Núm. 6 Tercera Época
 
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Ella nunca ha tenido empacho en dialogar con el tipo de animales que por tradición solemos califi car de no gratos, siniestros u oscuros: así las hienas, los cerdos salvajes, los murciélagos, los cuervos, víboras y cocodrilos. Al invocarlos los invoca completos, es decir, ni buenos ni malos, sino llenos de todas las contradicciones que habitan el ánimo de los seres vivos, en especial cuando los tomamos como refl ejos de nuestras propias características humanas. Una mesa caníbal que, como nos cuenta Gabriel Weisz, se encuentra triste por ser quien siempre sirve los platos pero a quien nunca le sirven. Un espíritu-casa acogedor, sutil, ancestral y primigenio como una madre, mas trashumante. Una balsa lagartuna, variante fantástica del drakkar vikingo, como la que lleva a su pasajero alrededor de la Torre de Nagas, ahora repleta de infantes dientudos, ¿o tendrá que ver con alguna leyenda sudamericana, amazónica, que explique el origen mítico de la primera canoa?
Por otra parte, la pregunta eterna a la que se enfrentan las obras de arte y sus creadores “¿esto qué quiere decir?” encuentra un claro paradigma en el trío de Cuculati. La duda se abre camino por todas partes: ¿qué signifi ca ese nombre, Cuculati, para empezar? Designación hermética, conjunción azarosa, juego de sonidos infantil o variación del latín cucullum, su misterio permanece. ¿Acaso las tres curanderas ancianas de faldas endurecidas que corrieron para salvar de su locura de amor al pescador del pescado escorpión, tal y como Weisz lo sugiere en el texto “¡Mira Perra de Cobre!”? ¿Qué hay en ese intenso vacío que nos apela como espejo refl ejante? Los cuerpos vastos que hemos intuido desde lejos se evaporan entre nuestras manos. Hay quien ha visto en ellos a la Santa Muerte en trinidad, a monjes capuchinos encapuchados, a fantasmas
amenazadores, a su madre, su abuela y su bisabuela. Nos sorprende el número infi nito de respuestas precisas y esclarecedoras que inspiran estos tres rostros ausentes.

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.4. Quiero atraer la atención a una más de las piezas que me interesa de manera particular para hacer una refl exión acerca del surrealismo, el arte fantástico y la tradición. Aunque solemos clasifi car el trabajo artístico de Leonora Carrington como surrealista, ella en más de una ocasión ha marcado su distancia. No se necesita más que echar un leve vistazo a su historia personal para darse cuenta que su paso por estavanguardia fue solamente una etapa. Recordemos las palabras que dijo en una entrevista al respecto: “No pregunté si tenía derecho a entrar”. Si lanzamos una mirada amplia a su trabajo, después de haber hecho el apasionante viaje de exploradores al que obliga su apretada foresta imaginaria, veremos de qué manera Leonora rebasa la propuesta vanguardista sin que necesariamente la contradiga. Una de las características que diferencian su trabajo del de otros pintores, poetas y narradores de esta línea es la de no detenerse, como hemos visto, en añadir a las criaturas de su muy particular mundo interno, todas aquellas que le ofrecen las más diversas tradiciones míticas, místicas y religiosas, siempre con ese humor tan peculiar, entre fl emático, irónico y crítico. Dichas infl uencias ancestrales no se quedan en el nivel de fuentes temáticas; de alguna manera muchas de sus piezas manifi estan su afi nidad por ciertos recursos formales. Tenemos aquí frente a nosotros el caso de la obra escultórica La sombra del ahuehuete. Habremos notado ya que, aunque la fi gura humana no es una constante en las piezas que se hospedan esta temporada en el Parque Juárez, el Ágora y la Pinacoteca Diego Rivera de la ciudad de Xalapa, muchas de ellas son en efecto antropomorfi zaciones animalescas, como sabemos se hacía ya desde tiempos egipcios. Pero La sombra del ahuehuete se
nos aparece como una metamorfosis un poco menos acostumbrada, es decir, la humanización del mundo vegetal. Este recurso podemos encontrarlo en la historia de la literatura desde la antigüedad. Por ejemplo, Lucio Apuleyo, fi lósofo y literato de la época del emperador Trajano, escribe al inicio del capítulo II de El asno de oro:

Y, cosa rara, nada de lo que miraba en aquella
ciudad me parecía que era realmente lo que aparentaba
ser, sino que todo se encontraba trasladado
a otra apariencia por un zumbido funesto; de
forma que a las piedras que hallaba a mi paso las
creía hombres petrifi cados, y a las aves que oía, lo
mismo: hombres con plumas; y a los árboles que
rodeaban las afueras, formas humanas con hojas,
y las fuentes cristalinas creía que manaban de
cuerpos humanos. (Apuleyo, El asno de oro, p. 37)

 

 
 
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