Abril-Junio 2006, Nueva época Núm.98
Xalapa • Veracruz • México
Publicación Trimestral


 

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Álvaro Mutis

 

Álvaro Mutis.
(Foto: Rogelio Cuéllar)

  Admiro la obra de Álvaro Mutis de manera absoluta. Leer y releer la saga de Maqroll, el gaviero, me produce un asombro y una emoción sólo comparables en intensidad a las ocasiones en que me ha sido posible conversar con él, de las que vuelvo a casa como afiebrado, decidido a pasar el resto de mi vida leyendo a Conrad, Dickens, Balzac, Proust, Machado de Assis, Céline y Kusniewicz, contagiado por el entusiasmo y la sabiduría con que lo he oído expresarse de ellos.

Celebro la nueva aparición de Reseña de los hospitales de ultramar, libro de poemas por donde deambula intensa y fantasmagóricamente la silueta de Maqroll, el gaviero, ese personaje inasible, cuyas andanzas proporcionarán el material necesario al ciclo de novelas que el autor ha escrito en los últimos diez años.

En Amirbar, el narrador nos revela algunos momentos del gaviero: “Es un hombre con profundas y muy sinceras curiosidades y un gusto personal por el pasado, que van parejas con una buena formación literaria, lograda al margen del mundo en donde suelen moverse los llamados intelectuales”.

En esa misma novela, al hablar de un joven ayudante de Maqroll, elogia su “independencia de carácter” como una de las mayores virtudes concebibles.
Sin quizás proponérselo, Mutis da allí características que definen su personalidad y su escritura. La moda, ciertos usos y costumbres del medio literario, nada tienen que ver con su persona y, por ende, no tocan su literatura, plena y felizmente independiente.

Hay en su obra un núcleo inescrutable que se resiste a ser descifrado por entero. Maqroll es un enigma viviente, hasta para él mismo, me imagino. Cada línea que intenta abarcarlo logra sólo ensimismarlo más. Es Sísifo y es Ícaro, es el buen Marlow y el aborrecible Kurtz, es una criatura inocente custodiada por un ángel diabólico que lo obliga a emprender las más necias hazañas, es Job rayado por instantes de Epicuro, un hombre de todas partes, finalmente de ninguna, el vector que nos conecta con mitos arcaicos y entrañables. Es, a fin de cuentas, el oscuro hermano gemelo que alguna vez debió haber soñado Álvaro Mutis.

En los años sesenta, cuando Mutis escribió su primer libro de relatos, se esparció por las grandes metrópolis culturales, y por consecuencia también en las regiones periféricas, un marcado desdén hacia el relato. La trama y la historia eran consideradas poco menos que como escoria. Una generación de novelistas sucumbió en un intento fallido de aggiornamento. La revista Tel Quel se erigió en tribunal supremo y el nouveau roman, carente de historia y a veces hasta de personajes, fue entronizado como el modelo a seguir. Expresar admiración por Dickens o Galdós en un círculo ilustrado implicaba ser considerado de inmediato como un provocador, un humorista o un reverendo papanatas. De esa gélida neblina sobrevivió sólo la obra de tres o cuatro novelistas, los fundadores, claro. Pero docenas de jóvenes franceses, alemanes, polacos, italianos y españoles fueron sacrificados en aquellos rigores. Unos cuantos años después sus libros eran ya letra muerta, es más, se revelaba que lo habían sido desde su nacimiento.

Por milagro, buena parte de la novela latinoamericana se resistió al contagio, lo que le valió un periodo de amplia popularidad internacional.

En este tiempo de múltiples incertidumbres, de asentimientos y resistencias ante los dictámenes de la moda, Mutis no se deja tentar. Una de las felicidades que se desprenden de su escritura es su capacidad para contar historias, de hilar tramas portentosas. Pero el modo de relatarlas, y eso es lo que importa, no se iguala a la de ningún otro. Ni siquiera pareció advertir los estruendos telúricos o la lluvia de magias que los editores extranjeros parecían exigir de los latinoamericanos.

Como escritor, Mutis es un solitario, un original, un excéntrico. Entronca, de manera muy firme, en una tradición que él mismo se ha fabricado. Pertenece a esa familia literaria que lleva marcado en la frente el signo de la desesperanza. A ella pertenecen algunos grandes nombres del canon contemporáneo: Conrad, Kafka, Graciliano Ramos, entre otros. Una escuela de desesperanza, sí, pero también de dignidad para convivir con ella.

El gaviero Maqroll ha acompañado con asombrosa fidelidad durante cuarenta años a su autor, y esa lealtad le ha sido correspondida. Ambos han adquirido los mismos giros, tal vez la misma entonación: su presencia intermitente en la obra de Mutis nunca disuelve el carácter elusivo y oblicuo que le es connatural. El lector tiene siempre la idea de que estas novelas están recubiertas por una neblina autobiográfica. Mutis nos insinúa que conoce a Maqroll mejor que nadie, que él mismo es un poco (o un mucho) el gaviero.

En su primera aparición, en Reseña de los hospitales de ultramar, nos enteramos:

Curaba el gaviero sus heridas recibidas en la calle de los burdeles del puerto, cuando, en plena ebriedad, insistió en contraer matrimonio con una negra madura y sonriente que exhibía sus grandes senos a la entrada del templo, con una expresión alelada y ausente. Saltando al río y refugiándose en el remolcador que partía, logró librarse de los airados feligreses. Sin embargo, un cuchillo le había entrado en el vientre dos veces y un brazo se le había dislocado por completo al rodar por las escalinatas del templo.

Veinte años más tarde, en Caravansary, volvemos a encontrarlo de esta manera:

Al tendero se le conocía como el gaviero y se ignoraban por completo su origen y su pasado. La barba hirsuta y entrecana le cubría buena parte del rostro. Caminaba apoyado en una muleta improvisada con tallos de recio bambú. En la pierna derecha le supuraba continuamente una llaga fétida e irisada de la que nunca hacía caso. Iba y venía atendiendo a los clientes al ritmo regular y recio de la muleta que golpeaba en los tablones del piso con un sordo retumbar que se perdía en la desolación de las parameras. Era de pocas palabras, el hombre.