Enero 2002, Nueva época No. 49 Xalapa • Veracruz • México
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Recuerdo de Pierre Reverdy
Luis Cernuda
 

Con la muerte de Pierre Reverdy Francia parece haber perdido al más puro de sus poetas vivos (sobre eso de la pureza volveremos luego) y acaso también aquél que mejor representaba hoy su tradición poética. (Sin olvidar ni menguar al grande y arbitrario Claudel.) Pero la aceptación de su tradición no era en Reverdy, naturalmente, mera repetición, pues que al mismo tiempo la renovaba, transmitiéndola igual y distinta a los poetas que venían tras de él.

Recuerdo mi encuentro con la obra de Reverdy hace cerca de cuarenta años. Leía yo por entonces a los grandes poetas franceses del siglo pasado: Nerval, Baudelaire, Rimbaud, Mallarmé, cuando en aquella Anthologie des Poètes Français Contemporains que publicara la editorial Simon Kra en 1924, encontré a un poeta que me atrajo más que los otros contemporáneos suyos que allí figuraban: Pierre Reverdy. Busqué sus libros y leí con sorpresa y admiración Les Epaves du Ciel, donde estaban reunidas sus difícilmente obtenibles plaquettes anteriores, de verso y de poemas en prosa.

Comprendo que me parecieran entonces justificadas las palabras que, en la Anthologie anónima de Kra, precedían a la selección de Reverdy, diciendo que los poetas jóvenes le escuchaban con respeto igual a aquél con que, los de su tiempo, escucharon a Mallarmé. Mas no dejaba de darme cuenta, en la poesía de Reverdy, de una diferencia sutil: en ella no veía esa suntuosidad de temas y de expresión que suele parecernos nota característica de la poesía francesa, aunque en ella no derive tanto hacia lo decorativo como a veces ocurre en la española. Reverdy se me antojaba un asceta (eso era antes de su retiro a Solesmes), aunque sin renunciar por eso a trasladar a sus versos reflejos del encanto del mundo, del encanto posible y tolerable, quiero decir, con su evidente rigor espiritual.

Aunque aludí a Reverdy como el más puro de los poetas que ha tenido Francia en lo que va del siglo, no sin desconfianza empleé tal adjetivo. Se usó y abusó demasiado del mismo durante los años subsiguientes a la primera guerra mundial para que sea posible utilizarlo ahora sin alguna aclaración. Al llamar puro a Reverdy no aludo a una pureza química, como aquélla de la poesía "pura", con la que tantos nos cansaron y aburrieron entonces. Aludo a una pureza espiritual, ética, de su conciencia como poeta. Lo suntuoso, lo brillante, lo lujosamente inhumano y un tanto hueco en los versos de un poeta "puro" a la moda por aquellos años, no aparece, ni podía aparecer, en los de Reverdy. Porque tras de éstos estaba una conciencia poética admirable, que había renunciado lo mismo al halago superficial de la sociedad como al del mundo visible, aunque sin renunciar por eso, como ya indiqué antes, a la hermosura del mismo. Sus poemas tienen siempre carne y alma, no son nunca abstracciones.

Tan seducido quedé por la obra de Reverdy, que su ejemplo determinó en parte el rumbo de mi primer libro de versos, aparecido en 1927. Al decir eso, espero que se disculpe a un desconocido y a un extranjero* el atrevimiento de una referencia demasiado personal en esta ocasión. Pero es la única manera de indicar mi deuda para con Reverdy. Le estimo como poseedor de un don raro aún entre los poetas mejores, el de guiar, señalar el rumbo a los poetas más jóvenes que vienen tras de él. Es decir, ser un maestro.

Con unos pocos objetos exteriores simples y cotidianos (equivalentes a los que empleaban en sus lienzos algunos pintores contemporáneos suyos como Braque o Gris), a los que anima con su emoción reticente, levanta Reverdy sus poemas ya en verso ya en prosa dotándolos de un latido mágico que parece confundirse con el del corazón mismo del mundo. Nos seduce por esa desnudez ascética que, en su tierra, parecería dejarle privado de halago poético.

Hay un poema en prosa suyo (no recuerdo su título ni puedo buscarlo ahora ya que sólo tengo a mi alcance un libro de Reverdy, Main d'œuvre, donde no figura), cuyo recuerdo me persigue como símbolo de su autor. En él, un hombre que semeja buscar algún refugio, como tantas veces ocurre en los poemas de Reverdy, halla en el campo una puerta, una puerta sola, sin paredes a los lados ni habitación tras de ella; la abre, atraviesa su dintel, la cierra, cobijándose detrás, como al fin seguro. En ese personaje adivino al poeta, acosado por algo o en busca de algo, y creyéndose de momento protegido del mundo y contra el mundo, de su terror y de su atracción. La poética austeridad de Reverdy puede darnos en estos poemas tan claros, tan límpidos, cifra enigmática de la atracción turbia y profunda que la vida tiene a veces y, al mismo tiempo, de su desolación.

Hubiera deseado confrontar al Reverdy poeta con el Reverdy moralista y crítico, autor de Le Gant de Crin y Le Livre de mon bord, ver cómo sus anotaciones y reflexiones aforísticas son consecuencia de su experiencia humana y poética y cómo pudiera decirse que ésta, en cierta manera, determinó su destino en el mundo. Tal vez le hubiera sido imposible el éxito vulgar que recae sobre la obra efímera de tantos poetas de valor aparente y que luego, volviéndose contra ellos, ayuda precisamente a su anulación ulterior. Pero no tengo tiempo ni a mi alcance los dos libros citados.

Alejado de Francia hace no pocos años y sin contacto con su ambiente literario, no sé si sería exacto decir que acaso no se le dedicara a Reverdy la atenta admiración que su obra merecía. Verdad que, si mi memoria no me equivoca, ¿no fue Baudelaire quien escribió eso de que Francia no tiene poetas sino a pesar suyo? Mas, sean o no sean de Baudelaire tales palabras, gran injusticia sería decirlas sólo de Francia, ya que deben extenderse a cualquier otro país, a todos los países. De uno sé que, tan a pesar suyo tiene a sus poetas, que los envía a otro continente, si antes no decide enviarlos violentamente al otro mundo.

Porque, ¿qué país sobrelleva a gusto a sus poetas? A sus poetas vivos, quiero decir, pues a los muertos ya sabemos que no hay país que no adore a los suyos. Si el mayor defecto de un poeta es estar vivo, ése es defecto que el tiempo siempre repara. Y puesto que Reverdy ha muerto, viva pues Reverdy.

La inteligencia y el gusto del público francés son suficientemente notorios como para esperar de ellos más pronto o más tarde, si fuera necesario, una revisión, un reajuste de la opinión acerca de Pierre Reverdy. Verdad que él está ya fuera del mundo, y aun viviendo en él mismo, más bien se hubiera dicho que permanecía precario en su frontera con otro que desde allí entreveía. Ahora está plenamente fuera de éste nuestro, y esperemos que haya encontrado aquél que deseaba, libre ya de nuestras circunstancias y de nuestro caótico acontecer. Nada puede alcanzarle, ni importarle, de cuanto respecto de él aquí se diga.

· Estas páginas fueron escritas con destino al número homenaje que, en recuerdo de Pierre Reverdy, publicó la revista Mercure de France en enero de 1962.