Abril-Junio 2006, Nueva época Núm.98
Xalapa • Veracruz • México
Publicación Trimestral


 

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 Créditos

 

 

 


Manuel Pedroso


  Asistía a clases aún en el viejo edificio de jurisprudencia en las calles de San Ildefonso. Todo allí me gustaba, el relajo imperante en los corredores, el ambiente populachero y corrientón de los patios, las conversaciones, las discusiones y los planes de parranda con los amigos, todo menos los cursos de derecho. Desde el primer año comprendí que mi incompatibilidad con los códigos civiles, penales, fiscales, mercantiles, con el Derecho Romano y las garantías y amparo era insuperable. Sólo me interesaban las materias muy abstractas, aquellas que tenían que ver con la evolución de las ideas, tales como el Derecho Constitucional, la Filosofía del Derecho y, sobre todo, la Teoría general del Estado. Esta última la estudiaba con devoción. Mis cinco años de estudios en la Facultad de Jurisprudencia de hecho se reducen al curso de Teoría general del Estado que impartía don Manuel Pedroso. Nadie como él fue tan decisivo en mi formación intelectual, y me ocurre que ahora, quince años después, mis experiencias europeas y asiáticas se me aclaran gracias a las observaciones que entonces le escuché.

Es hoy cuando he venido a apreciar con claridad la validez de sus puntos de vista en materia política que a veces en aquel tiempo me parecían algo oscuros. El curso de Pedroso tenía lugar de diez a once de la mañana. Hablaba espléndidamente. Exponía a Platón, Marx, Hobbes, Montesquieu, Bodino y a muchos más teóricos sin un programa determinado. Podía llegar un día y hablarnos del zoon politikon aristotélico y en la clase siguiente saltar a Maquiavelo y la razón de Estado. A mí y a algunos amigos aquello nos entusiasmaba, pues estábamos hartos de la burocracia mental y la absoluta falta de imaginación que imperaba en la mayoría de los cursos, pero en cambio irritaba a los buenos alumnos, a los «macheteros», quienes opinaban airadamente que no se podía ir a ninguna parte con semejante falta de método. Pero lo que más les indignaba y a nosotros más nos seducía era la capacidad del maestro para mover los grandes cuadros historiográficos de la teoría política, utilizando no sólo a las fuentes esenciales: los juristas y creadores del concepto de Estado, sino a los testigos: los escritores, los filósofos, los artistas. Shakespeare, Gaya, Balzac, Dante, Dostoievski. Pedroso daba la impresión de saberlo todo y de poder coordinar todos sus conocimientos en un solo haz de ideas. Cualquier comentario suyo, el más banal, me resultaba cargado de significaciones culturales.

A las once, terminada la clase, se marchaban los alumnos y permanecía el grupo reducido de sus admiradores. De pie, en círculo alrededor del escritorio, le oíamos aún durante una o dos horas discurrir sobre los temas más variados: la guerra civil española, el último estreno de Usigli, El laberinto de la soledad de Paz que acababa de aparecer, sus años de embajador en Moscú. Era una mala lengua tremenda. Poseía un humor cuya causticidad e impertinencia eran tan perfectos que, paradójicamente, no le valían muchas malquerencias. En sus odios era de una ferocidad andaluza. Había en la Facultad un profesor, también español, a quien detestaba. No pasaba día en que no inventara una nueva anécdota a su costa. Cada una peor, de una perversidad ilimitada.

A la una salíamos a la calle, lo acompañábamos hasta la esquina de su casa y algunas veces almorzábamos con él. Los sábados por la tarde volvíamos a reunimos en torno suyo en el Café Viena del Paseo de la Reforma, en las tertulias del grupo Orión, que él presidía. Pedroso nos estimulaba no solamente como manejador de ideas, sino también vitalmente. Su vida novelesca, su juventud en Alemania, su independencia de pensamiento, su excentricidad, nos ayudaban a quitarnos muchos pesos de encima y a que kilos de telarañas se desvanecieran frente a nuestros ojos.
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