Abril-Junio 2006, Nueva época Núm.98
Xalapa • Veracruz • México
Publicación Trimestral


 

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Encuentros con Darío Jaramillo


  Yaquí, sin apresurarse, en estas páginas comienza a aparecer Darío Jaramillo Agudelo, quien en la Historia de una pasión, su hermosa declaración de amor a la poesía, a sus nupcias, a su larga, devota y feliz convivencia con ella, dice:
Debo confesar que no entiendo mucho la diferencia entre los géneros literarios. Virginia Woolf decía que el único género literario era la poesía. La poesía convierte en literatura a la novela o al texto para la televisión, a la nota bibliográfica o a la crónica. La virtualidad de la palabra escrita para cortarnos la respiración, para hacernos parpadear de la sorpresa, para exorcizarnos, para sonreírnos hacia adentro, esa palabra que está en el poema, en el relato, en el anuncio publicitario o en el cine.

Mi amistad con Darío Jaramillo tiene diez años de existencia. Lo conocí en la Universidad de Boulder, Colorado, en el mes de septiembre de 1992. El profesor Raymond Williams, prestigiado hispanoamericanista, organizó un monumental congreso sobre temas diversos: la literatura, la historia, las cuestiones sociales y económicas de nuestro continente. Llegaron en esa ocasión centenares de invitados: académicos eminentes de las universidades norteamericanas, escritores, maestros, economistas y politólogos de muchas partes. Fue un maratón que terminó con un final excepcionalmente espectacular. Cada participante permanecía sólo dos o tres días en Boulder. Los invitados leían una ponencia o dictaban una conferencia y tenían que marcharse. Todos los días se celebraban seis, siete o diez conferencias a la misma hora. La tarde que llegué al aeropuerto de Denver me esperaba un profesor para conducirme en su automóvil al hotel de la universidad. Me acompañó a registrarme y dejar la maleta en mi habitación. No pude sino cambiarme de camisa y ponerme una corbata porque a esas horas el doctor Williams ofrecía una recepción a los escritores latinoamericanos, y debíamos ser puntuales.

Al llegar, la casa rebosaba ya de invitados. Saludé a Williams y a su esposa y uno de los profesores me condujo a una pequeña terraza que daba al estupendo campus, donde encontré al grupo colombiano. Uno de ellos se me acercó y me saludó con mi nombre. Era Darío Jaramillo, de quien yo sólo había leído unos poemas publicados en una antología de Monte Ávila. Al día siguiente por la mañana nos llevaron a Denver, la ciudad más importante de Colorado, para mostrarnos “una de las más grandes librerías del país”: En el autobús me senté junto a Darío y conversamos sobre literatura, por supuesto, y sobre posibles amigos comunes en Colombia y México. A nuestro lado estaba sentado un ex presidente de Colombia con uno de sus ayudantes. Darío se presentó a él y comenzó correcta pero muy vivamente a exponer sus ideas para derrotar al narcotráfico en su país. El ex mandatario refutaba con lenguaje oficial y solemne las posiciones del escritor, pero éste se manejó con tal inteligencia y expuso tan irrebatibles argumentos que aquel hombre de Estado comenzó a retractarse hasta llegar a convenir en todo con Jaramillo. Sólo, le dijo, “que ningún país latinoamericano podría aceptarlas sino hasta que un presidente de los Estados Unidos las pusiera ya en práctica. Esta gente”, dijo, “acabaría con cualquier país que propusiera medidas que a ellos les parecieran heterodoxas”. El Imperio es el Imperio, ya se sabe.

Luego visitábamos la librería. Era, en efecto, inmensa, pero eran pocos los libros que valieran la pena. Todo, en cada uno de los pisos, era desperdicio. ¡Una crasa vulgaridad si se la compara con la antigua Buchholz de Bogotá! Me parece que los colombianos salieron esa tarde de Boulder y que yo permanecí aún dos días más. La atmósfera se transformó en unas cuantas horas. Todas las salas y los corredores de la universidad se llenaron de personajes horrendos, sin el menor aspecto de maestros o de alumnos; todo lo contrario. Para entrar a leer mi conferencia tuve que presentarle a uno de ellos mi pasaporte. Al despedirme del profesor Williams le pregunté qué estaba ocurriendo, por qué se sentía esa plúmbea tensión en el congreso, quiénes eran esos patanes con caras y modales de sicarios. Me comentó que posiblemente Gabriel García Márquez llegaría a Boulder para asistir a la ceremonia de clausura y que corría el rumor de que unos cubanos de Miami tenían preparada una magna provocación que arruinaría ese congreso en el que toda la universidad había participado ampliamente.

Al llegar al aeropuerto de México compré los periódicos. En ellos estaba la noticia de que Salman Rushdie, el escritor inglés de origen paquistaní a quien el ayatolá Jomeini, jefe religioso y político de Irán, había condenado a muerte, había abandonado por primera vez su refugio en Inglaterra ya parecido en una universidad de los Estados Unidos después de muchos años de reclusión secreta con protección policiaca. El escenario había sido la clausura de un congreso en la Universidad de Boulder.

De la visita a Boulder guardo como mejor recuerdo la primera conversación con Darío y su diálogo con el ex presidente de la República de Colombia. A partir de entonces comencé a leer y releer, libro por libro, su magistral obra poética y narrativa. Hemos coincidido después en varios lugares. Una vez fue en Xalapa, la ciudad donde yo vivo. Llegó para presentar en una feria del libro la edición de Era de Cartas cruzadas, que lo dio a conocer en México como narrador. Elena Poniatowska lo acompañó en el viaje, y leyó un magnífico y apasionado texto de presentación.

Otra, en Madrid, donde llegó con María Luisa Blanco al café del hotel Suecia. Nuestra mesa estaba situada al lado de una ventana que daba exactamente frente a la librería Dédalo, cuyo propietario es un colombiano de gusto y cultura impresionantes. Después del café les propuse visitar esa librería, donde los bibliófilos con intereses en literatura e historia latinoamericanas se sienten como en su reino. Pocos días antes, el librero había adquirido la biblioteca de Mariano Brull; el poeta cubano más radical de toda la vanguardia en lengua castellana. La librería estaba, por eso, colmada de infinidad de primeras ediciones, muchas de ellas con dedicatorias y firmas de los autores. Tuve en las manos primeras ediciones de López Velarde, Tablada, Arévalo Martínez, Vargas Vila, también los primeros e inencontrables libros de poemas de Cardoza y Aragón, la Visión de Anáhuac, de Alfonso Reyes, en la colección Índice de Juan Ramón Jiménez. Darío estaba extasiado, y reservó muchos títulos, entre otros algunos de historia de Colombia que –comentó– hubiera difícilmente podido encontrar en su país, todo ello para la Biblioteca Arango, una de las instancias que componen la red cultural que el poeta dirige desde su vicepresidencia en el Banco de la República, en Bogotá.

La siguiente ocurrió en Bogotá, de regreso de unas conferencias que dimos R. H. Moreno Durán y yo en Medellín. Darío detectó mi estancia en esa ciudad de su niñez y adolescencia y me invitó a hacer una lectura en Bogotá. Al día siguiente de darla me invitó a comer con el grupo de amigos íntimos con quienes publica las ediciones Brevedad por puro y verdadero placer, bellísimos pequeños libros entre los cuales hay uno de poemas de Eugenio Montejo y otro de César Aira.

Después fue Buenos Aires, también por azar como en Madrid, pocos días antes del estruendoso derrumbe de Argentina. Nos encontramos en una librería donde un escritor mexicano presentaba su última obra. Darío llegó con César Aira, quien al final del acto nos llevó a cenar a un local cercano. Me parece que Darío acababa de llegar ese día y al siguiente tenía que ir a un encuentro de escritores en Rosario o Tucumán. Había caminado todo el día, visitado librerías y se le veía regocijado por la dinámica visión de las calles bonaerenses; la cercanía de Aira, del cual ambos somos fervientes admiradores, potenció la felicidad del encuentro.

La última, hace un par de meses, fue en San José de Costa Rica, invitados por Álvaro Mata Guillé para participar en su anual Simposio sobre Libertad y Poesía. Nos habían hospedado en un hotel de los años treinta o cuarenta del siglo pasado construido por suizos, enclavado en medio de un pinar inmenso, cubierto al caer la tarde por una espesa neblina. El panorama y las mismas estructuras de los edificios se convertían a esas horas en escenarios de las lóbregas novelas góticas inglesas del siglo XVIII o de sus contemporáneos los románticos alemanes. Sí, estábamos en el mundo de M. G. Lewis o de Hoffmann y Kleist. El hotel quedaba a hora y media de San José. La lejanía de aquella “montaña mágica” resultó el lugar más propicio para charlar. En el hotel se instaló también el novelista venezolano Ednodio Quintero; los otros invitados al coloquio prefirieron quedarse en los hoteles de la capital. Éramos tres hombres de letras que tomaban café mientras hablaban de su escritura, sus lecturas, dificultades y proyectos. Ya de noche, en mi habitación, leía Cantar por cantar, el último poemario de Darío, impresionado por el cambio de tono de aquellos primeros poemas bendecidos por una capacidad de juego y tamizados por el exaltado asombro de la primera juventud.

Cantar por cantar es un libro de plena madurez, en la línea de los estoicos, de un rigor ascético, en el mejor sentido de la palabra. Allí el poeta no dialoga con su entorno como en los otros libros, sino consigo mismo, o con instancias abstractas: la soledad, la memoria, es decir, otra forma de hablarse a sí mismo.