Octubre-Diciembre 2006, Nueva época Núm.100
Xalapa • Veracruz • México
Publicación Trimestral


 

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El Libro y la Universidad

Jorge Medina Viedas*

Desde hace tiempo, por diversas razones, la defensa del libro se ha vuelto un tema recurrente en muchas partes del globo. En tono dramático, se habla de que como medio para abastecer el pensamiento y el espíritu está siendo desplazado del gusto de los jóvenes y del público de todas las edades. Se pone por delante la versión extendida de que los jóvenes “han perdido la costumbre y la afición por la lectura”. Se añade que los padres perdieron el control de la vida de sus hijos y que la televisión se ganó un sitio en la construcción de la atmósfera donde en el pasado se recreaban valores y tradiciones de la familia.

Es fatalmente cierto que las nuevas generaciones empezaron a leer después de que apagaron la televisión. Es verdad también –y ello considérese una paradoja– que el hecho de que los jóvenes estudien y logren una profesión que no tuvieron sus padres, les ha permitido imponerse en el seno de la familia y son ellos quienes marcan una serie de pautas y valores ajenos a la tradición familiar, debilitándola como fuente de educación y formación de las nuevas generaciones.1
Muchas veces se nos dice que los jóvenes de hoy están más informados que antes, que hoy se publican más libros que en el pasado, que la red permite un mayor acceso a la lectura, pero se omite decir que esa copiosa información que hoy circula en la llamada sociedad de la información no siempre tiene el orden ni la calidad que permite el desarrollo de un sentimiento elevado.

En México –país de pocos lectores y de los cuales sólo una pequeña parte son buenos lectores– hay señales de alarma frente a la falta de lectura y el poco desarrollo del libro, porque éste es un fenómeno que revela la distancia que nos separa científica y culturalmente de otras naciones y que tiene como consecuencia la falta de competitividad en el mercado mundial. Y en nuestro caso, además, no se trata de un tema socio-literario. No podemos hablar solamente de la decadencia de la novela o de la debilidad del libro frente a la televisión: nuestro diálogo con los aspectos puntuales de la lectura comprende aspectos económicos, históricos y políticos.

Por razones obvias, no tenemos un país que, a diferencia de otros, cuente con “anclajes mentales” que provengan de autores que nos sirvan de referencia y de guía desde nuestra infancia y en nuestra vida cotidiana. Habrá quienes en el entorno de sus edades tempranas tengan el privilegio de escuchar o leer historias y narraciones universales, lo cual les permite formarse en una tradición intelectual y desarrollar sentimientos elevados, pero son casos de una excepcionalidad notable.
El señalado Allan Bloom reconoce (con cierta exageración) que franceses, alemanes, italianos e ingleses son educados bajo las visiones de Pascal y Descartes, Goethe, Maquiavelo, Dante y Shakesapeare. En efecto, se trata de naciones que cuentan con un piso común de referencias espirituales que los provee de perspectivas de enorme significado para interpretar y enfrentar fenómenos de la vida.

Todas esas visiones, conceptos e ideas que rodean e incitan las mentes infantiles en los países desarrollados están al alcance de la mano, y este bagaje cultural de origen hace mucho más viable el cimiento de sociedades con capacidad de construir instituciones sólidas y a establecerse y consolidarse bajo formas de convivencia que franquean el paso a una vida social más civilizada y tolerable.

No son esas raíces profundas del pensamiento lo único que permite a las sociedades un alto desarrollo material y espiritual, como lo demuestran el surgimiento potente de naciones con menos historia y menos raigambre indígena; pero no hay duda de que la sabiduría, la inteligencia y la razón acercan a las comunidades a los frutos del progreso y a una vida más plena. Naciones desprovistas de esos recursos, por razones de historia e inserción geográfica en el globo, tienen que ir en su búsqueda al lugar en que se encuentran, disponer de ellos, hacerlos nuestros, fundirlos con nuestra naturaleza y nuestra sabiduría autóctona. Y si ya sabemos que el conducto son los libros y su lectura, y si la fuente de nuestros deseos se encuentra en los clásicos de la literatura universal, no tenemos por qué errar el camino si queremos construir una sociedad que permita que surjan un Einstein o un Darwin, o muchos seres superiores como Octavio Paz o Mario Molina.

Siempre he creído en la lectura como el acto de conciencia más revelador y extraordinario. En un texto se encuentra la vida como es, pero también como se imagina y algunas veces como se desea. Estoy seguro que no estoy diciendo algo que no hayan dicho muchos otros sobre la lectura.

Alguna vez Carlos Miguel Prieto, el gran músico mexicano que nació y creció entre las melodías de Mozart y Beethoven, me habló sobre la reacción de los niños cuando escuchan música clásica. Esos infantes que adquieren el hábito de oírla no se convierten en aficionados exclusivos de la música clásica, sino que escuchan también la música popular mexicana o a raperos con la misma atención y placer que a los genios mencionados. Pero lo que Prieto descubre en ellos es que son mejores como seres humanos, y esto quiere decir que son ciudadanos con actitud crítica y, al mismo tiempo, es muy seguro que sean personas solidarias.

Por el contrario, Bloom se lamentaba, en 1987 –un fecha no muy lejana–, de los estudiantes estadounidenses: “Es aterradora –decía– la escasa agudeza psicológica de nuestros estudiantes, porque para decirles cómo son las personas y cuáles son sus motivos, sólo cuentan con la psicología popular". Por su parte, los políticos mexicanos –no sólo los estudiantes o los profesores– a falta de educación recurren a la psicología televisiva. Es frecuente que nuestros flamantes legisladores recurran a expresiones como “ciérrale”, “estás nominado”, “parodiado” o “ventaneado”, consecuencia, precisamente, de esa incapacidad de discernir lo sublime y profundo de la basura seudocultural que ha barrenado hasta lo más hondo los espacios de nuestra vida pública.

La omisión de la lectura –y de la música misma– nos imposibilita conocer los inconmensurables territorios de la literatura de los que habla Sergio Pitol. Cervantino al fin, lo escuché decir que el Quijote encerraba todas las disciplinas del saber: filosofía, derecho, psicología, historia, política, es decir, la vida misma. Esos andares de don Alonso Quijano y Sancho Panza, su fiel escudero, esas lecciones de vida, son desplazados en buena medida –y no únicamente– por esta preeminencia de los medios electrónicos con los cuales los personajes públicos establecen una dependencia ciega, ignorando que esos medios se obstinan en crear una realidad a conveniencia de sus intereses mercantiles.

Una de las manifestaciones de que no somos un país instruido bajo la preeminencia de la lectura se nota claramente en el hecho de que nos hemos dejado atrapar por las prescripciones de un grupo de afinados y agudos comunicadores (mujeres y hombres) que son los encargados de maniobrar la temperatura política nacional. No exagero si digo que en muchos sentidos, y de manera reiterada la televisión, se convierte “en el árbitro del acceso a la existencia social y política”.2 Es evidente, en este entorno, que la problemática educativa del país se ha agravado y se refleja en cuotas educativas y de calidad alarmantes, particularmente en la educación superior, a la que acceden apenas el 22.5 de 100 jóvenes en edad universitaria. Y no es una casualidad que estos problemas se hayan agudizado en estas décadas en las que la televisión y la radio han alcanzado cifras de influencia (y de ganancia) que no se conocían.

Siempre he creído, además, que buena parte de la ausencia de civilidad política, la falta de respeto a las normas de convivencia, el histórico desapego a la legalidad de muchos ciudadanos, así como los comportamientos abominables de nuestras élites, obedecen a la falta de educación y de lectura. Si nuestros políticos –legisladores– desconocen la Constitución y las leyes, es muy probable que haya en ellos un vacío histórico, político y moral de gran tamaño. Habrá, entonces, que pensar en la gravedad de ello, puesto que quien dedicado a esta responsabilidad pública no haya leído un libro de este calado e importancia para el cumplimiento de ella, tal vez algo sabrá de oídas de Maquiavelo, pero es difícil que haya leído a Montesquieu, a Montaigne, a Chateaubriand… mucho menos a Proust. Nunca entenderán el mundo, y eso es un hecho, porque se quedarán en ascuas cuando se les diga que Macbeth, Falstaff, Susana Sanjuán o Anacleto Morones son personajes de la literatura universal que tienen un enorme significado moral.

Ya nos dice Pitol lo que es leer y adonde nos lleva. Leer, dice Pitol en la presentación de la Biblioteca del Universitario, es “uno de los mayores placeres, uno de los grandes dones que nos ha permitido el mundo, no sólo como una distracción, sino también como una permanente construcción y rectificación de nosotros mismos”.

La devoción por el libro y por la lectura tiene relación con los deseos de realización espiritual y moral. A través del libro y de los buenos libros, de los clásicos, accedemos a la naturaleza y la esencia inteligible de las cosas. La lectura nos marca la diferencia. “Es la lectura lo que acaba de hacer al hombre”, afirma Ben Jonson, y si bien hay que reconocer que no lo es todo para el ser humano, que de seguro no nos volverá sabios ni ricos, que tal vez nada se materialice porque buscamos a través de ella la verdad, no hay duda de que nos ayudará a “comprender mejor la realidad más allá del presente” y, es un hecho, nos hará personas más tolerantes, respetuosas y comprensivas de los demás.

Soy un confeso lector tardío de Sergio Pitol, pero en el último año he empezado a recuperarme y tengo sus libros a mi lado. Dicen que es un autor complejo; no me lo ha parecido hasta ahora. Lo que sí puedo decir es que la lectura de sus textos no sólo me ha hecho crecer y fortalecer mi relación con el libro y con la literatura, sino que también he reencontrado esa individualidad que nunca permanece, sino que por momentos a algunos nos resulta inasible. Dice el propio Pitol que “una sociedad que no lee es una sociedad sorda, ciega y muda”. Una juventud alejada de la lectura y del libro producirá irremediablemente una entropía espiritual o una evaporación de la sangre hirviente del alma –si no es que ya estamos en ella–, de la que hablaba Nietzsche.

Vuelvo a repetirlo en palabras llanas: es preferible una juventud y una sociedad que vean la vida a través de Cervantes, de Balzac o de Pitol, que una juventud y una sociedad que la interpreten bajo la influencia de la vulgaridad de los "héroes" de la televisión, que es lo mismo que estar ciegos, sordos y mudos. En esa zona primitiva y desventajosa se encuentra la lucha del libro en nuestro país. Una lucha desventajosa, sin duda, pues es el dinero lo que puede determinar el destino del libro y es evidente que el espíritu de quienes lo poseen expresa otros intereses y lleva a otros destinos. Por ello, su implantación desde las universidades tiene una connotación especial. La Biblioteca del Universitario de la Universidad Veracruzana, así lo entiendo, es una apuesta a evitar ambas cosas: por una parte, la regresión a un pasado ominoso de la sociedad y, por la otra, a impedir que nos convirtamos en una sociedad inope, en una sociedad enmudecida por la ignorancia, la cual es el soporte ideológico de la injusticia.

Con un alto sentido de la política, la Universidad Veracruzana busca pavimentar de libros el camino académico de sus estudiantes y de sus profesores. Por ello, al publicar la Biblioteca del Universitario, libera al libro: es un acto de libertad. Y si libro es una palabra vinculada a libre, como lo infiere Pitol, los estudiantes de esta institución tendrán 52 llaves maestras con las cuales podrán abrir las puertas para llegar al sitio donde se encuentran las revelaciones y las filosofías que les dirán el significado de la vida.

*Asesor del Rector de la Universidad Veracruzana

NOTAS
1. Allan Bloom, El cierre de la mente moderna, Plaza & Janés, Barcelona, 1989.
2. Pierre Bourdieu.