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Discurso
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Antonio Tabucchi |
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(...)
Vi entrar por la puerta del fondo a Tabucchi. Lo reconocí de inmediato;
había visto fotos suyas en las ediciones de Anagrama y en la prensa;
no podía, pues, equivocarme; entró con su esposa Maríajosé,
una mujer muy bella, con una espléndida intensidad de gesto. Al terminar
la charla, nos presentamos personalmente. Había mediado entre nosotros
alguna correspondencia, varias llamadas telefónicas. Como punto de
referencia, la presencia invisible de Jorge Herralde, nuestro amigo y editor
común en Barcelona. Estaba por comenzar el acto musical. Yo había
quedado, después de hablar ante el público, con una sed tremenda
y bastante fatiga. Pregunté si en algún lugar podía
beber café, necesitaba de inmediato por lo menos dos tazas. Dijo
que podríamos salir a tomarlo fuera; cerca de la Universidad había
un café agradable. No sé si habían sido las emociones
del día, o el pavor a no lograr oírle debido a la sordera
que mencioné al inicio y responder desvariadamente a cualquier pregunta,
lo cierto es que tan pronto como nos sentamos, después de comentar
brevemente las terribles noticias de la mañana, comencé a
hablar de su último libro, un pequeño, inteligente y delicioso
texto sobre los sueños imaginarios de personajes de su devoción.
Era el libro de un intelectual curioso, vivo, refinado y, al mismo tiempo,
no enclaustrado en una torre de marfil, un autor solidario con la vida.
Los veinte personajes que soñaban representaban signos muy diversos
que el autor, al reunirlos, conciliaba: Apuleyo, Rabelais, Goya, Leopardi,
Stevenson, Rimbaud, Chejov, Pessoa, Maiakovski, García Lorca y Freud,
entre otros. Sueños de sueños era el título del libro; había aparecido poco antes en una bella edición de Sellerio. Comencé a hablar desbocadamente y casi de inmediato, sin darle tiempo a intervenir; empecé a citar autores cuyos sueños valdría la pena imaginar; Henry James, por ejemplo, quien debió tenerlos complicadísimos, trabados en una sintaxis laberíntica y elíptica cuyo mero seguimiento habría vuelto loco al psicoanalista más competente. No sólo habría sido una ardua labor descifrar un sueño suyo, sino aun entender su lenguaje, no perderse en los pliegues de la única, interminable y seguramente oscura frase en que los expresaba. ¡Y los sueños de Borges, de Lezama Lima, de Góngora y no sé de cuántos más! Hablé desbocadamente hasta que nos dimos cuenta de que el tiempo había volado y debíamos volver a la Facultad para estar presentes por lo menos al final del programa musical. Volvimos. Terminó el concierto y comenzaron los preparativos para dirigirnos a la casa de campo en donde estábamos invitados a cenar. Los Tabucchi me invitaron a ir con ellos en su coche. Claro, quedé sentado en el asiento delantero, lo que significaba que mi oído sano daba a la ventanilla y el sordo a Tabucchi y, parcialmente, a Maríajosé, quien iba sentada en la parte trasera. Me hicieron las preguntas normales que hace la gente cuando es bien educada: cómo había hecho mi viaje, de dónde llegaba, qué tal me sentía en Italia, esos necesarios prolegómenos que tienden a distender al interlocutor, crean un clima de confianza y, al mismo tiempo, las condiciones adecuadas para lo que va a convertirse en el cuerpo de la conversación. Respondí que había volado de México a Londres, de allí a Roma, luego hecho el viaje por tren a Florencia, donde me reuní con Antonio Melis para viajar con él a Siena. * Escribir
sobre Antonio Tabucchi me ha situado siempre en el umbral de lo imposible.
Deslumbrado por su escritura, la mayor tentación es reproducirla
abundantemente. Llenar páginas con citas suyas, buscar un hilo
conductor y desplegarlas en un orden conveniente para compartir con el
lector el placer de leerlo. Se trata de una prosa difícilmente
imitable; posee una melodía propia, una tensión emocional
modulada por la inteligencia. Es la suya una escritura conjetural al mismo
tiempo que precisa. En Réquiem, una de sus novelas, un fantasmal
Pessoa le ruega al narrador: “No me deje solo entre personas llenas
de certezas. Esa gente es terrible”. Y
más adelante: |
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