Enero 2002, Nueva época No. 49 Xalapa • Veracruz • México
Publicación Mensual


 

 Ventana Abierta

 Mar de Fondo

 Palabras y Hechos


 Tendiendo Redes

 Ser Académico

 Quemar las Naves

 Campus

 Perfiles

 Pie a tierra


 Números Anteriores


 Créditos

 

 

 

 

De Ocnos
Luis Cernuda
  Guerra y paz

La estación sin duda hubiera te nido que mostrar animación, vida, aún más por ser estación de frontera; pero cuando en aquel anochecer de febrero llegaste a ella, estaba desierta y oscura. Al ver luz tras de unos visillos, hacia un rincón del andén vacío, allá te encaminaste.
Era el café. Qué paz había dentro. Qué silencio. Una mujer con un niño en los brazos estaba sentada junto al hogar encendido. Se podía escuchar el murmullo ensordecido y sosegador de las llamas en la estufa.

Pediste leche fría y pan tostado, con el recelo de quien cree pedir la luna. Y al ver asentida sin sarcasmo tu demanda, te animaste a solicitar también unos cigarrillos.

Sentado en medio de aquella paz y aquel silencio recuperados, existir era para ti como quien vive un milagro. Sí, todo resultaba otra vez posible. Un escalofrío, como cuando nos recuperamos pasado un peligro que no reconocimos por tal al afrontarlo, sacudió tu cuerpo.
Era la vida de nuevo; la vida, con la confianza en que ha de ser siempre así de pacífica y de profunda, con la posibilidad de su repetición cotidiana, ante cuya promesa el hombre ya no sabe sorprenderse.

***

Atrás quedaba tu tierra sangrante y en ruinas. La última estación, la estación al otro lado de la frontera, donde te separaste de ella, era sólo un esqueleto de metal retorcido, sin cristales, sin muros -un esqueleto desenterrado al que la luz postrera del día abandonaba.
¿Qué puede el hombre contra la locura de todos? Y sin volver los ojos ni presentir el futuro, saliste al mundo extraño desde tu tierra en secreto ya extraña.


El poeta y los mitos

Bien temprano en la vida, antes que leyeses versos algunos, cayó en tus manos un libro de mitología. Aquellas páginas te revelaron un mundo donde la poesía, vivificándolo como la llama al leño, trasmutaba lo real. Qué triste te apareció entonces tu propia religión. Tú no discutías ésta, ni la ponías en duda, cosa difícil para un niño; mas en tus creencias hondas y arraigadas se insinuó, si no una objeción racional, el presentimiento de una alegría ausente. ¿Por qué se te enseñaba a doblegar la cabeza ante el sufrimiento divinizado, cuando en otro tiempo los hombres fueron tan felices como para adorar, en su plenitud trágica, la hermosura ?

Que tú no comprendieras entonces la causalidad profunda que une ciertos mitos con ciertas formas intemporales de la vida, poco importa: cualquier aspiración que haya en ti hacia la poesía, aquellos mitos helénicos fueron quienes la provocaron y la orientaron. Aunque al lado no tuvieses alguien para advertirte del riesgo que así corrías, guiando la vida, instintivamente, conforme a una realidad invisible para la mayoría, y a la nostalgia de una armonía espiritual y corpórea rota y desterrada siglos atrás de entre las gentes.


El destino

Había en el viejo edificio de la universidad, pasado el patio grande, otro más pequeño, tras de cuyos arcos, entre las adelfas y limoneros, susurraba una fuente. El loco bullicio del patio principal, sólo con subir unos escalones y atravesar una galería, se trocaba allá en silencio y quietud.

Un atardecer de mayo, tranquilo el edificio todo, porque era ya pasada la hora de las clases y los exámenes estaban cerca, te paseabas por las galerías de aquel patio escondido. No había otro rumor sino el del agua en la fuente, leve y sostenido, al que se sobreponía a veces el trino fugitivo de un bando de golondrinas cruzando el cielo que encuadraban los aleros.

Cuántas cosas no te ha dicho a lo largo de la vida el rumor del agua. Podrías pasarte las horas escuchándola, lo mismo que podrías pasarlas contemplando el fuego. ¡Hermosa hermandad la del agua y la llama! Aquella tarde, el surtidor que se alzaba como una garzota blanca para caer luego deshecho en lágrimas sobre la taza de la fuente, su brotar y anegarse sempiterno, trajo a tu memoria, por una vaga asociación de ideas, el fin de tu estancia en la universidad.

Nunca el pasar de las generaciones parece tan melancólico como al representárselo en algo materialmente, tal en esos viejos edificios de universidades o cuarteles, por los que discurre cada año la juventud nueva, dejando en ellos sus voces, los locos impulsos de la sangre. Recuerdos de juventudes idas llenan su ámbito, y resuenan sus muros en el silencio como la espiral vacía de un caracol marino.

Apoyado en una columna del patio, pensaste en tus días futuros, en la necesidad de escoger una profesión, tú, a quien todas repugnaban igualmente, y sólo deseabas escapar de aquella ciudad y de aquel ambiente letal. Cosas contradictorias eran tu necesidad y tu deseo, atándote a ambos sin solución la pobreza. Mas aquel problema mezquino, ¿qué valor tenía cuando te veías arrastrado en el avanzar incesante del tiempo, ascendiendo con una generación de hombres para caer luego, perdiéndote con ellos en la sombra? Privado de gozo, de placer y de libertad, como tantos otros, comprendiste entonces que acaso la sociedad ha cubierto con falsos problemas materiales los verdaderos problemas del hombre, para evitarle que reconozca la melancolía de su destino o la desesperación de su impotencia.