Enero 2002, Nueva época No. 49 Xalapa • Veracruz • México
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Gustavo Adolfo Bécquer
Luis Cernuda

 

Tras un letargo extraño de más de siglo y medio, la poesía española despierta en las Rimas de Bécquer. No había sido nuestra lírica, como sí lo había sido la francesa, de pobre caudal; pero inexplicablemente, después de Calderón, parece cesar de existir. Es difícil imaginarse hoy a alguien que lea por puro placer poético los versos bucólicos de Meléndez o las odas de Quintana (primero escritas en prosa y luego puestas en verso por su autor) como se leen las églogas de Garcilaso o las canciones de San Juan de la Cruz. Igualmente difícil parece imaginar a alguien que, por gusto, lea a Zorrilla o a Espronceda, digan lo que quieran algunos recalcitrantes. La poesía neoclásica española, así como la romántica, no viven hoy, por vivas que pudieran parecer a sus contemporáneos: ninguna chispa las anima y constituyen un peso muerto en nuestra literatura, peso que ésta sobrelleva, juntamente con otros semejantes, como puede.

Pero tampoco debe pensarse que Bécquer, sin ayuda alguna, resucitara la poesía. Al recorrer las páginas de verso de una antología, o en las de una historia literaria, hallamos nombres de poetas menores, como se les suele llamar, que en este siglo y medio de esterilidad poética, con dicción acaso inhábil, expresaron una emoción aún viva en alguna de sus poesías. Son, por ejemplo, Arolas en su composición "Sé más feliz que yo"; Pablo Piferrer en su "Canción de la Primavera"; Pastor Díaz en sus versos "A la Luna"; Enrique Gil en "La Violeta". Éste sobre todo parece un poeta a quien el sino, truncando su vida, no permitió desarrollar los dones que en él había. No obstante, algunos de sus versos, su novela El señor de Bembibre, sus notas críticas, quedan en nuestra literatura como algo más que escritos de un poeta menor. Fue Enrique Gil como una anticipación de Bécquer, quien realiza más tarde una obra equivalente a que el primero no pudo llevar a cabo.

Es decir, que tras los nombres de Rivas, Zorrilla y Espronceda, a quienes la estimación del público contemporáneo elevó tan inmerecidamente y a quienes la crítica ha mantenido después en un puesto que no llenan, hay otros que, menores y olvidados como son, no por ello dejan de representar un intento digno de tenerse en cuenta y ser recordados al menos como predecesores de Bécquer. Una línea común enlaza la obra de éste con la de aquéllos, y en una emoción medio balbuceada, en una expresión más sutilmente matizada, hallamos para Bécquer una ascendencia. Están en una línea común, que llamaremos "nórdica", para oponerla a la garrulería, vaciedad y exageración meridionales de los románticos españoles.
Pero la vida de Bécquer fue pronto truncada y sólo pudo dejarnos una obra reducida. Es una colección de poemas breves, que llegan al centenar; y en prosa, de nueve cartas literarias, las "Cartas desde mi Celda", unas dieciocho Leyendas y diversos artículos y esbozos. Estos escritos no habían aparecido en libro al morir Bécquer en 1871; el cuidado de sus amigos los reunió y publicó después en dos volúmenes. El éxito que éstos obtuvieron entre los lectores motivó que la segunda edición fuera aumentada por un tercer volúmen. Y esa ha sido la edición en que durante años era leído Bécquer. Luego, hojeando entre viejas páginas de periódicos y revistas, se reunieron otros tres volúmenes que en unión de los anteriores y con otros escritos antes no recogidos, constituyen hoy la obra de Bécquer. Escritas acaso por encargo o necesidad material, la mayoría de esas páginas resucitadas ahora no añaden nada nuevo a lo que de él ya conocíamos, aunque su publicación, señal de renovado interés por el poeta, fuera deseable y conveniente. Curiosa es también la publicación* del texto original de las Rimas, sin las correcciones que Narciso Campillo, amigo y paisano de Bécquer, hizo ocasionalmente en él, con el consentimiento del poeta; correcciones ligeras que sólo conciernen a la dicción y, contra lo que pudiera pensarse, benefician en general al texto.

La obra de Bécquer nos ofrece diferente perspectiva según el punto de vista desde el que la observemos. Hay momentos, y son los más, en que nos aparece como fruto excesivamente tardío del romanticismo; pero hay otros en que se nos aparece orientada hacia el futuro. ¿Qué pensaba, qué creía Bécquer acerca de la poesía? La rima I puede decirnos algo; vamos a comentarla.

El poeta conoce por presentimiento, por intuición, la poesía, y de dicho conocimiento queda huella sonora ("Cadencias que el aire dilata en las sombras") en sus versos; pero al querer expresar ese presentimiento, al confiarlo a la palabra, al "rebelde y mezquino idioma" del hombre, el poeta fracasa. Desearía hallar para él expresión con "palabras que fuesen a un tiempo / suspiros y risas, colores y notas"; es decir, que lo inefable sólo puede trasladarse al idioma por medio de lo más inefable con que cuenta el hombre como medio de expresión: el suspiro y la sonrisa. Y a esa expresión tan vaga, acaso para que no se desvanezca, debe unirse lo plástico (el color) y la melodía (las notas); la pintura y música resultan así aliadas del poeta. Mas sabiendo éste lo imposible de su intento, añade que apenas si en el silencio y la soledad amorosa, estando el poeta junto a su amada, en contacto material uno y otro ("teniendo en mis manos las tuyas"), pudiera, oyéndolo él dentro de sí, al dictado de la inspiración, susurrarla al oído el son misterioso de la poesía. La poesía resulta para Bécquer comunicación íntima al lector. Estamos aquí lejos de la plaza pública o el escenario adonde el poeta romántico vociferaba sus versos.

La rima III es un díptico que presenta los dos elementos de la poesía según Bécquer: la inspiración (que nosotros llamaríamos imaginación) y la razón (que llamaríamos lógica poética); el genio, con su poder, es quien puede reunir esos dos elementos antagónicos, conciliándolos. En la inspiración hay
ideas sin palabras,
palabras sin sentido,
cadencias que no tienen
ni ritmo ni compás;
es decir, algo que existe en nuestra mente, pero que no ha hallado aún expresión; palabras ciegas que se pronuncian sin saber lo que quieren decir, y una música nunca oída, sin ritmo ni compás. ¿No presiente ahí Bécquer algo que sus descendientes han de realizar en nuestra poesía? Pero la inspiración, además, no se nutre de la realidad circundante, porque también pueden alimentarla
memorias y deseos
de cosas que no existen.

En la rima V, en cambio, la poesía se nos revela como latente en todo, en la naturaleza física y en la metafísica, y sólo ella puede reunir a ambas, siendo el puente que las junta sobre el abismo, la escala que va del cielo a la tierra, que liga forma e idea (en tiempos de Bécquer todavía solía hablarse de "forma" e "idea" como cosas separables). Es la poesía
desconocida esencia
perfume misterioso
que únicamente el poeta sabe revelar al hombre. Pero la poesía también existe inapercibida para los hombres, aunque el poeta no exista; la rima IV enumera todo aquello donde está latente la poesía, aunque no haya voz poética que la capte y exprese.

Aún será Becquer más explícito, pasando de la revelación poética a la delimitación histórica de la poesía, en ciertas palabras del prólogo que escribió para el librito La Soledad de su amigo Augusto Ferrán. Son palabras muy citadas estos años pasados en los escritos diversos que sobre Bécquer se han publicado. Creo haber sido el primero que llamó la atención sobre ellas en un estudio que publicó la revista Cruz y Raya el año de 1936. Dicen así: "Hay una poesía magnífica y sonora; una poesía hija de la meditación y el arte, que se engalana con todas las pompas de la lengua, que se mueve con una cadenciosa majestad, habla a la imaginación, completa sus cuadros y la conduce a su antojo por un sendero desconocido, seduciéndola con su armonía y su hermosura.

"Hay otra natural, breve, seca, que brota del alma como una chispa eléctrica, que hiere el sentimiento con una palabra y huye, y desnuda de artificio, desembarazada dentro de una forma libre, despierta, con una que las toca, las mil ideas que duermen en el océano sin fondo de la fantasía.

"La primera tiene un valor dado: es la poesía de todo el mundo.

"La segunda carece de medida absoluta; adquiere las proporciones de la imaginación que impresiona: puede llamarse la poesía de los poetas."

Hay en dichas palabras, leídas entre líneas, unas sugerencias de valor para la comprensión de la poesía moderna, que ahí se vislumbra. Esa es la poesía "breve, seca", que por su concentración y reticencia "hiere al sentimiento con una palabra y huye"; la poesía "desembarazada dentro de una forma libre", contrastando con la pesadez de las estrofas tradicionales en boca de los románticos, donde el pensamiento poético, si alguno hay, se enreda con el ritmo del verso y el consonante. De ser sinceros con nosotros mismos debemos reconocer que el secreto de la rima se fue con Calderón, y que después nos suena, con rara excepción, ripiosa. Pero hay algo más interesante aún, porque responde de antemano a las objeciones formuladas en los años últimos, desde que esas palabras fueron escritas, contra la "oscuridad" de los versos modernos. La poesía "adquiere las proporciones de la imaginación que impresiona". Sin cierta adecuación previa de poeta y lector es inútil que éste intente leer versos; porque para que los versos digan algo al lector, su imaginación debe ser apta y susceptible de emoción poética. Dicha emoción sólo se da en proporción a la receptividad del lector, cuando está previamente facultada para percibir de modo pasivo la experiencia poética activa que en dichos versos se expresa.
Para dar más desembarazo y libertad al verso, Bécquer prescinde de las estrofas tradicionales, excepto del romance. No es J. R. Jiménez quien resucita el romance lírico en nuestra poesía moderna: es Bécquer. Léase la rima V, ya antes citada; ahí tenemos un romance lírico que suena, a pesar de ciertas desviaciones de tono, con voz actual:
Yo soy el fleco de oro
de la lejana estrella;
yo soy de la alta luna
la luz tibia y serena.

Pero Bécquer usa de preferencia combinaciones de verso de arte mayor, unidos en estrofas de cuatro o más versos a otros de arte menor, o a veces a estrofas de verso de arte mayor con uno de pie quebrado. En Bécquer, por lo general, la frase poética muy flexible se pliega graciosamente dentro de la estrofa con movimiento sinuoso, a lo cuello de cisne, que recuerda la frase melódica de Chopin (véase rima XVIII). El abandono del consonante a favor del asonante completa en este aspecto la intención de Bécquer de dar a la poesía, como dijo y citamos, desembarazo y libertad. Él busca ante todo la música, no la sonoridad; así como en la expresión busca la sugerencia, no la elocuencia.

Bécquer vivió poco y acaso no tuvo tiempo para que su visión poética abarcara aspectos diversos de la realidad; sólo llegó a expresar, pero con raro dominio, ciertos aspectos juveniles de ella. Se ha dicho que es el poeta del amor, lo que puede aceptarse con la aclaración necesaria de que lo que expresó del amor, fue, de una parte, su estado preliminar, en el cual el amor es un presentimiento, un alba sonriente; y de otra, el desengaño final, la desolación del fracaso amoroso. Este último sobre todo. Pero no es, o sólo es raramente, poeta que exprese el éxtasis del amor, su plenitud.

Ese fracaso le lleva al deseo de anonadamiento, ya sea en el sueño de la muerte (rima LXXVI), ya en la disolución panteísta en la naturaleza (rima LII). Hay de todos modos en los versos de Bécquer, juntamente con los de tema amoroso, cierto predominio de los que tienen a la muerte como tema. Tan hondo llega a calar en su ánimo ese deseo de aniquilamiento que hasta en el abrazo amoroso busca algo que se asemeje a la muerte: la mujer ideal para Bécquer (rima XI) es incorpórea e intangible, "vano fantasma de niebla y luz". ¿Cómo no ver un anhelo personal del propio Bécquer en ciertas palabras que pone en boca del oficial francés protagonista de la leyenda "El Beso"? El personaje aludido dice a sus amigos: "El beso de esas mujeres materiales me quemaba como el hierro candente, y las apartaba de mí con disgusto y con horror, hasta con asco; porque entonces, como ahora, necesitaba un soplo de brisa del mar para mi frente calurosa, beber hielo y besar nieve... nieve teñida de suave luz, nieve coloreada por un dorado rayo de sol... una mujer blanca, hermosa y fría, como esa mujer de piedra que parece incitarme con su fantástica hermosura".

Sólo nos referimos en este estudio al verso de Bécquer, no a su prosa, aunque es difícil separar su verso de su prosa, que fueron ambos obra poética. No pretendo sugerir, como dijo un crítico español moderno, que sólo el poeta sabe escribir en prosa. Pero es indudable, si comparamos la prosa de un poeta como, por ejemplo, la de Fray Luis de León en De los Nombres de Cristo, con la de Bécquer en sus Leyendas, que el poeta, cuando sabe escribir en prosa, infunde a ésta ciertas cualidades que no hallamos en la de otros prosistas, por excelentes que sean. La prosa de Bécquer, como su verso, busca la cadencia, no la sonoridad; la sugerencia, no la elocuencia. Una y otro, prosa y verso, no son en él sino instrumento distinto de una misma expresión poética.

Hay en Bécquer una cualidad esencial del poeta: la de expresarse con una claridad y firmeza que sólo los clásicos tienen. Trátese de sustituir en un verso de Góngora una palabra por otra de igual acento y medida, para "mejorar" el verso, y veremos que es imposible. Ritmo y expresión se compenetran allí, formando un todo que no se puede alterar. Alguien, acaso fuera Coleridge, definió la poesía como "las mejores palabras en el mejor orden". Dicha definición, como toda definición de la poesía, tiene sus fallas, pero aclara en este punto lo que pretendo decir. Esa cualidad estilística, de acierto infalible en ritmo y expresión, se ha ido perdiendo en tiempos modernos; el instinto de la lengua ya no es tan firme, y no podemos decir que los poetas modernos lo posean como lo poseyeron los clásicos, ni por lo demás los lectores de hoy se darían cuenta de la presencia o ausencia de dicha cualidad en los autores que leen. Nuestro sentido del idioma se ha relajado hasta el punto de que los lectores acepten como principal lectura esas hórridas traducciones de librejos científico-pedantescos.

Ha pasado ya la obra de Bécquer por los tres estados que acaso deba atravesar un escritor para convertirse en un clásico. Al desconocimiento inicial, excepto por un grupo de amigos, sucede inmediatamente después de su muerte la atención ignorante del público, que lo mismo acepta sin saber lo que acepta como rechaza sin saber lo que rechaza; luego, en la época modernista, el olvido; ahora, en años recientes, el interés hacia su obra ha vuelto a surgir, pero ya es perceptible la trascendencia evidente que su obra tiene. Es decir: como un clásico. En efecto, Bécquer desempeña en nuestra poesía moderna un papel equivalente al de Garcilaso en nuestra poesía clásica: el de crear una nueva tradición, que lega a sus descendientes. Y si de Garcilaso se nutrieron dos siglos de poesía española, estando su sombra detrás de cualquiera de nuestros poetas de los siglos XVI y XVII, lo mismo se puede decir de Bécquer con respecto a su tiempo. Él es quien dota a la poesía moderna española de una tradición nueva, y el eco de ella se encuentra en nuestros contemporáneos mejores.

En sus Rimas no sabemos qué admirar más, si su composición o su dibujo de línea perfecta. En su brevedad son un organismo completo, donde nada falta ni sobra.

· Editorial Pleamar, Buenos Aires y Ediciones Guadarrama, Madrid.