Enero 2002, Nueva época No. 49 Xalapa • Veracruz • México
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Poemas
Luis Cernuda

 

De Un río, un amor

Decidme anoche

La presencia del frío junto al miedo invisible
Hiela a gotas oscuras la sangre entre la niebla,
Entre la niebla viva, hacia la niebla vaga
Por un espacio ciego de rígidas espinas.

Con vida misteriosa quizá los hombres duermen
Mientras desiertos blancos representan el mundo;
Son espacios pequeños como tímida mano,
Silenciosos, vacíos bajo una luz sin vida.

Sí, la tierra está sola, bien sola con sus muertos,
Al acecho quizá de inerte transeúnte
Que sin gestos arrostre su látigo nocturno;
Mas ningún cuerpo viene ciegamente soñando.

El dolor también busca, errante entre la noche,
Tras la sombra fugaz de algún gozo indefenso;
Y sus pálidos pasos callados se entrelazan,
Incesante fantasma con mirada de hastío.

Fantasma que desfila prisionero de nadie,
Falto de voz, de manos, apariencia sin vida,
Como llanto impotente por las ramas ahogado
O repentina fuga estrellada en un muro.

Sí, la tierra está sola; a solas canta, habla,
Con una voz tan débil que no la alcanza el cielo;
Canta risas o plumas atravesando espacio
Bajo un sol calcinante reflejado en la arena.

Es íntima esa voz, sólo para ella misma;
Al exterior la sombra presta asilo inseguro.
Un grito acaso pasa disfrazado con luces,
Luchando vanamente contra el miedo y el frío.

¿Dónde palpita el hielo? Dentro, aquí, entre la vida,
En un centro perdido de apagados recuerdos,
De huesos ateridos en donde silba el aire
Con un rumor de hojas que se van una a una.

Sus plumas moribundas van extendiendo la niebla
Para dormir en tierra un ensueño harapiento,
Ensueño de amenazas erizado de nieve,
Olvidado en el suelo, amor menospreciado.

Se detiene la sangre por los miembros de piedra
Como al coral sombrío fija el mar enemigo,
Como coral helado en el cuerpo deshecho,
En la noche sin luz, en el cielo sin nadie.


No intentemos el amor nunca

Aquella noche el mar no tuvo sueño.
Cansado de contar, siempre contar a tantas olas,
Quiso vivir hacia lo lejos,
Donde supiera alguien de su color amargo.

Con una voz insomne decía cosas vagas,
Barcos entrelazados dulcemente
En un fondo de noche,
O cuerpos siempre pálidos, con su traje de olvido
Viajando hacia nada.

Cantaba tempestades, estruendos desbocados
Bajo cielos con sombra,
Como la sombra misma,
Como la sombra siempre
Rencorosa de pájaros estrellas.

Su voz atravesando luces, lluvia, frío,
Alcanzaba ciudades elevadas a nubes,
Cielo Sereno, Colorado, Glaciar del Infierno,
Todas puras de nieve o de astros caídos
En sus manos de tierra.

Mas el mar se cansaba de esperar las ciudades.
Allí su amor tan sólo era un pretexto vago
Con sonrisa de antaño,
Ignorado de todos.

Y con sueño de nuevo se volvió lentamente
Adonde nadie
Sabe nada de nadie.
Adonde acaba el mundo.


De Los placeres prohibidos

Qué ruido tan triste

Qué ruido tan triste el que hacen dos cuerpos cuando se aman,
Parece como el viento que se mece en otoño
Sobre adolescentes mutilados,

Mientras las manos llueven,
Manos ligeras, manos egoístas, manos obscenas,
Cataratas de manos que fueron un día
Flores en el jardín de un diminuto bolsillo.

Las flores son arena y los niños son hojas,
Y su leve ruido es amable al oído
Cuando ríen, cuando aman, cuando besan,
Cuando besan el fondo
De un hombre joven y cansado
Porque antaño soñó mucho día y noche.

Mas los niños no saben,
Ni tampoco las manos llueven como dicen;
Así el hombre, cansado de estar solo con sus sueños,
Invoca los bolsillos que abandonan arena,
Arena de las flores,
Para que un día decoren su semblante de muerto.


De Donde habite el olvido

I
Donde habite el olvido,
En los vastos jardines sin aurora;
Donde yo sólo sea
Memoria de una piedra sepultada entre ortigas
Sobre la cual el viento escapa a sus insomnios.

Donde mi nombre deje
Al cuerpo que designa en brazos de los siglos,
Donde el deseo no exista.

En esa gran región donde el amor, ángel terrible,
No esconda como acero
En mi pecho su ala,
Sonriendo lleno de gracia aérea mientras crece el tormento.

Allá donde termine este afán que exige un dueño a imagen suya,
Sometiendo a otra vida su vida,
Sin más horizonte que otros ojos frente a frente.

Donde penas y dichas no sean más que nombres,
Cielo y tierra nativos en torno de un recuerdo;
Donde al fin quede libre sin saberlo yo mismo,
Disuelto en niebla, ausencia,
Ausencia leve como carne de niño.
Allá, allá lejos;
Donde habite el olvido.


VII
Adolescente fui en días idénticos a nubes,
Cosa grácil, visible por penumbra y reflejo,
Y extraño es, si ese recuerdo busco,
Que tanto, tanto duela sobre el cuerpo de hoy.

Perder placer es triste
Como la dulce lámpara sobre el lento nocturno;
Aquél fui, aquél fui, aquél he sido;
Era la ignorancia mi sombra.

Ni gozo ni pena; fui niño
Prisionero entre muros cambiantes;
Historias como cuerpos, cristales como cielos,
Sueño luego, un sueño más alto que la vida.

Cuando la muerte quiera
Una verdad quitar de entre mis manos,
Las hallará vacías, como en la adolescencia
Ardientes de deseo, tendidas hacia el aire.


XI
No quiero, triste espíritu, volver
Por los lugares que cruzó mi llanto,
Latir secreto entre los cuerpos vivos
Como yo también fui.

No quiero recordar
Un instante feliz entre tormentos;
Goce o pena, es igual,
Todo es triste al volver.

Aún va conmigo como una luz lejana
Aquel destino niño,
Aquellos dulces ojos juveniles,
Aquella antigua herida.

No, no quisiera volver,
Sino morir aún más,
Arrancar una sombra,
Olvidar un olvido.


XVI
No hace al muerto la herida,
Hace tan sólo un cuerpo inerte;
Como el hachazo al tronco,
Despojado de sones y caricias,
Todo triste abandono al pie de cualquier senda,

Bien tangible es la muerte;
Mentira, amor, placer no son la muerte.
La mentira no mata,
Aunque su filo clave como puñal alguno;
El amor no envenena,
Aunque como un escorpión deje los besos;
El placer no es naufragio,
Aunque vuelto fantasma ahuyente todo olvido.

Pero tronco y hachazo,
Placer, amor, mentira,
Beso, puñal, naufragio,
A la luz del recuerdo son heridas
De labios siempre ávidos;
Un deseo que no cesa,
Un grito que se pierde
Y clama al mundo sordo su verdad implacable.

Voces al fin ahogadas con la voz de la vida,
Por las heridas mismas,
Igual que un río, escapando;
Un triste río cuyo fluir se lleva
Las antiguas caricias,
El antiguo candor, la fe puesta en un cuerpo.

No creas nunca, no creas sino en la muerte de todo;
Contempla bien ese tronco que muere,
Hecho el muerto más muerto,
Como tus ojos, como tus deseos, como tu amor;
Ruina y miseria que un día se anegan en inmenso olvido,
Dejando, burla suprema, una fecha vacía,
Huella inútil que la luz deserta.


Los fantasmas del deseo

A Bernabé Fernández-Canivell

Yo no te conocía, tierra;
Con los ojos inertes, la mano aleteante,
Lloré todo ciego bajo tu verde sonrisa,
Aunque, alentar juvenil, sintiera a veces
Un tumulto sediento de postrarse,
Como huracán henchido aquí en el pecho;
Ignorándote, tierra mía,
Ignorando tu alentar, huracán o tumulto,
Idénticos en esta melancólica burbuja que yo soy
A quien tu voz de acero inspirara un menudo vivir.

Bien sé ahora que tú eres
Quien me dicta esta forma y este ansia;
Sé al fin que el mar esbelto,
La enamorada luz, los niños sonrientes,
No son sino tú misma;
Que los vivos, los muertos,
El placer y la pena,
La soledad, la amistad,
La miseria, el poderoso estúpido,
El hombre enamorado, el canalla,
Son tan dignos de mí como de ellos yo lo soy;
Mis brazos, tierra, son ya más anchos, ágiles,
Para llevar tu afán que nada satisface.

El amor no tiene esta o aquella forma,
No puede detenerse en criatura alguna;
Todas son por igual viles y soñadoras.
Placer que nunca muere,
Beso que nunca muere,
Sólo en ti misma encuentro, tierra mía.

Nimbos de juventud, cabellos rubios o sombríos,
Rizosos o lánguidos como una primavera,
Sobre cuerpos cobrizos, sobre radiantes cuerpos
Que tanto he amado inútilmente,
No es en vosotros donde la vida está, sino en la tierra,
En la tierra que aguarda, aguarda siempre
Con sus labios tendidos, con sus brazos abiertos.

Dejadme, dejadme abarcar, ver unos instantes
Este mundo divino que ahora es mío,
Mío como lo soy yo mismo,
Como lo fueron otros cuerpos que estrecharon mis brazos,
Como la arena, que al besarla los labios
Finge otros labios, dúctiles al deseo,
Hasta que el viento lleva sus mentirosos átomos.

Como la arena, tierra,
Como la arena misma,
La caricia es mentira, el amor es mentira, la amistad es mentira.
Tú sola quedas con el deseo,
Con este deseo que aparenta ser mío y ni siquiera es mío,
Sino el deseo de todos,
Malvados, inocentes,
Enamorados o canallas.

Tierra, tierra y deseo.
Una forma perdida.


De Invocaciones

Soliloquio del farero

Cómo llenarte, soledad,
Sino contigo misma.

De niño, entre las pobres guaridas de la tierra,
Quieto en ángulo oscuro,
Buscaba en ti, encendida guirnalda,
Mis auroras futuras y furtivos nocturnos,
Y en ti los vislumbraba
Naturales y exactos, también libres y fieles,
A semejanza mía,
A semejanza tuya, eterna soledad.

Me perdí luego por la tierra injusta
Como quien busca amigos o ignorados amantes;
Diverso con el mundo,
Fui luz serena y anhelo desbocado,
Y en la lluvia sombría o en el sol evidente
Quería una verdad que a ti te traicionase,
Olvidando en mi afán
Cómo las alas fugitivas su propia nube crean.

Y al velarse a mis ojos
Con nubes sobre nubes de otoño desbordado
La luz de aquellos días en ti misma entrevistos,
Te negué por bien poco;
Por menudos amores ni ciertos ni fingidos,
Por quietas amistades de sillón y de gesto,
Por un nombre de reducida cola en un mundo fantasma,
Por los viejos placeres prohibidos,
Como los permitidos nauseabundos,
Útiles solamente para el elegante salón susurrado,
En bocas de mentira y palabras de hielo.

Por ti me encuentro ahora el eco de la antigua persona
Que yo fui,
Que yo mismo manché con aquellas juveniles traiciones;
Por ti me encuentro ahora, constelados hallazgos,
Limpios de otro deseo,
El sol, mi dios, la noche rumorosa,
La lluvia, intimidad de siempre,
El bosque y su alentar pagano,
El mar, el mar como su nombre hermoso,
Y sobre todos ellos,
Cuerpo oscuro y esbelto,
Te encuentro a ti, tú, soledad tan mía,
Y tú me das fuerza y debilidad
Como al ave cansada los brazos de la piedra.

Acodado al balcón miro insaciable el oleaje,
Oigo sus oscuras imprecaciones,
Contemplo sus blancas caricias;
Y erguido desde cuna vigilante
Soy en la noche un diamante que gira advirtiendo a los hombres,
Por quienes vivo, aun cuando no los vea;
Y así, lejos de ellos,
Ya olvidados sus nombres, los amo en muchedumbres,
Roncas y violentas como el mar, mi morada,
Puras ante la espera de una revolución ardiente
O rendidas y dóciles, como el mar sabe serlo
Cuando toca la hora de reposo que su fuerza conquista.

Tú, verdad solitaria,
Transparente pasión, mi soledad de siempre,
Eres inmenso abrazo;
El sol, el mar,
La oscuridad, la estepa,
El hombre y su deseo,
La airada muchedumbre,
¿Qué son sino tú misma?

Por ti, mi soledad, los busqué un día;
En ti, mi soledad, los amo ahora.

Por unos tulipanes amarillos

Tragando sueño tras un vidrio impalpable,
Entre las dobles fauces,
Tuyas, pereza, de ti también, costumbre,
Vivía en un país del claro sur
Cuando a mí vino, alegre mensaje de algún dios,
No sé qué aroma joven,
Hálito henchido de tibieza prematura.

No se advertía el eco de un remoto clima celeste
En la figura del etéreo visitante,
Veíamos tan sólo
Una luz virgen, pétalo voluptuoso toda ella,
Que ondulaba en sus manos bajo la sonrisa insegura,
Como si temiera a la tierra.

Con gesto enamorado
Me adelantó los tiernos fulgores vegetales,
Sosteniendo su goteante claridad,
Forma llena de seducción terrestre,
En unos densos tulipanes amarillos
Erguidos como dichas entre verdes espadas.
Por un aletear de labio a labio
Sellé el pacto, unidos el cielo con la tierra,
Y entonces la vida abrió los ojos sin malicia,
Con absorta delicadeza, como niño reciente.

Tendido en la yacija del mortal más sombrío
Tuve tus alas, rubio mensajero,
En transporte de ternura y rencor entremezclado;
Y mordí duramente la verdad del amor, para que no pasara
Y palpitara fija
En la memoria de alguien,
Amante, dios o la muerte en su día.

Arrastrado en la ráfaga
Al cobrar pie entre los mirtos misteriosos
Que sustentan la tierra con su terco alimento de sombras,
El claro visitante ya no estaba,
Sólo una ligera embriaguez por la casa vacía.

Mas todavía, sobre el cristal acuoso,
Con esos bajos rayos que vierte un sol aterido,
Los tulipanes de bordes requemados
Dejaban escapar el terso espíritu.

Dura melancolía,
No en vano nos has criado con venenosa leche,
Siempre tu núcleo seco
Tropiezan nuestros dientes en la elástica carne de la dicha,
Como semilla en la pulpa coloreada de algún fruto.
¿Dónde ocultar mi vida como un remordimiento?

Tú, lluvia que entierras este día primero de la ausencia,
Como si nada ni nadie hubiera de amar más,
Dame tierra, una llama, que traguen puramente
Esas flores borrosas,
Y con ellas
El peso de una dicha hurtada al rígido destino.


Por unos tulipanes amarillos

Tragando sueño tras un vidrio impalpable,
Entre las dobles fauces,
Tuyas, pereza, de ti también, costumbre,
Vivía en un país del claro sur
Cuando a mí vino, alegre mensaje de algún dios,
No sé qué aroma joven,
Hálito henchido de tibieza prematura.

No se advertía el eco de un remoto clima celeste
En la figura del etéreo visitante,
Veíamos tan sólo
Una luz virgen, pétalo voluptuoso toda ella,
Que ondulaba en sus manos bajo la sonrisa insegura,
Como si temiera a la tierra.

Con gesto enamorado
Me adelantó los tiernos fulgores vegetales,
Sosteniendo su goteante claridad,
Forma llena de seducción terrestre,
En unos densos tulipanes amarillos
Erguidos como dichas entre verdes espadas.
Por un aletear de labio a labio
Sellé el pacto, unidos el cielo con la tierra,
Y entonces la vida abrió los ojos sin malicia,
Con absorta delicadeza, como niño reciente.

Tendido en la yacija del mortal más sombrío
Tuve tus alas, rubio mensajero,
En transporte de ternura y rencor entremezclado;
Y mordí duramente la verdad del amor, para que no pasara
Y palpitara fija
En la memoria de alguien,
Amante, dios o la muerte en su día.

Arrastrado en la ráfaga
Al cobrar pie entre los mirtos misteriosos
Que sustentan la tierra con su terco alimento de sombras,
El claro visitante ya no estaba,
Sólo una ligera embriaguez por la casa vacía.

Mas todavía, sobre el cristal acuoso,
Con esos bajos rayos que vierte un sol aterido,
Los tulipanes de bordes requemados
Dejaban escapar el terso espíritu.

Dura melancolía,
No en vano nos has criado con venenosa leche,
Siempre tu núcleo seco
Tropiezan nuestros dientes en la elástica carne de la dicha,
Como semilla en la pulpa coloreada de algún fruto.
¿Dónde ocultar mi vida como un remordimiento?

Tú, lluvia que entierras este día primero de la ausencia,
Como si nada ni nadie hubiera de amar más,
Dame tierra, una llama, que traguen puramente
Esas flores borrosas,
Y con ellas
El peso de una dicha hurtada al rígido destino.


La gloria del poeta

Demonio hermano mío, mi semejante,
Te vi palidecer, colgado como la luna matinal,
Oculto en una nube por el cielo,
Entre las horribles montañas,
Una llama a guisa de flor tras la menuda oreja tentadora,
Blasfemando lleno de dicha ignorante,
Igual que un niño cuando entona su plegaria,
Y burlándote cruelmente al contemplar mi cansancio de la tierra

Mas no eres tú,
Amor mío hecho eternidad,
Quien deba reír de este sueño, de esta impotencia, de esta caída,
Porque somos chispas de un mismo fuego
Y un mismo soplo nos lanzó sobre las ondas tenebrosas
De una extraña creación, donde los hombres
Se acaban como un fósforo al trepar los fatigosos años de sus vidas.
Tu carne como la mía
Desea tras el agua y el sol el roce de la sombra;
Nuestra palabra anhela
El muchacho semejante a una rama florida
Que pliega la gracia de su aroma y color en el aire cálido de mayo;
Nuestros ojos el mar monótono y diverso,
Poblado por el grito de las aves grises en la tormenta,
Nuestra mano hermosos versos que arrojar al desdén de los hombres.

Los hombres tú los conoces, hermano mío;
Mírales cómo enderezan su invisible corona
Mientras se borran en la sombra con sus mujeres al brazo,
Carga de suficiencia inconsciente,
Llevando a comedida distancia del pecho,
Como sacerdotes católicos la forma de su triste dios,
Los hijos conseguidos en unos minutos que se
hurtaron al sueño
Para dedicarlos a la cohabitación, en la densa tiniebla conyugal
De sus cubiles, escalonados los unos sobre los otros.

Mírales perdidos en la naturaleza,
Cómo enferman entre los graciosos castaños o los taciturnos plátanos.
Cómo levantan con avaricia el mentón,
Sintiendo un miedo oscuro morderles los talones;
Mira cómo desertan de su trabajo el séptimo día autorizado,
Mientras la caja, el mostrador, la clínica, el bufete, el despacho oficial
Dejan pasar el aire con callado rumor por su ámbito solitario.

Escúchales brotar interminables palabras
Aromatizadas de facilidad violenta,
Reclamando un abrigo para el niñito encadenado bajo sol divino
O una bebida tibia, que resguarde aterciopeladamente
El clima de sus fauces,
A quienes dañaría la excesiva frialdad del agua natural.

Oye sus marmóreos preceptos
Sobre lo útil, lo normal y lo hermoso;
Óyeles dictar la ley al mundo, acotar el amor, dar canon
a la belleza inexpresable,
Mientras deleitan sus sentidos con altavoces delirantes;
Contempla sus extraños cerebros
Intentando levantar, hijo a hijo, un complicado edificio de arena
Que negase con torva frente lívida la refulgente paz de las estrellas.

Ésos son, hermano mío,
Los seres con quienes muero a solas,
Fantasmas que harán brotar un día
El solemne erudito, oráculo de estas palabras mías ante alumnos extraños,
Obteniendo por ello renombre,
Más una pequeña casa de campo en la angustiosa sierra inmediata a la capital;
En tanto tú, tras irisada niebla,
Acaricias los rizos de tu cabellera
Y contemplas con gesto distraído desde la altura
Esta sucia tierra donde el poeta se ahoga.

Sabes sin embargo que mi voz es la tuya,
Que mi amor es el tuyo;
Deja, oh, deja por una larga noche
Resbalar tu cálido cuerpo oscuro,
Ligero como un látigo,
Bajo el mío, momia de hastío sepulta en anónima yacija,
Y que tus besos, ese venero inagotable,
Viertan en mí la fiebre de una pasión a muerte entre los dos;
Porque me cansa la vana tarea de las palabras,
Como al niño las dulces piedrecillas
Que arroja a un lago, para ver estremecerse su calma
Con el reflejo de una gran ala misteriosa.

Es hora ya, es más que tiempo
De que tus manos cedan a mi vida
El amargo puñal codiciado del poeta;
De que lo hundas, con sólo un golpe limpio,
En este pecho sonoro y vibrante, idéntico a un laúd,
Donde la muerte únicamente,
La muerte únicamente,
Puede hacer resonar la melodía prometida.


De Las nubes

Impresión de destierro

Fue la pasada primavera,
Hace ahora casi un año,
En un salón del viejo Temple, en Londres,
Con viejos muebles. Las ventanas daban,
Tras edificios viejos, a lo lejos,
Entre la hierba el gris relámpago del río.
Todo era gris y estaba fatigado
Igual que el iris de una perla enferma.

Eran señores viejos, viejas damas,
En los sombreros plumas polvorientas;
Un susurro de voces allá por los rincones,
Junto a mesas con tulipanes amarillos,
Retratos de familia y teteras vacías.
La sombra que caía
Con un olor a gato,
Despertaba ruidos en cocinas.

Un hombre silencioso estaba
Cerca de mí. Veía
La sombra de su largo perfil algunas veces
Asomarse abstraído al borde de la taza,
Con la misma fatiga
Del muerto que volviera
Desde la tumba a una fiesta mundana.

En los labios de alguno,
Allá por los rincones
Donde los viejos juntos susurraban,
Densa como una lágrima cayendo,
Brotó de pronto una palabra: España.
Un cansancio sin nombre
Rodaba en mi cabeza.
Encendieron las luces. Nos marchamos.

Tras largas escaleras casi a oscuras
Me hallé luego en la calle,
Y a mi lado, al volverme,
Vi otra vez a aquel hombre silencioso,
Que habló indistinto algo
Con acento extranjero,
Un acento de niño en voz envejecida.

Andando me seguía
Como si fuera solo bajo un peso invisible,
Arrastrando la losa de su tumba;
Mas luego se detuvo.
"¿España?", dijo. "Un nombre.
España ha muerto." Había
Una súbita esquina en la calleja.
Le vi borrarse entre la sombra húmeda.


Un español habla de su tierra

Las playas, parameras
Al rubio sol durmiendo,
Los oteros, las vegas
En paz, a solas, lejos;

Los castillos, ermitas,
Cortijos y conventos,
La vida con la historia,
Tan dulces al recuerdo,

Ellos, los vencedores
Caínes sempiternos,
De todo me arrancaron.
Me dejan el destierro.

Una mano divina
Tu tierra alzó en mi cuerpo
Y allí la voz dispuso
Que hablase tu silencio.

Contigo solo estaba,
En ti sola creyendo;
Pensar tu nombre ahora
Envenena mis sueños.

Amargos son los días
De la vida, viviendo
Sólo una larga espera
A fuerza de recuerdos.

Un día, tú ya libre
De la mentira de ellos,
Me buscarás. Entonces
¿Qué ha de decir un muerto?


De Como quien espera el alba

Góngora

El andaluz envejecido que tiene gran razón para su orgullo,
El poeta cuya palabra lúcida es como diamante,
Harto de fatigar sus esperanzas por la corte,
Harto de su pobreza noble que le obliga,
A no salir de casa cuando el día, sino al atardecer, ya que las sombras,
Más generosas que los hombres, disimulan
En la común tiniebla parda de las calles
La bayeta caduca de su coche y el tafetán delgado de su traje;
Harto de pretender favores de magnates,
Su altivez humillada por el ruego insistente,
Harto de los años tan largos malgastados
En perseguir fortuna lejos de Córdoba la llana y de su muro excelso,
Vuelve al rincón nativo para morir tranquilo y silencioso.

Ya restituye el alma a soledad sin esperar de nadie
Si no es de su conciencia, y menos todavía
De aquel sol invernal de la grandeza
Que no atempera el frío del desdichado,
Y aprende a desearles buen viaje
A príncipes, virreyes, duques altisonantes,
Vulgo luciente no menos estúpido que el otro;
Ya se resigna a ver pasar la vida tal sueño inconsistente
Que el alba desvanece, a amar el rincón solo
Adonde conllevar paciente su pobreza,
Olvidando que tantos menos dignos que él, como la bestia ávida
Toman hasta saciarse la parte mejor de toda cosa,
Dejándole la amarga, el desecho del paria.

Pero en la poesía encontró siempre, no tan sólo
hermosura, sino ánimo,
La fuerza del vivir más libre y más soberbio,
Como un neblí que deja el puño duro para buscar las nubes
Traslúcidas de oro allá en el cielo alto.
Ahora al reducto último de su casa y su huerto le
alcanzan todavía
Las piedras de los otros, salpicaduras tristes
Del aguachirle caro para las gentes
Que forman el común y como público son árbitro de gloria.
Ni aun esto Dios le perdonó en la hora de su muerte.

Decretado es al fin que Góngora jamás fuera poeta,
Que amó lo oscuro y vanidad tan sólo le dictó sus versos.
Menéndez y Pelayo, el montañés henchido por sus
dogmas,
No gustó de él y le condena con fallo inapelable.

Viva pues Góngora, puesto que así los otros
Con desdén le ignoraron, menosprecio
Tras del cual aparece su palabra encendida
Como estrella perdida en lo hondo de la noche,
Como metal insomne en las entrañas de la tierra.
Ventaja grande es que esté ya muerto
Y que de muerto cumpla los tres siglos, que así pueden
Los descendientes mismos de quienes le insultaban
Inclinarse a su nombre, dar premio al erudito,
Sucesor del gusano, royendo su memoria.
Mas él no transigió en la vida ni en la muerte
Y a salvo puso su alma irreductible
Como demonio arisco que ríe entre negruras.

Gracias demos a Dios por la paz de Góngora vencido;
Gracias demos a Dios por la paz de Góngora exaltado;
Gracias demos a Dios, que supo devolverle (como hará con nosotros),
Nulo al fin, ya tranquilo, entre su nada.


De Con las horas contadas

Limbo

A Octavio Paz

La plaza sola (gris el aire,
Negros los árboles, la tierra
Manchada por la nieve),
Parecía, no realidad, mas copia
Triste sin realidad. Entonces,
Ante el umbral, dijiste:
Viviendo aquí serías
Fantasma de ti mismo.

Inhóspita en su adorno
Parsimonioso, porcelanas, bronces,
Muebles chinos, la casa
Oscura toda era,
Pálidas sus ventanas sobre el río,
Y el color se escondía
En un retablo español, en un lienzo
Francés, su brío amedrentado.

Entre aquellos despojos,
Provecto, el dueño estaba
Sentando junto a su retrato
Por artista a la moda en años idos,
Imagen fatua y fácil
Del dilettante, divertido entonces
Comprando lo que una fe creara
En otro tiempo y otra tierra.

Allí con sus iguales,
Damas imperativas bajo sus afeites,
Caballeros seguros de sí mismos,
Rito social cumplía,
Y entre el diálogo moroso,
Tú oyendo alguien que dijo: "Me ofrecieron
La primera edición de un poeta raro,
Y la he comprado", tu emoción callaste.
Así, pensabas, el poeta
Vive para esto, para esto
Noches y días amargos, sin ayuda
De nadie, en la contienda
Adonde, como el fénix, muere y nace,
Para que años después, siglos
Después, obtenga al fin el displicente
Favor de un grande en este mundo.

Su vida ya puede excusarse,
Porque ha muerto del todo;
Su trabajo ahora cuenta,
Domesticado para el mundo de ellos,
Como otro objeto vano,
Otro ornamento inútil;
Y tú cobarde, mudo
Te despediste ahí, como el que asiente,
Más allá de la muerte, a la injusticia.

Mejor la destrucción, el fuego.