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Katia
Mann refiere en sus Memorias que Arnold Schönberg, refugiado
al igual que la familia Mann en los Estados Unidos, se cruzó
cierto día en la calle con un grupo de estudiantes que, entre
codazos y cuchicheos, parecieron reconocerlo. Cuando estuvo cerca,
el célebre compositor alcanzó a oír: “Es
el padre de Schönberg”. Recordó en seguida que
su hijo acababa de ganar un campeonato universitario de tenis.
Nada parecido cuenta Katia Mann acerca de su primogénito.
Nada. Klaus siempre fue “el hijo de Thomas Mann”. Él
mismo lo dijo con amarga resignación: tener un padre famoso
favorece la carrera de un joven escritor durante los seis primeros
meses; luego será, para siempre, una pesada carga.
Esto no sería tan problemático si sólo estuviera
en juego una carrera literaria. La sombra de un padre genial no
sólo tiene una repercusión social, algunas veces pesa
también sobre la carne, el corazón y el espíritu
del hijo, inclinando la balanza de su destino. Es inevitable. Por
mi parte, nada más puedo explicarme a Klaus a la luz de Thomas…
De la vida de Thomas Mann —pública o privada, lo mismo
da, porque la fama allana la diferencia— lo que más
me impresiona es su desesperante respetabilidad en su condición
de gran burgués. Su vida es un modelo intachable desde cualquier
punto de vista: profesional, político o familiar. Perteneciente
a un antiguo linaje patricio de Lübeck, para sus semejantes
adolecía únicamente de un “defecto”: su
madre era originaria de América del Sur. Menos atrevido que
su padre, Thomas contrajo matrimonio con una bávara y se
estableció en Munich. Para un escritor de genio, estas desviaciones
en el linaje de la burguesía hanseática son más
bien tímidas. Tal vez hay que tener una salud a toda prueba,
ser un marido fiel, un buen padre de seis hijos y un ciudadano ejemplar
para crear un mundo novelesco en el que pululan el incesto, la homosexualidad,
el suicidio, el asesinato y las calamidades del cuerpo: tuberculosis,
cáncer y sífilis. Pero esta premeditada economía,
este cuidadoso equilibrio, ¿no corre el riesgo de romperse
sobre la cabeza del “hijo”, por más que éste
pertenezca también a la estirpe de los escritores?
Así, pongamos por caso el tema del incesto entre hermanos.
En Thomas Mann es una obsesión que aflora ya en 1905 en su
novela corta De la estirpe de Odín y que luego trata en El
elegido, una novela publicada en 1951. Nada en la vida de nuestro
autor parece tener relación con el incesto. Sin embargo,
su esposa Katia Mann tenía un hermano gemelo de nombre Klaus
y, a juzgar por las fotografías existentes, el parecido entre
él y su sobrino homónimo era asombroso. Katia y Klaus
eran tan inseparables que la publicación de De la estirpe
de Odín en la revista Neue Rundschau provocó tal escándalo
que hubo que retirar el número de la circulación.
Klaus Mann era dos años mayor que su hermana Erika. En 1927
hicieron una gira triunfal de conferencias por los Estados Unidos
donde fueron conocidos como “los gemelos Mann”. La crónica
de esta gira, suscrita por ambos, se publicó con el título
de Rundherum: plétora de vitalidad, de impresiones, de descubrimientos,
de aprendizaje. Es envidiable tanta dicha compartida, tanta inteligencia
juvenil. ¡Los gemelos Mann eran una pareja tocada por la gracia!
Al volver de la gira, Erika se casó con el actor Gustav Gründgens,
célebre por su interpretación de Mefisto.
El matrimonio de Erika desgarró a Klaus y, a primera vista,
puede parecer que la novela Mefisto, escrita en 1936 en el destierro,
sólo es un ajuste de cuentas con su odiado rival. De ser
así, el libro no tendría importancia alguna ni hubiera
sido objeto de una serie de reimpresiones y traducciones cuarenta
años después.
¿Hendrik Höfgen es en realidad Gustav Gründgens?
Los sucesores del célebre actor así lo creyeron; y
lo hicieron creer, pues lograron, mediante una demanda, que la novela
fuera prohibida, o sea, lograron depreciar la creación literaria.
La visión que un novelista tiene de sus contemporáneos,
según Thomas Mann, es peculiar y paradójica, fría
y apasionada a la vez. Cierto, hay algo de antropófago en
el novelista, pero justamente el canibalismo no se da sin un estómago
vigoroso que agite, digiera, asimile y transforme. Cierto también:
algo hay de Gründgens en Höfgen, pero el personaje creado
por Klaus Mann excede con mucho este caso particular.
Permítaseme contar ahora una anécdota. Vi actuar a
Gründgens, pero no tuve trato personal con él. Seguí
muy de cerca, sin embargo, a otra figura de su generación,
más comprometido que Gründgens con el Tercer Reich,
el cineasta Veit Harlan. Siempre que releo Mefisto viene a mi recuerdo
el realizador de Le Juif Suss y La Ville dorée, entre otros
filmes. En Harlan me parece ver la misma vitalidad, la seducción,
la ingenuidad taimada de Höfgen, el curioso maridaje entre
una personalidad brillante y un carácter muy endeble; y en
la frase final de la novela, me parece oír de nuevo a Veit
Harlan, durante su juicio como criminal de guerra, alegando en su
favor la impunidad del bufón cortesano.
Más que una crónica —el drama de los intelectuales
alemanes bajo el régimen nazi—, Mefisto es el retrato
magistral de un actor. Hendrik Höfgen posee todas las características
de esa especie singular, dueña de una doble personalidad:
los actores. Genios imponentes sobre el escenario, con un pie en
el mundo imaginario creado por Shakespeare, Molière, Goethe
y demás, con la boca henchida de citas resonantes pero inermes
una vez que cae el telón, indefensos ante esa otra especie,
también engañosa pero no por eso menos temible, la
de los políticos. Aún está por escribirse el
libro sobre las relaciones entre los poderosos y los actores; como
portada podría figurar la caricatura genuina en que Talma
enseña a Bonaparte —ya entonces Napoleón I—
cómo tiene que caminar un emperador.
Mefisto, especie de gozne rechinante entre la realidad (política)
y lo imaginario (teatro), conjuga la sutil y frágil relación
de la vida y la obra referidas. Porque siempre mantuvo la prestancia
y la discresión de un gran burgués nórdico,
Thomas Mann dio rienda suelta en su obra a todos los demonios de
la carne y del espíritu. Klaus Mann no tenía el genio
de su padre; su obra, tan variada, prolífica y brillante,
está más cerca de la crónica que de la creación.
Es de imaginar que su vida resplandeciente, desgarrada, anhelosa,
fue una respuesta a la vida tan ordenada de su padre. Thomas nunca
fue joven. Klaus Mann, en cambio, no podía envejecer. El
suicidio, a los cuarenta y dos años, de este eterno adolescente,
compensa de un modo extraño la tremenda y eficaz madurez
de su padre.
Traducción
de José Luis Rivas. |