Abril-Junio 2006, Nueva época Núm.98
Xalapa • Veracruz • México
Publicación Trimestral


 

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Pitol cercado por la risa*
Por Álvaro Enrigue
  Para Rodríguez Prampolini, este reconocimiento le causa mayor alegría que el Premio
 

I.

Por arriba, por abajo, en los márgenes de la obra escrita de Sergio Pitol (Puebla, 1933) circula una iconografía que va de los retratos del joven intenso que desafía a la cámara mientras padece fríos cuando menos austriacos, hasta los del autor maduro vestido de manera levemente excéntrica, dueño de la ligereza de los que están de regreso. La célebre foto de Alberto Tovalín en la que Pitol está sentado en el rincón de un patio, con el bastón en una mano y una gallina de barro casi abrazada por la otra –foto que sirve de portada a Los mejores cuentos, la antología personal publicada recientemente por Anagrama– podría ser un emblema.

La orientación francamente contrapicada del retrato quiebra los ejes: todo va en descenso y está cargado. El pantalón de pana, el saco de tweed, los zapatos de cordones y la corbata sólida producen una visión de conjunto distinguida, pero no elegante (un valor de pedantes): hay un desdén casi aristocrático, una comodidad consigo mismo, en el hecho de que la camisa sea a cuadros y esté desfajada, en que las pestañas de las bolsas del blazer estén hechas bolas. El escritor descansa en una sola pierna –en primer plano– y mantiene el equilibrio sostenido al mismo tiempo por la vertical apolínea del bastón y la redondez felizmente grotesca de la gallina. Tiene los brazos abiertos y esa sonrisa franquísima que ilumina los auditorios en los que se presenta a leer.

De primera impresión, la fotografía representa un gesto de bienvenida, pero una mirada más atenta remite a otra cosa: Pitol está tirado hacia atrás, la cara el punto más distante de la cámara, como alejándose del espectador. Es la risa más ambigua y literaria: refleja una alegría envidiable, pero es distante; no queda claro qué la produce, a costa de quién se va a desgranar en una carcajada.

Tenemos la manía, cada vez más injustificada y a ratos hasta majadera, de pensar en Sergio Pitol como un escritor casi secreto. Hay ciertas razones históricas que lo han cristalizado ahí: durante años publicó libros sin promoverlos porque estaba destacado en alguna misión extranjera; a pesar de la suma de premios y traducciones que ha acumulado, nunca ha servido de imagen a los consorcios editoriales con la obscenidad con que lo hicieron algunas figuras del Boom –Fuentes, García Márquez, Benedetti– y los grupos de generaciones posteriores que han elegido presentarse como derivativas suyas –los novelistas de Macondo, del Crack, del Boomerang–. Aun así, los libros de Pitol ni han sido nunca difíciles de conseguir, ni han sido ignorados por los lectores serios. Tal vez la idea del autor como privilegio de los happy few tenga fundamento entonces en la iconografía: más que minoritario, Pitol es un autor distante, genuinamente aislado en su biblioteca, cercado por la risa. Es sólo que el medido carnaval de su presencia genera una imagen contraria.

II.

Toda la obra de Pitol, ahora que la vamos pudiendo ver como conjunto, ha asediado con variaciones el problema de que lo real sólo adquiere sentido cuando se transforma en algo contado. Un recuerdo o un sueño son materiales dispersos e inútiles que sólo pueden decir algo si forman una tercera atmósfera en la que las cosas sí significan. “La inspiración –anota en uno de los momentos más inteligentes de El mago de Viena– es el fruto más delicado de la memoria”.

En el corazón del cuento “El regreso”, un joven estudiante mexicano que va a ser expulsado de su habitación del Hotel Bristol de Varsovia, en la que vive modestamente, recuerda, mientras come con un amigo cazador, una historia de su propia infancia: un tlacuache se ha estado robando gallinas y los niños son comisionados para cazarlo, cosa que hacen con sus propios brutales medios. Cuando el animal está agonizando, salen de su cuerpo seis o siete crías, que son exterminadas. Nada relaciona en el cuento a la expulsión del Bristol con la historia del tlacuache, pero se genera esa tercera atmósfera en la que la habitación de hotel y el seno materno proponen una teoría del mundo: toda mudanza es siempre una expulsión del paraíso y la vida es una mudanza perpetua; vamos en picada. Basta, para comprobarlo, pensar en los dos ambientes que se confrontan en el relato: la exuberancia de la infancia en el trópico contra el rigor del invierno en la Polonia comunista. ¿Qué puede seguir que sea peor? Siempre sigue algo y siempre es peor.

III.

El mago de Viena es un libro trabajoso. Podría formar parte del cuarto volumen de las Obras reunidas de Pitol (Escritos autobiográficos), en cuyas páginas se siguen las ediciones definitivas de la Autobiografía precoz (1966), El arte de la fuga (1996) y El viaje (2001), en la medida en que es un libro de recortes, muchos de los cuales son memoriosos. No tiene la estatura formal de los dos últimos, en los que los ensayos literarios, las meditaciones sobre la poética propia y los diarios íntimos reverberan delicadamente unos sobre los otros generando esa tercera atmósfera llena de ideas que no podrían articularse de manera directa, pero tiene una consistencia en la que comulgan libros tan disímbolos como el Oráculo manual de Gracián o la Trilogía de Henry Miller. Más que obras para sentarse a leer de un tirón, son volúmenes de compañía: devocionarios laicos que se dirigen directamente –sin depender del truco de la trama– a la conciencia del lector y dejan grabada ahí su sabiduría para regresar cuando más los necesitamos.

O podría leerse como una suma intermedia de ensayos y notas, tal como lo fue Pasión por la trama (Era, 1998), que por un lado dejó constancia de una serie de lecturas pitolianas en la hora apoteósica de su canonización, y por el otro sirvió para distender las presiones formales que hicieron de EI viaje el sitio donde comienza el siglo XXI para las letras mexicanas: lo he leído en las versiones sucesivas de Era, Anagrama y el Fondo, y cada vez estoy más seguro de que no hay una maquinaria literaria tan delicadamente tramada como ésa en las letras hispánicas recientes. Es al mismo tiempo una lección de sutileza y un ardid de dinamitero: el trabajo de “un maestro”, diría Vila-Matas con reverencia inopinada y justa en el prólogo de Los mejores cuentos.

Hay un tramo de El viaje al que no dejo de recurrir: el libro –no hay otra forma de llamar este tipo de volúmenes que en la edición del Fondo han sido agrupados mediante la etiqueta aproximada de “autobiográficos”– se presenta como un ejercicio de voluntad memoriosa: Pitol va a escribir sobre la ciudad de Praga porque, a pesar de ser su favorita entre aquellas en que ha vivido, nunca ha podido trazar una sola línea sobre ella; incluso sus entradas de diario del tiempo en que vivía allí hablan de lecturas y conversaciones, nunca de la ciudad misma. Entonces, cuenta una escena, entre terrible y cómica: en un callejón cercano a la Embajada, un viejo tirado en el suelo increpa a los peatones sin poderse levantar. Cuando el novelista se aproxima, descubre que no es que el viejo esté Por arriba, por abajo, en los márgenes de la obra escrita de Sergio Pitol (Puebla, 1933) circula una iconografía que va de los retratos del joven intenso que desafía a la cámara mientras padece fríos cuando menos austriacos, hasta los del autor maduro vestido de manera levemente excéntrica, dueño de la ligereza de los que están de regreso. La célebre foto de Alberto Tovalín en la que Pitol está sentado en el rincón de un patio, con el bastón en una mano y una gallina de barro casi abrazada por la otra –foto que sirve de portada a Los mejores cuentos, la antología personal publicada recientemente por Anagrama– podría ser un emblema.

La orientación francamente contrapicada del retrato quiebra los ejes: todo va en descenso y está cargado. El pantalón de pana, el saco de tweed, los zapatos de cordones y la corbata sólida producen una visión de conjunto distinguida, pero no elegante (un valor de pedantes): hay un desdén casi aristocrático, una comodidad consigo mismo, en el hecho de que la camisa sea a cuadros y esté desfajada, en que las pestañas de las bolsas del blazer estén hechas bolas. El escritor descansa en una sola pierna –en primer plano– y mantiene el equilibrio sostenido al mismo tiempo por la vertical apolínea del bastón y la redondez felizmente grotesca de la gallina. Tiene los brazos abiertos y esa sonrisa franquísima que ilumina los auditorios en los que se presenta a leer.

De primera impresión, la fotografía representa un gesto de bienvenida, pero una mirada más atenta remite a otra cosa: Pitol está tirado hacia atrás, la cara el punto más distante de la cámara, como alejándose del espectador. Es la risa más ambigua y literaria: refleja una alegría envidiable, pero es distante; no queda claro qué la produce, a costa de quién se va a desgranar en una carcajada.

Tenemos la manía, cada vez más injustificada y a ratos hasta majadera, de pensar en Sergio Pitol como un escritor casi secreto. Hay ciertas razones históricas que lo han cristalizado ahí: durante años publicó libros sin promoverlos porque estaba destacado en alguna misión extranjera; a pesar de la suma de premios y traducciones que ha acumulado, nunca ha servido de imagen a los consorcios editoriales con la obscenidad con que lo hicieron algunas figuras del Boom –Fuentes, García Márquez, Benedetti– y los grupos de generaciones posteriores que han elegido borracho, sino que se ha resbalado en su propia caca y cada que se intenta alzar patina en ella. El episodio termina de cualquier modo y nunca regresa, igual que la ciudad en que sucedió: El viaje tiene una trama, pero nada que ver con Praga.

Después, conforme avanza el libro –que es al mismo tiempo un registro sobre el proceso de escritura de Domar a la divina garza y un ensayo sobre literatura rusa–, el lector se va dando cuenta de que el tema que palpita en sus fondos es, sin que se diga nunca, la mierda: una puesta en narrativa de los rituales asociados al deshecho y una reflexión sobre la creación como un sitio liberador y no siempre presentable al que servimos revolcándonos una y otra vez en él. Los libros son a los hombres lo que el oro a los dioses: santo excremento.

En la conmovedora escena final, Pitol se describe como niño en Potrero, Veracruz. Entre fiebre y fiebre entra al ingenio azucarero y se tira sobre una montaña inmensa de bagazo. Ahí, enterrado en los deshechos, se vislumbra como un niño ruso. Luego confiesa que de todas las imágenes que ha tenido de sí mismo, ésa –la más delirante– es la que aún le “parece ser auténtica verdad”. Entre la trama del libro, el viejo que se revuelca en su caca y el niño que se vislumbra como ruso, se ha creado una tercera atmósfera que revienta de revelaciones. Lo que sucede es que no son visibles sin el matiz de la creación literaria.

No en balde El arte de la fuga comienza con la descripción miope de Venecia: para poder ver lo que hay de verdadero en el mundo, hay que dejar los lentes de diario olvidados en el escritorio. Más adelante, en el corazón mismo del libro, que es el centro poderosísimo de la obra de Pitol, la historia que explica todas las historias se vacía en el cuento perfecto sobre la muerte de la madre del narrador, que sólo puede ser recordada en una sesión de hipnosis. La realidad está ahí, pero sólo se puede entender desde su representación: sin lentes, en sueños, como niño ruso.

IV.

Lo cual me regresa a la sonrisa con que Pitol mira a sus lectores desde las fotografías. Tengo la impresión de que, como sucedió durante muchos años con Borges, el autor de “Vals de Mefisto” ha sido leído con una seriedad que tal vez no se justifique: la atmósfera de soledad y enfermedad que suele permitir el estallido de sus tramas, la complejidad emocional de sus personajes –que nunca son lo que quieren ser y nunca dicen cuál es el secreto que los castiga– y la densidad de las atmósferas en que los sitúa, imponen un respeto que puede despojar a sus cuentos de la calidad de comedias; la sonrisa está distanciada.

Pitol ha escrito incansablemente para hacer escarnio de lo que lo enerva: los funcionarios de medio pelo, los vividores que se las dan de príncipes, las parejas disfuncionales que torturan a los amigos con sus batallas, los idealistas que estaban nada más esperando la oportunidad para venderse. Es cierto que la mayoría de sus personajes tienen un fin trágico, pero también lo es que se lo han buscado con insistencia: de la seriedad con que el fantasma de un idiota confunde su penar con una misión diabólica en “Victorio Ferri cuenta un cuento”, a la felicidad del escritor sordo cuando le toca sentarse con una señora cuya única conversación consiste en decir “Is good” en “El oscuro hermano gemelo”, pasando por la tontera del dictado divino en “La pantera”, hay siempre en los cuentos de Pitol un espíritu de mofa que previene contra tomárselos demasiado en serio.

El autor es, en el sentido anterior, un lector maestro de la gestualidad tan cara a las literaturas del XIX y tan olvidada por la pereza del XX, que quién sabe a qué hora dictó que había que escribir de manera eficaz, transparente y democrática. Pitol ha estudiado con un cuidado único en la lengua la manera en que se desplazan las criaturas de James, la forma torcida en que los madrileños de Pérez Galdós expresan los vicios que creen ocultar, la lentitud con que Chéjov descompone a sus víctimas. Y lo ha puesto todo al servicio de una prosa que se alza hasta una parodia de lo sublime, para después gozarse en el ramalazo de la caída. Sus personajes, herederos uno tras otro del Príncipe Myshkin de Dostoievsky, siempre aparecen protegidos por toda clase de credenciales y siempre son traicionados por las manías que creen normales. Han hecho del autogol una forma de vida, pero, sobre todo, una obra de arte. Como todos los comediantes con rango clásico, Pitol sabe cuándo entrar a escena y cuándo salir, cuándo abrir la llave del delirio y cuándo cerrarla para que tenga sentido, dónde poner una bomba de tiempo: un tramo del relato que lo explique cuando pase la risa, casi siempre cuando ya terminamos de leer.

Hay una historia memorable en el diario habanero con que concluye El mago de Viena: siendo muy joven y de camino a Europa en barco, Pitol pasa por Cuba. Durante su primera noche en La Habana levanta una borrachera de marino y pierde la conciencia. A la mañana siguiente amanece con unos zapatos ajenos, lo cual le preocupa hasta que descubre que son italianos, nuevos, están magníficamente cortados y le quedan a la perfección. Para el autor de la Trilogía del carnaval el genio que mueve la literatura es el de la correspondencia: lo experimentado, según dice él mismo, es apenas “un conjunto de fragmentos de sueños no del todo entendidos”. La escritura está ahí para generar un destilado de racionalidad entre el revoltijo de la experiencia: que nos queden los zapatos, que sean mejores que los nuestros y que nos gane la risa.



* Ó Álvaro Enrigue, en Letras libres num. 85