Abril-Junio 2006, Nueva época Núm.98
Xalapa • Veracruz • México
Publicación Trimestral


 

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 El viajero y sus  lugares

 Ensayo de Álvaro  Enrigue


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 Créditos

 

 

 


Antonio Tabucchi

  (...) Vi entrar por la puerta del fondo a Tabucchi. Lo reconocí de inmediato; había visto fotos suyas en las ediciones de Anagrama y en la prensa; no podía, pues, equivocarme; entró con su esposa Maríajosé, una mujer muy bella, con una espléndida intensidad de gesto. Al terminar la charla, nos presentamos personalmente. Había mediado entre nosotros alguna correspondencia, varias llamadas telefónicas. Como punto de referencia, la presencia invisible de Jorge Herralde, nuestro amigo y editor común en Barcelona. Estaba por comenzar el acto musical. Yo había quedado, después de hablar ante el público, con una sed tremenda y bastante fatiga. Pregunté si en algún lugar podía beber café, necesitaba de inmediato por lo menos dos tazas. Dijo que podríamos salir a tomarlo fuera; cerca de la Universidad había un café agradable. No sé si habían sido las emociones del día, o el pavor a no lograr oírle debido a la sordera que mencioné al inicio y responder desvariadamente a cualquier pregunta, lo cierto es que tan pronto como nos sentamos, después de comentar brevemente las terribles noticias de la mañana, comencé a hablar de su último libro, un pequeño, inteligente y delicioso texto sobre los sueños imaginarios de personajes de su devoción. Era el libro de un intelectual curioso, vivo, refinado y, al mismo tiempo, no enclaustrado en una torre de marfil, un autor solidario con la vida. Los veinte personajes que soñaban representaban signos muy diversos que el autor, al reunirlos, conciliaba: Apuleyo, Rabelais, Goya, Leopardi, Stevenson, Rimbaud, Chejov, Pessoa, Maiakovski, García Lorca y Freud, entre otros.

Sueños de sueños era el título del libro; había aparecido poco antes en una bella edición de Sellerio. Comencé a hablar desbocadamente y casi de inmediato, sin darle tiempo a intervenir; empecé a citar autores cuyos sueños valdría la pena imaginar; Henry James, por ejemplo, quien debió tenerlos complicadísimos, trabados en una sintaxis laberíntica y elíptica cuyo mero seguimiento habría vuelto loco al psicoanalista más competente. No sólo habría sido una ardua labor descifrar un sueño suyo, sino aun entender su lenguaje, no perderse en los pliegues de la única, interminable y seguramente oscura frase en que los expresaba. ¡Y los sueños de Borges, de Lezama Lima, de Góngora y no sé de cuántos más! Hablé desbocadamente hasta que nos dimos cuenta de que el tiempo había volado y debíamos volver a la Facultad para estar presentes por lo menos al final del programa musical. Volvimos. Terminó el concierto y comenzaron los preparativos para dirigirnos a la casa de campo en donde estábamos invitados a cenar. Los Tabucchi me invitaron a ir con ellos en su coche. Claro, quedé sentado en el asiento delantero, lo que significaba que mi oído sano daba a la ventanilla y el sordo a Tabucchi y, parcialmente, a Maríajosé, quien iba sentada en la parte trasera.

Me hicieron las preguntas normales que hace la gente cuando es bien educada: cómo había hecho mi viaje, de dónde llegaba, qué tal me sentía en Italia, esos necesarios prolegómenos que tienden a distender al interlocutor, crean un clima de confianza y, al mismo tiempo, las condiciones adecuadas para lo que va a convertirse en el cuerpo de la conversación. Respondí que había volado de México a Londres, de allí a Roma, luego hecho el viaje por tren a Florencia, donde me reuní con Antonio Melis para viajar con él a Siena.

*

Escribir sobre Antonio Tabucchi me ha situado siempre en el umbral de lo imposible. Deslumbrado por su escritura, la mayor tentación es reproducirla abundantemente. Llenar páginas con citas suyas, buscar un hilo conductor y desplegarlas en un orden conveniente para compartir con el lector el placer de leerlo. Se trata de una prosa difícilmente imitable; posee una melodía propia, una tensión emocional modulada por la inteligencia. Es la suya una escritura conjetural al mismo tiempo que precisa. En Réquiem, una de sus novelas, un fantasmal Pessoa le ruega al narrador: “No me deje solo entre personas llenas de certezas. Esa gente es terrible”.

Los malentendidos, los equívocos, las zonas de sombra, las falsas evidencias, las realidades soñadas, los sueños maculados por una realidad terrible, la búsqueda de lo que se sabe de antemano perdido, los juegos del revés, las voces provenientes de lugares próximos al infierno, son elementos que a menudo encontramos en el mundo de Antonio Tabucchi. Otro más: una elegancia perfecta por no ostentarse nunca. La elegancia en Tabucchi va, por lo general, como la melancolía, asida siempre a la sombra del relato, o sepultada en el subsuelo del lenguaje.

Sostiene Tabucchi que aspira a escribir para un lector que no espere de él ni soluciones ni palabras de consolación sino interrogaciones. El presunto lector deberá estar dispuesto a dejarse visitar, a hospedar lo imponderable, a modificar categorías mentales, estilos de vida, a introducir nuevas formas de aproximación a la condición humana: forzar la suerte antes que condenarse a un anticipado réquiem.

En una conferencia leída en Tenerife en 1991, titulada “El siglo xx, balance y perspectivas”, afirma Tabucchi:

Un escritor que lo sabe todo, que ya lo conoce todo no debería publicar ningún libro. La única certeza que poseo es la de que todo es relativo, que las cosas tienen su revés. Es, sobre todo, en esa zona en la que me gusta indagar, donde nada es visible de inmediato.

Y más adelante:
El hombre que la literatura de nuestra época nos entrega es un hombre solitario y dividido, un hombre que está solo pero no se conoce ya a sí mismo y que incluso se ha vuelto irreconocible [...] Es necesario reivindicar el derecho de soñar. Quizás pueda parecer, a primera vista, un derecho de poca monta. Pero, si se reflexiona sobre ello, aparecerá como una gran prerrogativa. Si el hombre es capaz todavía de nutrir ilusiones, ese hombre es aún un hombre libre.