Núm. 5 Tercera Época
 
   
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Leticia Tarragó
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No hace falta repetir la lista de obras que Emilio escribió durante los últimos sesenta años ni los muchos premios y múltiples reconocimientos públicos que recibió. Su producción literaria ha sido el tema de varios libros y de innumerables ensayos, tanto en México como en el extranjero. Y sin embargo, es hora de leer de nuevo ese “conjunto de ficciones milagrosas”, de seguir el hilo dorado que nos lleva no sólo a apreciar una vez más su producción literaria sino también a una comprensión más profunda de nuestra propia existencia. Entre las más de cien obras que nos ha dejado, las que seguimos leyendo, analizando, citando y queriendo más son precisamente las que nos llevan hacia los misterios más profundos de la vida. Al fin de este viaje –sea por el río Orinoco, por el taxi destartalado “YA BAS” o por una puerta condenada y marcada con X– arribamos no a un lugar concreto, geográfico, sino a un destino epistemológico en el que finalmente entendemos nuestra raison d’être y nuestra capacidad para cambiar el mundo y así alcanzar la libertad y la felicidad.

 
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El relojero de Córdoba . Foto: Archivo Candileja

 

Sería fácil escribir páginas sobre los “viajes” en los que nos lleva Emilio en sus obras, así como el maestro llenó libretas de contabilidad con los detalles de los muchos viajes que hizo por el mundo. Los recorridos de Emilio fueron reales y al mismo tiempo mágicos, ya que todo le parecía maravilloso, mientras que a sus personajes y su público les brinda diferentes tipos de “viaje”. Por ejemplo, el dramaturgo nos invita repetidamente a revisitar la historia mexicana. Homenaje a Hidalgo (1960), Almanaque de Juárez (1968), José Guadalupe (las glorias de Posada) (1976), Tiempo de ladrones, La historia de Chucho el Roto (1979), El álbum de Maria Ignacia (1986), Querétaro Imperial (1994) y Vicente y Ramona (1996) se remontan al siglo XIX y principios del siglo XX, la época predilecta del autor, quien se dedicó a darles dimensiones humanas a figuras mitificadas u olvidadas de la historia nacional.

Luego hay obras en las que el deseo más fervoroso del protagonista es salir de viaje y así librarse de las trabas morales, sociales y patriarcales de la vida doméstica y/o provinciana: las tías solteronas de La danza que sueña la tortuga (1954), Ana la solterona de El día que se soltaron los leones (1957), el joven poeta, Carlos, de Un vals sin fin sobre el planeta (1970), Margarita, la huérfana temorosa de Las cartas de Mozart (1974), el joven Nicolás de Escrito en el cuerpo de la noche (1991), y Yuriria, la esposa abnegada de Los zorros chinos (2000). En estas obras el viaje llega a ser sinónimo de libertad, independencia, responsabilidad y plenitud. El que no se atreve a salir y perseguir sus sueños se queda con una sola seguridad, la de no moverse ni cambiarse nunca. Como dice Nicolás en Escrito en el cuerpo de la noche: “¡Ya no aguanto aquí, ya no quiero estar, ya quiero irme, ya quiero que la vida empiece a moverse!” Mientras él se va para Nicaragua a buscar a su padre, Isabel, la joven que lo ha “despertado”, sube al primer camión que pasa, sin importarle el destino final.

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Felicidad. Foto: Archivo Candileja

 

Hasta el viaje más literal, el de Mina y Fifí por el río Orinoco, se vuelve metáfora de la vida y del viaje hacia el destino final, sea la muerte o la libertad definitiva. En Orinoco, así como en la mayoría de sus obras, Carballido se vale del lenguaje figurado para trascender el nivel anecdótico, literal del viaje. La imagen, tanto visual como verbal, es primordial en el teatro carballidense, desde la hebra de oro y la rosa hasta el mar y la fotografía. Otros leitmotivs de su dramaturgia son el gato, la anciana omnisciente, la solterona, la fi gura patriarcal y el adolescente de aspiraciones literarias. Entre tantas obras y tantas imágenes, el hilo común es el viaje –sea físico, psicológico o metafórico– que todos hemos de hacer para realizar nuestro potencial como seres humanos y así llegar a ese destino sencillo pero elusivo que es la felicidad.

Los mundos dramáticos de Carballido normalmente incluyen vidas fracasadas, relaciones frustradas y sueños truncados. Sin embargo, ahí es precisamente donde nace el conflicto dramático, ya que la meta de los personajes es vencer los obstáculos con los que topan en el camino hacia la plenitud y la felicidad. En algunos casos, hay que dejar atrás la seguridad, si bien opresora, del mundo real y dejarse llevar a un mundo desconocido y aterrador. Tal como escribió hace muchos años Rosario Castellanos, Carballido nos invita a la “exploración del subconsciente como un método para hallar las relaciones ocultas de las cosas, su significado no evidente” (70 años de Carballido, 25). En La hebra de oro, por ejemplo, el Hombre (¿un ser mágico?, ¿el nieto desaparecido?) entra por la puerta condenada de una hacienda en ruinas para llevar a las ancianas consuegras Adela y Leonor a confrontar y entender los secretos que les han amargado la vida. En esta obra temprana, los personajes recurren a todo lo posible –la puerta condenada, una radio portátil, un libro de magia, hasta un avión– para llegar al otro mundo, el de la verdad. La hebra de oro que les ofrece el Hombre –sea una telaraña o la onda de la radio– es el hilo que hay que seguir para realizar los deseos. Antes de desaparecer para siempre, el Hombre le ruega a Leonor, “¡No lo sueltes, no lo dejes! Sigue tejiendo, cuida la telaraña, ásete a los hilos, recuerda, toca, que no te queden deseos”.

 
 
 
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