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Discurso
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Margo Glantz |
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Margo Glantz. (Foto: Rogelio Cuéllar) |
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JUDÍOS
EN MÉXICO. “Me detengo;
miro alrededor y observo esta galería de cuadros de una exposición
en que se ha convertido mi relato y enseguida asoman otras figuras de los
labios de mis padres”, dice Margo Glantz al inicio del capítulo
XXXIX de ese hermoso y originalísimo libro llamado Las genealogías,
el primero que trata de las tribulaciones y triunfos conocidos por una familia
judía durante los últimos cincuenta años en México.
Una familia cuya foto tomada poco antes de desembarcar en puerto mexicano
junto con sus “hermanos de barco” nos muestra a un grupo en
el que algunos de sus miembros se parecen a Kafka y todas las mujeres a
Atta, la hermana predilecta del mismo Kafka. Uno de esos “hermanos”
podría perfectamente ser el Karl Rossmann de América. La figura que al inicio de ese capítulo XXXIX se asoma a los labios de Jacobo Glantz es la de Bashevis Singer; en otros capítulos será la de Blok, las de Maiakovski y Eisenstein, las de Lunacharski y Alejandra Kolontai, la de Chagall, la de Nabokov, las de unos actores del teatro judío de México, las de infinidad de nombres de intercambiables parientes diseminados en barrosas aldeas de la llanura ucraniana, en México, en los Estados Unidos, en los puertos de Odesa y Leningrado. “Los judíos”, dice Margo Glantz citando a Bashevis Singer, “no registran la historia, carecen del sentido cronológico. Parece como si, instintivamente, supieran que el tiempo y el espacio son mera ilusión”. Y Las genealogías corresponden a ese postulado. En labios de Jacobo y Lucía, los padres de la autora, y también en los de ella misma, la historia zigzaguea por el pasado y el presente, se remonta a una aldea donde Jacobo asiste a la primera escuela a estudiar las oraciones y el alfabeto hebreo, al departamento de Odesa, donde Lucía toca el piano, salta al momento donde la autora hace en Acapulco las últimas correcciones a su libro, al recuento de su viaje a Odesa cincuenta años después de la separación de la familia para ver y tocar a los familiares que allí se quedaron y, a través de setenta y un breves capítulos permitimos vislumbrar su biografía y conocer la historia fabulosa y cotidiana de sus padres. Jacobo parece ser el aire; Lucía la tierra firme a la que él sacude, de la que extrae sus substancias para diseminadas por el mundo. Margo los observa con amor, con curiosidad, con imprudencia: “¡Ay, Margo!, tengo mucho qué hacer, déjame en paz”, le pide la madre. “Muy bien, pero vamos a dejado aquí. Yo te voy a preparar algo, tengo que recordar, no se puede hablar así como así...”, la ataja Jacobo. La pareja posiblemente sea prototípica dentro de una comunidad judía. Si a algún libro me recuerdan estas genealogías es a Las tiendas de canela de Bruno Schultz. La figura del padre es la del demiurgo; crea sin cesar imágenes fantásticas y vive dentro de ellas; la realidad cotidiana apenas lo roza. Los cincuenta años en México transcurren de una bonetería a una panadería, a una que otra zapatería, a un café, a un restaurante famoso. Jacobo camina por Álvaro Obregón con una mula cargada de cestas de pan, mientras estudia un libro de odontología; por las noches extrae muelas a los comerciantes de La Merced. Todos esos acontecimientos le ocurren en un nivel terrenal. Otro mundo lo habita, el de la poesía y el color. Jacobo lee incesantemente poesía, la traduce y la escribe. Se convertirá en uno de los más importantes poetas contemporáneos en lengua yiddish y en un pintor original. La energía de Lucía lo mantiene en pie. Margo Glantz ha sabido recrear toda la magia de estas vidas en su relato, al que ha dado el color y el aroma que emana de la familia que describe; deja asomar algunas preocupaciones personales, su cercanía y su distancia ante el mundo que relata y, sobre todas las cosas, ha logrado crear una forma fluida y rigurosa, la única que admite el abismo genealógico. |
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