancio y cierta repugnancia:

—Se trata de la raza; de la sangre.

Jens hizo una pequeña pausa respetuosa, mientras parecía reflexionar. Finalmente, dijo con terquedad:

—Pero usted es rubia.

Johanna tuvo que echarse a reír.

—Sí, si se tratara de eso…

—Yo estuve una vez en Alemania —explicó Jens, con lentitud y seriedad—, hace dos años. Estuve en Berlín, Heidelberg y Nuremberg. Es un país muy bello y muy respetable; romántico pero muy respetable. Sí, yo siempre he estado a favor de Alemania. Ragnar siempre ha estado en contra de Alemania —dijo, encogiéndose de hombros—. En cualquier caso —afirmó concluyendo—, todo lo que pasa en Alemania tiene que tener un cierto sentido. En Alemania no ocurre nada sin sentido ni razón.

Johanna no sabía qué replicar; estaba confundida y algo irritada; por otra parte, no se sentía dispuesta a entrar en una discusión con él. Karin salvó la situación. Rápidamente le dijo en sueco unas cuantas frases a su hermano, que sonrió un poco cortado. Luego manifestó que ya era tiempo de salir y dar un pequeño paseo por la ciudad. Jens se volvió extraordinariamente amable, incluso galante. Dijo:
—Siempre me han parecido encantadoras las damas alemanas, también usted es encantadora, señorita Johanna. ¿Puedo llamarla así? —le preguntó cálidamente, mientras la ayudaba a ponerse la chaqueta. Tenía una sonrisa atrayente, casi conmovedora. Sus ojos bondadosos brillaban.

En la escalera preguntó cuánto tiempo pensaba pasar Johanna en este país. Ésta se estremeció; su respuesta fue vaga.

—No lo sé exactamente —dijo—, no mucho tiempo probablemente; quizá no más de una semana. Mis amigos están en París —añadió con cierto apresuramiento huidizo.
Abajo, en la calle (detrás de la limusina en la que habían llegado), había un Ford descapotable, bastante baqueteado pero eficiente. Karin afirmó que no tenía ganas de conducir, así que se decidieron por el Ford, que pertenecía a Jens.

—¿Cada uno de vosotros tiene su coche? —preguntó Johanna mientras subían.
Jens y Karin sonrieron; Jens orgulloso, Karin un poco azorada.

—De lo contrario siempre habría disputas —afirmó.

—Cada uno de nosotros lleva su propia vida —añadió Jens muy digno—. Yo trabajo en una granja ajena para luego poder poner la nuestra en condiciones. Pero ahora quiero enseñarle la ciudad; es una bella ciudad —declaró orgulloso.

Karin se sentó detrás, Johanna delante, junto a Jens, para que éste pudiera enseñarle las cosas notables de la ciudad. Avanzaron bastante deprisa a través del tráfico denso pero silencioso, bajando por unos cuantos bulevares anchos y luminosos y pasando al lado de unas cúpulas de iglesias bizantinas y de un edificio gubernamental muy moderno. Jens le mostró a Johanna unos almacenes, un nuevo edificio del correo de estilo americano, una estatua ecuestre y una librería de la que afirmó que era la mayor de Europa. Johanna observó esta ciudad, la capital extraña de un país extraño, sin un interés precisamente apasionado. Siempre se había imaginado los lejanos centros administrativos de la Rusia zarista de forma parecida a este lugar, con sus plazas demasiado espaciosas, sus edificios representativos oficiales: con un gobernador en abrigo de pieles que habla francés en su salón pero que todos los días ordena repartir golpes de látigo. Johanna dijo algo al respecto a Jens, algo que éste no pareció oír con agrado:

—Sí, en tiempos estuvieron aquí los rusos —dijo—. Los alemanes nos ayudaron entonces contra ellos.2 Los alemanes son los mejores soldados del mundo.

Poco a poco abandonaron la ciudad y llegaron al campo abierto. La carretera, que cruzaba un bosque bajo, seguía siendo ancha y bien pavimentada. Una buena carretera, elogió Johanna, a lo que Jens, despectivo, casi hosco, replicó:

—Aquí, en los aledaños de la ciudad, las carreteras son todavía muy decentes; pero más adentro, en el campo, ¡bah! En Alemania —añadió tras una breve pausa—, ¡allí sí que hay buenas carreteras por todas partes!

De pronto se puso a hablar de la música alemana.

—¡Oh, cómo me gusta! —exclamó entusiasmado.

“En realidad, podría ser americano”, pensó Johanna de pronto. “Tiene la misma ingenuidad enervante pero desarmante de algunos jóvenes americanos.” Jens, entretanto, se esforzaba por cantar algunas melodías alemanas; los resultados dejaban bastante que desear.

—Nie sollst du mich befragen!3 —cantaba retumbante—. Sí, he oído el Lohengrin, en Munich, en los festivales. Me he olvidado de contar que también estuve en Munich. Pero también conozco otra cosa, espere un momento… ¡Es la primavera, es la primavera, es la primavera de Berlín! ¡Sí, ya lo creo que lo es! —exclamó, algo absurdamente, y se rió ruidosamente—. He estado dos años en América —explicó—, y sólo diez días en Alemania. A pesar de eso, Alemania me parece mucho más hermosa. Vi y viví tantas cosas entonces en Alemania. Por ejemplo, una cosa muy rara, en Berlín, cómo se llamaba, La ópera de los tres cuartos,4 un poco cínica, pero también hermosa, y cantaban: Ja, da muss man sich doch einfach hinlegen….5

Volvió a cantar en un tono elevado, con la voz temblorosa, con un sentimiento a medias paródico, a medias verdadero. No le disgustó a Johanna, a pesar de que le encontraba un poco ridículo. Pero su temperamento ingenuo le divertía, y tenía la virtud de poder distraerla agradablemente de sus pensamientos.

Karin, que durante todo el tiempo había callado, dijo repentinamente desde atrás:

—Creo que debemos volver. Johanna tendrá hambre. Vamos a comer.

—Okey —respondió Jens.

Dieron la vuelta.

El hotel a cuyo restaurante fueron a comer tenía también el mismo estilo zarista. Polvoriento y suntuoso, con anchas palmeras algo grises en macetas multicolores, grandes sillones estilo renacimiento, columnas barrocas, angelotes de yeso que amenazaban con precipitarse desde el plafón, y un portero solemne con rígidas patillas blancas y angulosas, que parecían postizas.

Jens seleccionó el menú; hizo que el camarero le informara y en su cara casi había preocupación a causa de su concentrada seriedad. Durante este ceremonial Johanna contemplaba un tapiz que cubría la extensa pared frente a ella. En él se representaba, con profusión de colores y de forma sumamente vívida, una tertulia que, era evidente, se encontraba del mejor humor. Los vestidos de las damas y caballeros indicaban que la escena se desarrollaba alrededor del año l890. En primer plano se encontraba una joven figura femenina con elevado peinado, enormes mangas ahuecadas y un exuberante arranque de los senos, con un burbujeante vaso de champán en alto (en la imagen del tapiz se reflejaba incluso la espuma del champán). Mostraba al espectador un perfil desbordante de alegría pero noble: la nariz griega, la frente muy bien formada bajo el peinado refinado… sin embargo, la boca radiante era casi desagradable en su placer de vivir (el artista del tapiz había empleado aquí sus hilos rojos más fuertes y brillantes). Junto a ella se encontraba un caballero en sus mejores años; llevaba una larga levita negra y patillas morenas, y parecía a punto de iniciar un discurso de mesa, a la vez sensato y divertido.

Todos reían, ligeros y conmovidos. Johanna miraba a este sorprendente tapiz como si viera un mundo extraño, enteramente inexplicable: mitad danza de dioses, mitad casa de fieras. Sentía un interés tan apasionado por todos sus detalles que olvidó incluso reírse de su comicidad.

—Sí, este lugar es curioso —dijo Karin finalmente.

Johanna se sobresaltó.

Trajeron las numerosas fuentes de los entremeses; pescaditos, salchichas, queso, caviar; Jens había pedido además un fuerte licor. Levantaron los pequeños vasos y brindaron. Jens dijo algo sobre la cerveza muniquesa, que aquí sin duda no tenían. Johanna aclaró que no le gustaba beber cerveza. Hablaron sobre clases de vino; después sobre la preparación de platos en los diversos países. Jens volvió a hablar con entusiasmo de algo referente a Berlín, Nuremberg y los festivales de Munich. La conversación pasó al teatro en general, Jens se acordó de diversas representaciones a las que había asistido en el Deutsches Theater6 berlinés y en otros teatros. Johanna mencionó que el célebre director que había estado a la cabeza de este teatro ya no podía trabajar en Alemania, así como tampoco diversos artistas que Jens había recordado con admiración en el curso de la conversación. Jens se enteró de esto con un ligero asombro, sin prestar mayor atención. Karin le dijo un par de frases en sueco, que parecieron ponerle de mal humor, incluso irritarle. Replicó con la voz elevada, y su rostro, acalorado por la degustación de las viandas y el licor, se puso aún más rojo. Se desencadenó entonces una breve, viva y para Johanna incomprensible conversación entre los hermanos.

Finalmente manifestó Jens, tan enfadado que golpeó con el puño en la mesa —no demasiado fuerte, pero de todos modos lo suficiente como para que los vasos tintinearan y les miraran desde algunas mesas vecinas:

—¡Ya eres casi como Ragnar!

Esta frase, dicha en alemán, era lo primero que volvía a entender Johanna. Karin rió:

—Esto no tiene nada que ver con Ragnar, desde luego —dijo.

Después se volvió a Johanna, explicándole:

—Es que en nuestro país también hay disputas políticas, habrás de saber: un partido nacionalista de derecha radical7 desempeña aquí cierto papel, y Jens siente simpatía por él. En casa no puede hablarse del asunto porque si no acabamos siempre discutiendo. Tampoco ahora quería empezar. Lo que le he dicho a Jens era sólo que esa gente no haría aquí las cosas de forma distinta… de forma distinta a como lo han hecho en vuestro país.

—¡Son dos cosas que no pueden compararse! —afirmó vivamente Jens—. Tampoco sé yo si en Alemania el peligro del bolchevismo estaba tan cerca como aquí. Aquí sólo estamos a unas pocas horas de San Petersburgo… de Leningrado, como lo llaman ahora. Tenemos el enemigo en la frontera.

Hablaba con encono.

Johanna tuvo que reírse. Curiosamente, una vez más no sintió ganas de entrar en una discusión, a pesar de que el tema era de enorme interés para ella y a pesar de que estaba mejor informada de lo que suponían los hermanos sobre el movimiento político en cuestión. Sin embargo, notaba que una conversación semejante llevaría lejos y no podría tener ningún resultado. Además, ya empezaba a notar los efectos del alcohol. Tenía la cabeza un poco pesada.

Karin propuso que cambiaran de establecimiento. Jens se retiró discretamente con el maitre de las patillas para pagar la cuenta, lo que Johanna encontró un tanto patriarcal, pero al mismo tiempo divertido y muy gentil. Salieron a la calle: la tarde era caliente y luminosa. Johanna se sorprendió al mirar el reloj y darse cuenta de que eran ya las nueve y media; por la luz hubiera pensado que estaba atardeciendo. Volvieron a subir al coche.

Jens les llevó a un gran local típico con jardín. Desde la calle se pasaba primero a un amplio café en forma de sala en el que ahora había unas pocas personas, sólo unos cuantos que jugaban a las cartas y al ajedrez y gente de edad. Cruzando unas puertas de vidrio abiertas de par en par se pasaba a una espaciosa terraza en la que las mesas estaban muy juntas y casi todas ocupadas. Desde la terraza, bajando unos cuantos escalones, se entraba a un espacioso jardín, en el que también había mesas; al fondo de ese jardín se había construido un teatro, ante un patio de bancos sin respaldos. Desde allí llegaba música; se tocaba una pieza ligera o una opereta. Podían verse unos cuantos personajes con vestidos multicolores, brincando y afanosos como marionetas, que se movían por las lejanas tablas. Una voz de tenor desgranaba lánguidas notas. Johanna estaba muy dispuesta a escucharlas; sin embargo, de pronto fueron ahogadas por la música de la orquestina del baile, que empezó a tocar en la terraza.

Jens había encontrado una mesa cercana a la ruidosa orquestina, pero desde allí había una vista agradable, tanto de la terraza como de los jardines que pululaban de gente, una vista que llegaba hasta el lejano tablado. Se bailaba. Como el gentío resultaba incómodo en la terraza repleta, también se bailaba abajo, en el jardín, sobre la gravilla que había entre las mesas y sillas, a pesar que allí se oían a la vez, en confusión, la música de la terraza y la del teatro. Jens le preguntó a Johanna si tenía ganas de bailar con él.

—En realidad no bailo casi nunca —le contestó, aunque al mismo tiempo se levantó y se dejó conducir por él, cruzando la terraza, al jardín. La melodía que estaban tocando tenía un ritmo de marcha. Jens la seguía con grandes pasos enérgicos; tarareaba entre los dientes, en voz baja, la melodía. Bailaba bien y se encontraba de un humor excelente.

—¡Éstas son las noches claras! —exclamó, jovial.

Johanna no le contestó, sentía un poco de mareo por el baile. No tenía una conciencia muy clara de dónde se encontraba y por qué había venido aquí. Desaparecía lo que tenía tras ella, pero el presente tampoco le resultaba muy claro.
Aquí había un jardín, muchos hombres se movían y se mantenían abrazados. Se bailaba de una forma bastante apasionada, casi indecente; así le parecía a la confusa Johanna. Estaban en un país muy lejano, en algún punto muy al norte. Ciertos acontecimientos terribles y decisivos, que a uno le afectaban de forma tremendamente poderosa, quedaban muy lejos. La mayoría de las personas eran aquí rubias, pero tenían mandíbulas fuertes y prominentes, casi mongólicas; esto les confería una apariencia verdaderamente peculiar.

“Vaya, aquí sí que tienen materia los estudiosos de las razas”, pensó Johanna, y tuvo que echarse a reír. En este momento Jens la apretó con algo más de fuerza contra él; su gran mano cálida se movía por su espalda. La música cesó. Volvieron a subir los escalones de la terraza. Karin recibió a Johanna con una sonrisa dulce, por lo demás leve, muy levemente molesta. Jens quería volver a pedir algo para beber, pero Karin dijo que no, que Johanna no podía aguantar nada más. Johanna asintió: era cierto que ya tenía suficiente. Jens miró a las dos muchachas y riendo, dijo:

—La verdad es que os parecéis. Sí, decididamente tenéis un cierto parecido. Podríais ser hermanas, ¿sabéis?

Se rió ruidosamente. Karin y Johanna se ruborizaron a la vez; el rubor cruzó la frente de Johanna como un vivo calor, las mejillas de Karin enrojecieron con unas manchas de delicado color rosa.

—Sí —dijo Karin—, también en Berlín nos dijeron eso una vez…

Karin y Johanna se miraron durante un segundo a los ojos, con mucha seriedad, inquisitivas, como si cada una buscara su propia imagen especular en la mirada y en el semblante de la otra.

Tenían en común el sensible y delgado óvalo del rostro; también era semejante el bello corte de sus grandes ojos tristes. El delgado semblante de Karin, con el cabello castaño liso y peinado a raya, recordaba a las imágenes de madonnas dulces e inteligentes.

El rostro de Johanna era más fresco y semejante al de un muchacho; su cabello rubio mate, corto, suelto, podía tener reflejos muy claros, lo que no sólo dependía de cómo daba en él la luz: tenía la peculiaridad de poder cambiar de color por sí solo, animándose y apagándose, por así decirlo. Karin tenía una boca delgada y pálida; el dibujo del labio superior era de una exquisita belleza. La boca de Johanna era más ancha, infantil y pesada; los labios eran un poco ásperos y tenían una inclinación a adelantarse, lo que le daba a esta boca joven algo torpe, conmovedor, propio de un escolar. El rasgo menos agraciado del bello y claro rostro de Johanna era la blanda línea del labio inferior, que conducía a una barbilla no muy bien modelada, sin demasiada fuerza de voluntad. La frente clara era muy atractiva, y magnífica la conformación de la parte posterior de la cabeza, que, resaltando amplia y noble, parecía pertenecer a un intrépido y talentoso muchacho.

—Es curioso —dijo Jens—, parecéis al mismo tiempo opuestas y afines; una especie de afinidad inversa…

—¿Bailamos otra vez? —preguntó entonces, y Johanna se levantó.

Volvieron a bailar, al principio en medio del gentío, entre las sillas, pero después Jens fue avanzando hacia un lugar más tranquilo del jardín. Aquí ya no había mesas; el ritmo de la música se hizo menos claro. Jens atraía a Johanna con más fuerza hacia sí; ésta le dejaba hacer, los ojos cerrados, con abandono. Se maravillaba, casi se asustaba, de que la importunidad de Jens no le resultara desagradable.

“Estoy de verdad confusa”, pensaba, “totalmente confusa… tiene que deberse a las nuevas impresiones… también estoy mareada…”. Volvió a abrir los ojos cuando Jens dejó de bailar y se quedó junto a ella. Mantenía el brazo derecho ciñendo sus caderas, mientras que trataba de atraer hacia él la cara de Johanna con la mano izquierda. Johanna sintió su olor a alcohol, nicotina y sudor, notaba su aliento.

“¡Esto está llegando demasiado lejos!”, pensó, se soltó de un tirón y se apartó rápidamente. Callada, colérica, avergonzada, cruzó el jardín, subiendo los escalones hacia la terraza. Jens corrió tras ella. Llegaron al mismo tiempo donde Karin.

Johanna explicó que quería ver aún algo de la opereta que representaban abajo, en el jardín. Bajaron los tres al jardín, pasando al lado de las mesas, y se sentaron en el último de los bancos de madera sin respaldo. Durante algunos minutos Karin, Jens y Johanna observaron la acción que se desarrollaba en el escenario brillantemente iluminado; la música había cesado, llegaron justo a tiempo de escuchar el diálogo entre un joven oficial en un fantástico uniforme de marino y una exuberante dama con un traje de velos oriental. La conversación tenía acentos patéticos; la dama, sobre todo, parecía excitada, se arrodillaba en una postura humillantemente seductora ante el oficial de marina, que le hablaba dominante y despectivo; cejijunto, miraba por encima de ella, severo, hacia el público. La dama del harén que estaba de rodillas llevaba entre los labios (con una coquetería que en vista de tan dramáticas circunstancias estaba fuera de lugar) una rosa, la cual se quitaba siempre que le replicaba al enfadado caballero, pero que, apenas había hablado, volvía a ponerse con cierta pedantería, dejando que se balanceara. Mientras que el dominante caballero se dirigía todavía a ella amenazante, el coro entró de súbito por detrás, en formación. Estaba compuesto por numerosas muchachas que llevaban el mismo vaporoso vestido que la arrodillada, las cabezas envueltas en velos dispuestos como turbantes. Todas elevaron la mano derecha, en la que todas ellas agitaban una rosa roja muy semejante a la que su humillada colega llevaba en la boca. Entonces empezaron a cantar ruidosamente, lo que producía sorpresa y sobresaltaba un poco. El oficial de marina, hombre con nervios de acero, no se daba por aludido de este estruendo repentino; ni siquiera se volvió hacia las damas de cuyas muy abiertas bocas salía estridente la melodía.

Johanna, Karin y Jens empezaron a reírse al mismo tiempo. Un marinero que se sentaba delante se volvió ofendido hacia ellos. Entonces decidieron los tres que ya habían disfrutado bastante de aquel bello espectáculo.

En la calle dijo Jens que de ninguna manera podían volver todavía a casa.

—¡Ahora sí que tenemos que pasarlo bien! —exigió, casi amenazante.

Tenían que encontrar un bar que estuviera abierto toda la noche para seguir bebiendo con calma. Sus ojos azules y saltones tenían un brillo trémulo.

—¡Porque nunca volveremos a encontrarnos siendo tan jóvenes, como se dice en la Hofbräuhaus de Munich! —aclaró, con un movimiento del brazo amplio y muy calculado, pero que falló un tanto torpemente. Sin embargo, Johanna no quería.

—Estoy mortalmente cansada, de verdad.

Jens tuvo que renunciar.

Jens dejó a las dos muchachas ante la casa. Por lo que a él se refería, afirmó que no tenía aún ganas de dormir. Prefería estar mañana temprano en la granja en la que trabajaba; además, el viaje en coche por la noche clara era un placer.

—¡Os visitaré pronto para cuidar de vosotras! —prometió como despedida. Después habló unas cuantas frases en sueco con Karin. Besó la mano de Johanna, pero sin una pasión especial y sin mirarla a los ojos mientras lo hacía.

Cuando Johanna cruzaba tras Karin las oscuras habitaciones de la vivienda con las cortinas cerradas se dio cuenta de que le resultaba difícil poner un pie delante del otro en línea recta. Sentía una inclinación tan fuerte a andar en zigzag que no pudo sino ceder a ella. Por lo demás, avanzaba con la cabeza muy alta, si bien oscilante, a través de las estancias vacías.

En la habitación de Karin se quitó rápidamente la ropa. Lanzó las medias a un rincón y se rió. Después se sentó en la cama de Karin, mirando fijamente ante sí con ojos vidriosos. Entretanto, Karin se ocupaba de prepararle un lecho; canturreando quedamente y sin ocuparse de Johanna, que estaba sentada sin moverse, metió en el dormitorio un sofá que sacó del gabinete. Sacó ropa de cama de un armario, extendió las sábanas y puso el cobertor a una almohada. Cuando todo estuvo listo se sentó junto a Johanna.

—¿Has bebido demasiado, pobrecita? —preguntó, y le puso la mano en la frente.

—Un poco demasiado —confesó Johanna, consciente de su culpa.

El contacto frío de la mano de Karin y el sonido tranquilo de su voz tuvieron la virtud de serenarla casi por completo. Puso su cabeza contra la espalda de Karin y cerró los ojos. Sintió un mareo al hacerlo; pero no tanto como había temido. Karin y Johanna se sentaron algunos minutos sin hablar.

—¿Se propasó Jens? —preguntó Karin finalmente—. Muchas veces, su comportamiento con las chicas no es muy delicado. Por lo demás es un buen muchacho.

De repente, a Johanna le pareció turbador y penoso el recuerdo de que había estado a punto de dejar que Jens la besara. Únicamente dijo:

—¿Propasarse? No… ¿Por qué?

Y añadió, puesto que Karin no contestaba:

—De verdad, es un chico muy agradable.

Apretó la cabeza con más fuerza contra el hombro de Karin, mientras hablaba con una lengua bastante pesada.

—Tienes mucho que contarme —dijo Karin—. Más tarde, con el tiempo.

Había comenzado a acariciar el cabello de Johanna. Acarició también su frente y sus orejas; después dejó la mano sobre la parte posterior de la cabeza de Johanna.

—Sí —dijo Johanna, con los ojos cerrados (hablaba casi como en sueños)—, en realidad no debería hablarse de otra cosa. Sólo de ello. Pero no puedo, Karin… no puedo. Es tan terriblemente difícil —suspiró profundamente—. Para mis padres es también tan terriblemente difícil —añadió con voz somnolienta—. Y para el pobre Georg. Bruno está en París, gracias a Dios. Deberías conocerle…

Karin no tenía la menor idea de quién era Bruno. Continuó acariciando el hermoso cabello de Johanna.

Ésta se abrazó con más fuerza al cuello de Karin.

—Ahora hay momentos —susurró—, ahora hay momentos en los que todo me parece tan absurdo, tan locamente absurdo… Entonces pienso: ¿pero por qué estás aquí? Podrías estar exactamente igual en cualquier otro lugar. Pienso entonces: ¿por qué no permaneciste en Alemania? Te hubieran podido matar en Alemania, quizá hubiera sido eso lo mejor. En esos momentos siento como si me cayera, como si cayera sin parar. Es terrible, sabes… Y escucha —exclamó—, escucha, pronto va a pasar algo terrible para todos nosotros. Estamos indefensos frente a ello… ¡va a llegar! —levantó el rostro aterrado y miró hacia Karin con ojos que parecían ver ya aquello tan terrible que se estaba aproximando: estaban como cegados por su espantoso aspecto.

—¡Ay, Karin, querida Karin! —dijo la pobre Johanna.

Sin embargo, el rostro de Karin estaba velado por una paz incomprensible. Karin juntó su suave y frío semblante con el de Johanna, por el que corrían las lágrimas.

—Pobre querida —dijo—, tenemos que soportarlo. Tocó la mejilla caliente y húmeda de Johanna con sus labios; tocó con sus labios la boca. La atrajo más íntimamente hacia ella. Su abrazo no era ya el dulce gesto de las amigas que por la tarde conversaban en confianza. El abrazo que las mantenía unidas era distinto.

En su camaradería no había antes nada de esto. Pero como ahora estaba ahí y tenía tal fuerza, Johanna, la llorosa, dejó que ocurriera… agradeciendo entre sollozos la infinita ternura con la que Karin puso su cabeza sobre la almohada.

Traducción
de Jesús Alborés