Abril-Junio 2006, Nueva época Núm.98
Xalapa • Veracruz • México
Publicación Trimestral


 

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Juan Villoro
 

Juan Villoro.
(Foto: Rogelio Cuéllar)

  En 1978 o 1979 pasé un par de meses en la Ciudad de México. Era en aquel entonces consejero cultural de nuestra embajada en Moscú. Había acumulado mis vacaciones durante dos años a fin de que mi estancia en México tuviera mayor sentido que en ocasiones anteriores, cuando la sensación de estar y no estar en mi país había sido la dominante. Dos meses formaban una entidad temporal más respetable. En los primeros días de mi estancia recibí una llamada telefónica de Julieta Campos, directora entonces del PEN Club Mexicano, para invitarme a participar en un ciclo de presentaciones de escritores de distintas generaciones. En cada sesión, un autor mayor y un joven recién nacido a las letras leerían textos recientes y luego conversarían con el público. Me dijo que había pensado presentarme con Villoro; luego hablamos de otras cosas y algunas, relativas al acto literario, me quedaron imprecisas.

Después de colgar el teléfono comenzó a parecerme que había algo poco razonable en esa proposición, pues la diferencia generacional entre Villoro y yo no era suficientemente contrastante. Me hubiera parecido mejor estar frente a Juan de la Cabada, Fernando Benítez o Luis Cardoza y Aragón, mis mayores. Mi estupor fue inmenso cuando me enteré unos días más tarde que el Villoro con quien me presentaría sería Juan, el hijo de Luis; era el papel del viejo el que me estaba reservado en la confrontación. Tenía cuarenta y cinco años de edad, pero hasta hacía poco se me mencionaba aún entre los jóvenes escritores de México. Me imagino que en parte por mi ausencia, que me hacía difícilmente detectable, y la escasez de mi obra.

Fue la primera señal que debía advertirme que las cosas ya no eran como habían sido hasta entonces. Esa, la primera lectura pública que hacía en México, me dio la oportunidad de leer un relato reciente nacido después de varios años de intolerable hibernación. Fue también el inicio de una gran amistad, la que me une con Juan Villoro.
Una primera presentación ante el público no se concilia con la condición de autor maduro, ¿no es cierto? En efecto, la mayor parte de mi obra apareció después de esa noche en que le di la alternativa a un altísimo adolescente hiperkinético, quien leyó con impresionante despliegue de energía el relato “El mariscal de campo”.

El hecho de leer en ese encuentro de generaciones un texto que significó mi vuelta a la escritura me hizo sentir, una vez terminado el suplicio e iniciado el vacilón celebratorio, que llegaba yo a la edad madura en una situación más bien equívoca, que me había comportado como un escritor adolescente y Juan como el maestro que venía de regreso de todas las experiencias. Leí con una tensión casi imposible de resistir, sin saber si lograría llegar al final de un párrafo, de una frase. Tenía miedo de caer fulminado por una embolia o por un infarto antes de arribar al punto donde pudiera detenerme, en contraste con la insufrible desenvoltura del joven imberbe que parecía comerse no sólo al público sino al mundo entero.