Octubre-Diciembre 2006, Nueva época Núm.100
Xalapa • Veracruz • México
Publicación Trimestral


 

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Necesario, promover la lectura en niños y adolescentes

Jorge Vaca Uribe, Martha de Jesús Portilla León y Denise Hernández y Hernández1

En México, el tema de la lectura se ha convertido en una cuestión de Estado. Por eso, asumir el reto que representa decir algo original y significativo resulta un poco difícil, ya que en los últimos lustros se han producido muchos y diversos discursos provenientes de sectores oficiales o no, escolares o no, mediáticos o no sobre el tema. Por supuesto que compartimos muchas de las respuestas que ya se han dado al respecto: es importante promover la lectura porque “abre mundos posibles”, “forma ciudadanos críticos”, “es buena”, “es mejor que la televisión”, “ejercita la imaginación”, “forma personas cultas”, “educa”, “es necesaria para escribir (bien)”, “inflama el espíritu”, etcétera. De todas, hoy preferimos la siguiente:

Viví, miré, leí, sentí, Qué hace ahí el leer, Leyendo se acaba sabiendo casi todo, Yo también leo, Por tanto algo sabrás, Ahora ya no estoy tan segura, Entonces tendrás que leer de otra manera, Cómo, No sirve la misma forma para todos, cada uno inventa la suya, la suya propia, hay quien se pasa la vida entera leyendo sin conseguir ir más allá de la lectura, se quedan pegados a la página, no entienden que las palabras son sólo piedras puestas atravesando la corriente de un río, si están ahí es para que podamos llegar a la otra margen, la otra margen es lo que importa, A no ser, A no ser, qué, A no ser que esos tales ríos no tengan dos orillas sino muchas, que cada persona que lea sea, ella, su propia orilla y que sea suya y sólo suya la orilla a la que tendrá que llegar, Bien observado, dijo Cipriano Algor, una vez más queda demostrado que no les conviene a los viejos discutir con las generaciones nuevas, siempre acaban perdiendo, en fin, hay que reconocer que también aprenden algo,2

Nuestra respuesta personal es simple. Partiremos y trataremos de llegar a ella después de analizar algunos rasgos subyacentes, relativamente ocultos o poco reflexionados acerca del tema, cuya consideración me parece importante siempre que queremos contribuir a promover la lectura de niños y adolescentes: es importante porque se trata de una actividad cognitiva y culturalmente contextualizada que les permite a los niños, y les permitirá a los ciudadanos en quienes se convertirán, satisfacer algunas de sus necesidades durante el resto de su vida. Apenas alcanza el espacio gráfico para justificarla. En el camino propondremos algunas reflexiones a quienes se dedican a promover la lectura de, entre o con niños y jóvenes.

En primer lugar, quisiéramos justificar por qué preferimos caracterizar la lectura como una actividad y no como una habilidad, competencia o capacidad, tal como lo prefiere la mayoría de los especialistas (y quienes no lo son tanto). Resulta que la lectura es un mito:

De la misma manera que, como Wittgenstein lo mostró, jugar (con los errores) no es jugar (fútbol), se puede decir que leer no es leer o que escribir no es escribir.
“La lectura” o “la escritura” son mitos. Existen diferentes formas de lectura que dependen de la naturaleza de los géneros discursivos leídos, de las funciones sociales de esas prácticas (leer para aprenderse algo de memoria, para recordar algo, para informarse, para soñar, etc., son prácticas muy diferentes), lo mismo que de las maneras de leer (lectura continua o discontinua, rápida o lenta, con o sin tomar notas, lectura como actividad principal o secundaria) [...] Nunca podríamos decir “en cualquier circunstancia” en lo que concierne a las prácticas de lectura y escritura de hoy. Creo que existen muy pocas competencias transversales al conjunto de prácticas de lectura y de escritura, porque estas prácticas son co-extensivas al conjunto de las prácticas sociales. 1

Así, pues, visto desde este ángulo, el problema de la promoción de "la lectura" se convierte en el problema de la promoción de cierto tipo de prácticas culturales que persiguen fines concretos y que no están atravesadas transversalmente por una competencia fácilmente definible (habilidad, capacidad, destreza), encapsulada en el individuo. Por cierto, esta práctica es análoga de otras prácticas culturales igualmente valiosas que hay que respetar y promover: la de ver cine, la de ir a museos, la de ver televisión, la de escuchar música y, por qué no, la de reunirse con los amigos.4 Alguien, seguramente, sentirá la tentación de agregar el adjetivo “buen(a)” a esos objetos culturales (es decir, que desearía que se hubiese escrito “buen cine”, “buen teatro”, etcétera), pero sabrá que lo bueno y lo malo son siempre relativos.

La necesidad subyace a la finalidad de la actividad cuya satisfacción busca. En el terreno de la promoción de “la lectura” es muy recurrente el argumento relativo al placer: hay que leer por placer. Bueno, de acuerdo. Y... ¿qué nos proporciona placer?: entender, compartir, imaginar, soñar, comunicarnos, informarnos, resolver problemas prácticos, “cruzar ríos”, mirarnos a nosotros mismos, etcétera. La necesidad es abierta e individual, aunque culturalmente contextualizada. Por eso no hay un texto necesario para todos ni en cada uno de los momentos de la vida. En ciertas circunstancias, podremos ser receptivos a unas obras y no a otras, por eso en ciertos momentos leeremos y en otros no. La lectura puede sufrir intermitencias o fluctuaciones como la práctica del deporte, los viajes, la asistencia al teatro, al cine... Promover prácticas de lectura es, entonces, promover cierto tipo de necesidades, que lo podrán ser sólo en la medida que otras mucho más básicas estén satisfechas: contar con un trabajo estable justamente remunerado, alimentación, educación, salud.

Lo anterior apunta ya a justificar por qué decidimos escribir que “la lectura” es una actividad cognitiva y culturalmente contextualizada: porque lo son también las necesidades, y eso es muy importante. La sociedad crea necesidades, que serán más o menos simples, más o menos utilitarias, más o menos sublimes en relación con la evolución misma de la sociedad y de los niveles de bienestar que procure a sus miembros.

Por otro lado, las necesidades y la autenticidad de las prácticas tienen mucho que ver con los desempeños. Uno de los máximos abusos (al menos discursivos) cometido por los especialistas sobre los jóvenes y los niños es afirmar sin más que “no comprenden lo que leen”. ¿Qué leen? ¿Qué se les puso a leer, en qué contexto y con qué tiempo, con cuál andamiaje conceptual? ¿Qué necesidad, de los jóvenes, resuelve la actividad de leer y responder a los cuestionarios de evaluación? ¿Leen igual, con la misma intensidad y gusto, cuando chatean con sus amigos o amigas, cuando buscan información en Internet que es importante para ellos o cuando, incluso, leen (un clásico de la) literatura porque un amigo se los recomendó o porque se encuentran insertos en una misma “comunidad de interpretación”?

Afirmar que los niños y jóvenes no entienden lo que leen es asegurar que ellos no piensan, que no razonan. Si no comprendieran lo que leen, ¡tampoco podrían entender el mundo en el que viven ni desarrollar todas las prácticas correlativas que la vida supone! Emprender la promoción de prácticas de lectura bajo una mirada u otra puede llevar a desarrollar acciones muy diferentes, con actitudes y énfasis igualmente diferentes.

Rara vez nos detenemos a pensar y analizar con claridad las exigencias subyacentes de los textos, derivadas de sus momentos de producción: ¿Quién escribió? ¿Para qué lo escribió? ¿Con qué palabras lo escribió? Ha sido mil veces demostrado que “la comprensión” (un mito también, en el sentido antes especificado), condición del gozo de un texto, depende mucho más de los “conocimientos previos” que se tengan sobre su contenido que de la nebulosa “habilidad de lectura” que se haya desarrollado. Y los conocimientos que se tienen sobre los infinitos temas potenciales de los textos dependen, en gran medida, de la historia individual que se ha desarrollado en el seno de un ambiente culturalmente pobre, rico o en cualquier punto intermedio (que en Veracruz, desafortunadamente, está siempre más cerca del primer polo).

Falta justificar por qué es importante promover las prácticas de lectura precisamente entre niños y jóvenes. La respuesta corta sería: porque lo que bien se aprende de niño, nunca se olvida. Uno de los estudios más meticulosos que conocemos sobre la adquisición del lenguaje, oral y escrito, fue realizado por Gordon Wells y reportado principalmente en un libro publicado en 1986, The meaning makers, traducido al español con el desafortunado título de Aprender a leer y escribir.5 Se trató de un seguimiento longitudinal de 15 años (que comenzó cuando los niños tenían 1.5 o 2 años, edad en la que se empieza a hablar), que utilizó ingeniosísimas técnicas de muestreo de actividades lingüísticas en los hogares y en la escuela de niños de diferentes grupos socioeconómicos en Bristol, Inglaterra. Dicho seguimeinto llega, entre muchas de sus interesantes conclusiones, a una que es pertinente para responder a esta pregunta:

... crecer en un entorno familiar culto, en el que la lectura y la escritura aparezcan de un modo natural, insertas en las actividades cotidianas de un modo natural, supone una especial ventaja de cara a la educación formal. Y de todas las actividades que caracterizaban a tales hogares, la más importante era, por lo que observamos, la lectura en común de relatos. (p. 234).

Existe, pues, un “círculo virtuoso” entre la familia lectora, la escuela y las prácticas de lectura.6 Lo que es confirmado también con una encuesta francesa que deja ver que las condiciones de contexto son de gran peso en la formación de lectores.7
La respuesta larga tiene que ver con una postura epistemológica y didáctica constructivista: la alfabetización en un sentido amplio es un proceso sin fin. Nunca acaba uno de alfabetizarse, si por eso se entiende no sólo aprender a dibujar las letras, comprender el principio alfabético básico de nuestro sistema de escritura y comprender los diferentes subsistemas ortográficos: el de la separación de palabras (cuyo uso se empieza a ver alterado por las nuevas tecnologías de comunicación escrita), el logográfico, (a / ha / ah; tubo y tuvo), el morfográfico (tubular, tuberculosis, tubería, vs. tuvo, tuvimos), el de la representación del acento (en franco proceso de extinción), el de puntuación (la coma, el punto, el punto y coma, los signos de interrogación), cuyo dominio es dudoso, incluso, en profesores universitarios y reporteros. Alfabetizarse también es aprender a ejercer una gama de prácticas de lectura (y escritura, por cierto) que sean necesarias para la vida de los individuos en su sociedad, así como adquirir los conocimientos lingüísticos concomitantes, como el de las estructuras textuales de diversos géneros, el de los registros de cada uno, etcétera. Siempre habrá prácticas nuevas que debamos enfrentar.

Esa perspectiva, por sí sola, replantea el papel de la universidad en la progresión de la alfabetización, al matizar la suposición de que los estudiantes “ya deben saber” tal o cual cosa. Enseñar los registros lingüísticos propios de nuestras disciplinas, así como todos los aspectos pragmáticos implicados en la producción e interpretación de los textos académicos es nuestra responsabilidad como profesores universitarios y es parte de la alfabetización en ese sentido amplio que hemos mencionado. Actualmente, hay muchos estudios relacionados con el tema de enseñar a leer y escribir en la universidad.8

Desde la perspectiva didáctica, se puede plantear que todos esos conocimientos se adquieren solamente, o al menos se adquieren mejor, en la medida que se los comprenda en el interior mismo de las prácticas para las que son importantes, de la misma manera que el lenguaje oral sólo se adquiere en el seno de prácticas comunicativas en el núcleo familiar: la forma y la función son dos caras de la misma moneda, y no hay monedas de una sola cara, como lo muestra también “el estudio Bristol”.

Aquí hay otro nudo importante: ¿Cuáles son esas prácticas necesarias? ¿Para quiénes son necesarias? ¿En qué sociedad o comunidad? Las encuestas nos dicen (y la prensa nos grita todo el tiempo) que los “grandes lectores”, por cierto en cualquier país, lo son gracias a sus familias, que son “grandes lectoras” y que tienen medios económicos y culturales que transmiten más o menos naturalmente.
Este nudo nos parece muy importante porque suele atribuirse a la escuela (y sobre todo a los maestros) la responsabilidad casi total de formar lectores, pero debemos considerar que “la lectura”, o cualquiera de sus múltiples manifestaciones prácticas, es sobre todo una herencia familiar y social, por hablar en términos muy generales. Razonando en esta dirección, acabar con la pobreza económica y cultural sería la acción más sólida para promover las prácticas de lectura entre niños y jóvenes. ¡Mientras eso sucede, reforcemos a las escuelas y a los maestros!
Puesto que la escuela no puede asumir sola la responsabilidad de “formar lectores” o de alfabetizar en el sentido amplio indicado más arriba, al menos en las pobres condiciones actuales de la escuela pública mexicana (y en particular de la veracruzana), es no sólo fundamental, sino estrictamente necesario colaborar con ella a través del impulso de todas los formas posibles (imaginadas o por imaginar), remediales y preventivas (de ahí que sea importante que la universidad trabaje con los niños y jóvenes que muy probablemente serán sus estudiantes), de promoción de prácticas de lectura, pues es esa escuela la única vía que algunos niños y jóvenes tienen para relacionarse con la cultura escrita. Si ella les falla, todos les fallamos.

Ya argumentada la respuesta, es imperioso extraer, a manera de reflexión final, algunos corolarios acerca de la cuestión:
1. Es necesario promover prácticas de lectura que satisfagan necesidades individuales o colectivas auténticas (es decir, insertas naturalmente en actividades cotidianas de los lectores potenciales), lo cual elimina toda autoridad y todo cliché: sólo en un ambiente colaborativo, de libertad y respeto se pueden promover prácticas de lectura.
2. Lo anterior supone no privilegiar algún género textual respecto de ningún otro. Lo que prima es el lector, sus necesidades y sus gustos, que evolucionarán conforme evolucione la sociedad en la que se desarrolla.
3. Se requiere, además, de muchas voluntades solidarias, contar con recursos para fundar bibliotecas que estén vivas9 (que es muy diferente a contar sólo con acervos en cajas o anaqueles), accesibles por muchas vías (en bibliotecas, por correo, de manera electrónica), para lectores, promotores y maestros, y que puedan responder a la infinita gama de necesidades que surjan en los grupos (círculos, talleres, escuelas, clubes) dedicados, con una u otra organización, a esta tarea.

¡Hay mucho qué hacer, qué adquirir y qué organizar! Sí. Aunque por ahora la SEV, responsable de la educación básica, sea un “tigre de papel” (la expresión se la debemos a nuestro colega Germán Álvarez M., pero la atribución es de Jorge Vaca), esperemos que llegue a ser “un tigre”, a secas. Mientras tanto, hay que apoyar a los niños. Clamar porque la gente lea es también clamar porque la gente, toda la gente, viva en una sociedad justa que le permita tener y satisfacer necesidades cada vez más elevadas, que le permita el tiempo para atender esas necesidades cuya satisfacción requiere un “ocio creativo”.

 
 

NOTAS
1. Miembros del Instituto de Investigaciones en Educación de la Universidad Veracruzana.
2. J. Saramago, La carverna, Santillana de Ediciones Generales, Madrid, 2002, p. 95.
3. B. Lahire, “Usages sociaux de l’écrit et ‘illettrisme’”, en Illettrismes: quels chemins vers l´écrit (F. Andrieux, J. Besse y B. Falaize, coords.), Tournai: Magnard, 1997. El texto completo forma parte de una antología de textos traducidos, coordinada por J. Vaca, que se publicará próximamente en la colección Textos Universitarios, bajo el título El campo de la lectura: caminos, brechas y senderos.
4. Véase, para un sondeo de las prácticas culturales preferidas por los mexicanos, la Encuesta nacional de prácticas y consumo culturales, CONACULTA, 2004.
5. G. Wells, Aprender a leer y escribir, Editorial Laia, Barcelona, 1988.
6. “El número de libros leídos en un año es mayor entre la población más joven y decrece conforme la edad aumenta”, dice la encuesta citada de CONACULTA, p. 89, ¡y nos la pasamos diciendo que los jóvenes no leen!
7. Ch. Baudelot et al., Et pourtant ils lisent... Editions du Seuil, Paris, 1999.
8. P. Carlino, P., Leer y escribir en la universidad, colección Textos en contexto, núm. 7, Lectura y Vida, Buenos Aires, 2004.
9. Véase al respecto: J. Vaca y B. Montiel, “Bibliotecas vivas: experiencia en una escuela rural mexicana”, en Lectura y vida: revista latinoamericana de lectura (septiembre, 2006), núm. 3, año 27, pp. 28-39.