Abril-Junio 2006, Nueva época Núm.98
Xalapa • Veracruz • México
Publicación Trimestral


 

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Carlos Fuentes

 



Carlos Fuentes.
(Foto: Rogelio Cuéllar)

  Dos años antes de aparecer la novela de Fuentes, Juan Rulfo había publicado Pedro Páramo, otro clásico contemporáneo, que clausuró de modo también definitivo un género, la novela rural, pero cuya capacidad para sepultar una literatura moribunda fue advirtiéndose paulatinamente a través de algunos años, a diferencia del efecto instantáneo de La región más transparente. En su momento, la novela de Rulfo recibió escasa atención de crítica y público. Los refractarios a lo nuevo no la entendieron, ni les preocupó; debió parecerles un libro de tal manera fallido que no valía siquiera la pena dispensarle un comentario. Los lectores que lo devoraron con estupor y devoción desde el primer momento fueron los mismos a quienes vivificó la novela de Fuentes.

Una nueva prosa narrativa comenzaba a surgir. Volver al pasado resultaba imposible. ¿A qué lector podría ya satisfacerle el costumbrismo dulzón de La chiquilla o La musa bohemia, de Carlos González Peña, el bronco pintoresquismo de Milpa, potrero y monte, de Gregorio López y Fuentes, o la tediosa banalidad de Proserpina rescatada, de Jaime Torres Bodet? Habíamos traspasado el umbral, comenzábamos a movemos en otro espacio.

La novela de Fuentes era una novela mexicana, de eso no nos cabía la menor duda, pero una novela mexicana que por fin era contemporánea de las que en otras partes del mundo se publicaban desde hacía varias décadas. Lo que los nacionalistas a ultranza descalificaban abusivamente como plagio era sólo la aceptación natural de los logros realizados en otras latitudes por algunos de los mejores escritores contemporáneos: James Joyce, Virginia Woolf, Hermann Broch, William Faulkner y John Dos Passos, entre otros. Parecía un milagro leer una novela sobre la Ciudad de México con un lenguaje y una arquitectura comparables a los que enorgullecían a las modernas literaturas europeas y a la estadounidense.

Carlos Fuentes recorre en su obra los distintos estratos de la Ciudad de México. Como en el caldero fáustico se reúnen allí los elementos más disímiles y aun los incompatibles: financieros, políticos y líderes sindicales; prostitutas callejeras y damas orgullosas de su abolengo; hacendados del antiguo régimen y burgueses recientes y ostentosos; intelectuales, estudiantes, choferes y albañiles; cineastas famosos y tristes amas de casa, personajes que son réplica de los de carne y hueso y otros encubiertos por una neblina mítica; en fin, lo nuevo y lo viejo, los corridos de la revolución y el novísimo mambo, plegarias e imprecaciones, actos de infinito valor, cobardía, expiación, y rapiña, cabarets de llTIo y sórdidas piqueras de barriada, un mundo enmascarado carente de atributos, y otro mítico y ritual, afirmaciones absolutas, ríos de inseguridades, conjeturas que morosamente corroen las columnas de un orden acostumbrado a concebirse como perenne e inmutable.

En aquel inmenso caldero todo se halla en movimiento, los personajes, los espacios, hasta el mismo tiempo. La esencia del ser desconoce la estabilidad, oscila permanentemente en las fatigas del ascenso o la caída, sólo conoce dos opciones: trepar o desbarrancarse; el tiempo se vuelve todos los tiempos: las distintas épocas mexicanas conviven en plena tensión; los contrarios se unen y los gemelos se separan; la solemnidad se vuelve relajo; la obscenidad, acto sagrado.

Uno de los primeros comentarios aparecidos en el extranjero sobre la novela fue escrito por C. Wright Mills, el antropólogo social especializado en cuestiones de México, quien en una reseña publicada en el New York Times señalaba: “En La región más transparente, Carlos Fuentes ha creado un paisaje verdaderamente balzaciano. Aquí está todo el caos turbulento, glorioso, sordo e impuro del México contemporáneo. Es la historia de una gran revolución y de su muerte: la novela sobre México para nuestro tiempo”.

Para poner en marcha ese caos turbulento, glorioso, sordo e impuro y no sucumbir bajo su peso, era necesario un lenguaje de amplísimos registros, un lenguaje poderoso, intenso, cáustico y zumbón que sin dificultades pasara del rezo a la imprecación, de la penumbra a la visión. Un lenguaje enemigo de suntuosidades d’annunzianas o intimidades mortecinas. La cultura descomunal con que contaba Fuentes a sus veintiocho años lo auxilió en la empresa. Ahí estaba el eco de los clásicos ingleses, franceses y alemanes, el siglo de oro español, las tendencias narrativas más importantes de nuestro siglo, la prosa tersa de Reyes, la irreverente de Novo, las lecturas de Borges y de varios otros sudamericanos desconocidos entonces por nosotros y, sobre todos, de Balzac, al que conocía perfectamente; el Balzac de las fachadas perfectas y el de los pliegues secretos; el realista, pero también el fantasmagórico y el ocultista. Ese bagaje le permitió a Fuentes erigir la compleja arquitectura sobre la cual están sostenidas sus historias.

En un país como el nuestro, ha insistido en varias ocasiones el autor, donde el sentido de la nacionalidad es excepcionalmente intenso, tanto como lo ha sido y lo sigue siendo en España y en Rusia, es evidente que desentrañar la obsesión nacional y sus raíces haya sido un impulso muy poderoso en buena parte de su obra. Se trata de la misma obsesión de los grandes rusos del XIX, de Thomas Mann y Gunther Grass en Alemania, de Gombrowicz en Polonia, de Kundera en Bohemia, de Mahfuz en Egipto, sin nada en común con un nacionalismo chovinista, por ser todo lo contrario. La región más transparente fue la prueba iniciática de esa vocación: el mundo es real, y de esa premisa se desprenden todas sus otras novelas. Sólo que lo real, la realidad y el realismo en Fuentes constituyen instancias en absoluto diferentes a las que imaginan quienes confunden la realidad con un aspecto deficiente y parasitario de la existencia, alimentada por el conformismo, la mala prensa, los discursos políticos, los intereses creados, las telenovelas, la literatura light, la sociológica, la del corazón y los tratados de autoayuda. En Fuentes el concepto de realidad incluye la invención, la fantasía y la imaginación, aun en sus formas más radicales. Historia y locura jamás están reñidas en su universo; son la presencia de una misma entidad.

Si La región más transparente se hubiera publicado diez o doce años más tarde, hubiese parecido que su concepción se amparaba bajo premisas bajtinianas. Todo en esta novela podría ser ejemplificación de las distintas tesis del pensador ruso: las cronotopías, la carnavalización, la polisemia, el dialogismo, la heteroglosia. Pero no fue sino hasta nueve años después de su aparición, cuando Julia Kristeva, en abril de 1967, publicó el primer artículo de Bajtin en la revista Critique. Más tarde, el fulgor de este excepcional teórico recorrería triunfalmente el universo. Alberto Vital escribió hace algunos años uno de los primeros ensayos, tal vez el primero, sobre las afinidades entre Bajtín y Fuentes.

Fuentes –dice Vital– muestra su clarísima preferencia por las tendencias heterodoxas, laterales, no hegemónicas, nunca iguales a sí mismas, que también interesaron al gran teórico de la carnavalización y de la cultura popular. De hecho, todo el pensamiento de Fuentes fustiga la inmovilidad, el centralismo y las fuerzas centrípetas, y exalta la variedad, la periferia, y las tendencias hacia la dispersión y la fuga.

[...] En “Carta a Salman Rushdie”, un texto incorporado a Geografía de la novela, el autor repite con nuevas palabras un concepto que ha sido fundamental en su literatura y en su presencia pública: “Como todo gran escritor tú has venido a recordarnos que necesitamos al extraño para complementarnos a nosotros mismos. Tú nos dices que nadie, por sí mismo, puede ver la totalidad de lo real. Y que sólo somos únicos porque existen otros, diferentes de nosotros, que con nosotros ocupan el lugar y la hora del mundo”.

[...] En una sociedad literaria como la mexicana, donde el respeto al otro es poco frecuente, la obra y la presencia de Carlos Fuentes son excepcionales.