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Uno
de los retos clave del siglo XXI es, sin duda, el de la sostenibilidad
en materia de gestión de aguas. Afrontar este desafío
implica superar el paradigma de dominación de la naturaleza,
asumiendo que no se trata tanto de dominar como de entender mejor
el orden natural, de forma que podamos generar nuevos modelos de
desarrollo que nos permitan mejorar las condiciones de vida presentes
sin destruir el futuro de las generaciones venideras.
Siguiendo esta coherencia, la Directiva Marco de Aguas, el nuevo
marco legal vigente en la Unión Europea (UE), desde el año
2000 promueve pasar de los tradicionales enfoques de gestión
de recurso, que han venido considerando los ríos como puros
canales de H2O, a nuevas estrategias de gestión ecosistémica.
Al igual que entendemos que un bosque no puede ser gestionado como
un simple almacén de madera, se trata de apreciar y gestionar
los valores ambientales, sociales, emocionales y de identidad territorial
que encierran nuestros ríos, lagos y humedales, como ecosistemas
vivos, más allá del valor productivo de los recursos
hídricos que nos suministran.
En España, la derogación por el actual Gobierno de
los grandes trasvases del Ebro, promovidos por el anterior Gobierno,
abre un giro similar al que se produjo en Estados Unidos a mediados
de los ochenta. Este giro pone en cuestión las tradicionales
estrategias de oferta, basadas en el desarrollo de grandes presas
y trasvases, bajo masiva subvención pública, para
pasar a priorizar modernas estrategias de gestión de la demanda
y de conservación de los ecosistemas acuáticos, en
coherencia con la citada Directiva Marco de Aguas.
Con frecuencia se presenta la sostenibilidad como una restricción
al desarrollo que dificulta la lucha contra el hambre y la pobreza.
Este enfoque es erróneo. Una de las líneas clave a
desarrollar en la batalla contra el hambre pasa justamente por preservar
la biodiversidad y la salud de ríos, lagos y humedales. El
desarrollo de grandes presas y trasvases, la desecación y
destrucción de humedales y manglares, junto a la contaminación
sistemática y masiva, a menudo en nombre del desarrollo económico,
vienen degradando la productividad natural de los ecosistemas acuáticos.
Ello ha provocado, de hecho, graves crisis en las pesquerías
de las que depende la alimentación, y en especial la dieta
proteica, de cientos de millones de personas, especialmente en comunidades
pobres.
Por otra parte, más de 1.100 millones de personas no tienen
acceso garantizado a aguas potables, y como consecuencia de ello
10,000 mueren cada día, en su mayoría niños.
Sin embargo, el problema no suele estar en la falta física
de agua; los pueblos se han instalado en las cercanías de
ríos, lagos o zonas donde se puede acceder mediante pozos
a aguas subterráneas. El problema está en la degradación
y contaminación sistemática de esos ecosistemas, lo
que comporta envenenar las aguas de las que dependen la vida y la
salud de comunidades enteras.
Por todo ello, recuperar la sostenibilidad y la salud de ríos,
lagos y humedales, más allá de constituir un reto
ético de cara a las generaciones futuras, está vinculado
a la necesidad urgente de garantizar el acceso al agua potable,
como un derecho humano, así como a la lucha contra el hambre
y la pobreza en el mundo.
Abordar el reto de la sostenibilidad exige una nueva gobernabilidad
participativa en materia de gestión de aguas. Desgraciadamente,
la escasez progresiva de aguas de calidad y las crecientes dificultades
para acceder a aguas potables por parte de las comunidades más
pobres se están viendo agravadas por el modelo de globalización
neoliberal vigente. Desde la coherencia de este modelo, el Banco
Mundial y la Organización Mundial de Comercio vienen forzando
políticas de privatización, tanto del agua como recurso,
como especialmente de los servicios de agua y saneamiento en las
grandes capitales de los países empobrecidos o en desarrollo.
La progresiva "anorexización" de la función
pública, que promueve esas políticas neoliberales,
está llevando a que muchos ayuntamientos "vendan los
muebles" y acaben privatizando servicios públicos tan
básicos como los de agua y saneamiento.
En estas condiciones, las comunidades más pobres ven agravarse
su situación y su futuro. Transformar a los ciudadanos en
clientes margina a los más necesitados, al tiempo que tiende
a degradar la cohesión ciudadana. Ello explica la rebelión
social, ante estos procesos de privatización, que ha surgido
en muchos países, y de forma muy especial en América
Latina.
Por otro lado, las pretendidas ventajas derivadas de la libre competencia
se esfuman en el caso de la privatización de estos servicios
básicos, en la medida que se trata de monopolios naturales.
Tales procesos de privatización, copados por unas pocas transnacionales,
inducen, a lo sumo, una competencia efímera “por el
mercado” (por la concesión) y no “en el mercado”,
para finalmente establecer largas concesiones en régimen
de monopolio privado. De hecho, tales procesos están llevando
a reducir el nivel de competencia en términos reales, al
tiempo que vienen favoreciendo la desvertebración social
e incluso la corrupción, allá donde las estructuras
democráticas son más débiles.
Nos encontramos así en una encrucijada crítica en
la que vienen emergiendo activos movimientos ciudadanos:
· de oposición a grandes presas que inundan pueblos
y destruyen comunidades rurales;
· en defensa de la sostenibilidad de ríos, lagos y
humedales;
· frente a los procesos privatizadores y en pro de nuevos
modelos de gestión pública participativa que garanticen
el acceso al agua potable como un derecho humano.
Hoy es necesaria la convergencia de estos movimientos en torno a
la coherencia de una nueva cultura del agua basada en principios
éticos de sostenibilidad y equidad vinculados a la defensa
de derechos humanos y ciudadanos.
Ello exige reconocer la diversidad de funciones, valores y derechos
en juego, así como su vinculación con categorías
éticas bien diferentes, lejos del enfoque simplista del mercantilismo
neoliberal imperante que tiende a presentar y entender el agua como
un simple input económico. La Declaración Europea
por una Nueva Cultura del Agua, firmada en Madrid por 100 científicos
de los diversos países de la Unión Europea a principios
del año 2005, propone en este sentido cuatro categorías:
· El agua-vida, agua para la vida, en funciones básicas
de supervivencia, tanto de los seres humanos (NNUU propone 30-40
l/persona/día) como de los demás seres vivos en la
naturaleza, que debería ser priorizada de forma que se garantice
la sostenibilidad de los ecosistemas y el acceso de todos y todas
a cuotas básicas de aguas de calidad, como un derecho humano.
· El agua-ciudadanía, agua para actividades de interés
general (extendiendo el concepto de ciudadanía a todo el
ámbito social, tanto en el medio urbano como rural), en funciones
de salud y cohesión social, como las brindadas por los servicios
domiciliarios de abastecimiento de agua y saneamiento, que debería
situarse en un segundo nivel de prioridad, en conexión con
los derechos sociales de ciudadanía y con el interés
general de la sociedad.
· El agua-negocio, agua para el crecimiento económico,
en funciones económicas legítimas, ligadas a actividades
productivas, en conexión con el derecho individual de cada
cual a mejorar su nivel de vida, debería reconocerse en un
tercer nivel de prioridad, siendo injustificable éticamente
que por tales usos se cuestionen derechos y funciones de las categorías
anteriores.
· El agua-delito, agua para negocios ilegítimos, en
usos productivos que al margen de la ley vienen imponiendo extracciones
abusivas en acuíferos y ríos o son vertidos contaminantes
inaceptables. Tales usos deben simplemente ser evitados y perseguidos
mediante la aplicación rigurosa de la ley.
Nos encontramos, en suma, ante el reto de alumbrar nuevos enfoques
de gestión de aguas basados en:
1. Priorizar, como un deber inexcusable de las
instituciones públicas, en todos los ámbitos –local,
nacional e internacional–, la disponibilidad de los medios
que permitan garantizar el acceso de todos al agua potable y a servicios
básicos de saneamiento, como un derecho humano, simbolizado
por la fuente pública, potable y gratuita en la plaza cerca
del hogar.
2. Promover la condición de ciudadanía
global, tal y como defiende la Carta de la Tierra. Desde ese enfoque,
los servicios domiciliarios de agua y saneamiento (más allá
de los 30-40 l/persona/día y de la fuente pública)
deben ser considerados como derechos ciudadanos (junto al derecho
a la educación y a la salud básicas); derechos que
deben administrarse desde criterios de responsabilidad ciudadana,
asumiendo modelos tarifarios por bloques de precio creciente, presididos
por criterios sociales que favorezcan la equidad y la cohesión
social.
3. Desde este enfoque, se hace necesaria una profunda
autocrítica y reforma de la función pública
tradicional. La alternativa frente a la ineficiencia, el burocratismo
e, incluso, la corrupción no está en la privatización
de estos servicios básicos, sino en la implantación
de nuevos modelos de gestión pública participativa,
moderna y eficiente (eficiente eco-socialmente desde la perspectiva
de la economía pública y del interés general
de la sociedad). Se trata, en definitiva, de afrontar el reto de
la regeneración de la función pública a través
de la participación ciudadana.
4. Respecto al agua-negocio, se debe asumir la
aplicación de criterios de racionalidad económica,
promoviendo tarifas basadas en el principio de recuperación
íntegra de costes, tal y como propugna la Directiva Marco
de Aguas en la UE. Se trata, pues, de asumir la escasez, en lo que
se refiere al agua para el desarrollo económico (que es la
mayor parte del agua que usamos), como una realidad inexorable a
gestionar (inherente a todos los bienes económicos que, por
definición, son útiles y escasos) y no como una tragedia
a evitar, a toda costa, a cargo del Estado.
5. En lo que se refiere al agua-delito, los usos
ilegítimos, y a menudo explícitamente ilegales, cada
vez más extendidos con la complacencia o la permisividad
de muchos gobiernos, deben ser perseguidos y evitados.
6. Por último es preciso promover un profundo
cambio cultural en nuestras sociedades. Una nueva cultura que reconozca
y valore las funciones ecológicas y los servicios ambientales
generados por ríos, lagos, humedales y acuíferos,
así como los valores socio-culturales, identitarios y emocionales
en juego, desde un marco ético presidido por principios de
equidad y sostenibilidad.
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