Abril-Junio 2006, Nueva época Núm.98
Xalapa • Veracruz • México
Publicación Trimestral


 

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Carlos Monsiváis, catequista

 


Carlos Monsiváis y Jorge Luis Borges.
(Foto: Rogelio Cuéllar)

  Poco antes de morir, Isaiah Berlin hizo algunas declaraciones que no dejaron de molestar a los voceros de nuestra actual bienaventuranza. Uno de los más altos atributos del humanista inglés fue su activa universalidad. Berlin estudió y tradujo a eminentes filósofos alemanes, a los novelistas rusos, del gran periodo, a los pensadores italianos del Renacimiento. Es inevitable no asociarlo con sus pares, al menos con quienes le fueron más familiares: Hegel, Tolstoi, Turgueniev, Herzen, Vico, Hume, Stuart Mill. Sin embargo, al final de su vida declaró que el más nocivo enemigo de la cultura era el cosmopolitismo contemporáneo, por haber convertido al mundo en un inmenso desierto de monotonía, en una planicie de vulgaridad. En donde no existe una cultura propia, sostenía, la recepción de otra se reduce a un mero mecanismo imitativo, apto sólo para captar lo más banal, lo más intrascendente del modelo que se pretende absorber. Sólo donde existe una tradición se puede asimilar el saber universal. ¿Qué ocurría? ¿Se había convertido el viejo ciudadano del mundo en un costumbrista, en un protector de los usos y las glorias del terruño? Sin embargo, resulta difícil imaginar una mente menos aldeana que la suya. Nadie como él combatió con tan eficaz inteligencia los sueños nefastos del nacionalismo ideológico. Los cruzados de la posmodernidad consideraron de inmediato al maestro como una reliquia del pasado. Hablar de culturas nacionales en un mundo regido por la globalización ha de parecerles un absoluto disparate.

Pues bien, si se trata de asuntos puramente literarios y en concreto del lenguaje literario, la experiencia de lector me ha convencido de que ninguna obra resultará perdurable si no se afirma en una intensa tradición lingüística. Desde luego, no se puede exigir al escritor una vocación idiomáticamente clausurada, ya que entre los nacidos y formados en espacios plurilingües se cuentan algunos de los más extraordinarios de nuestro siglo: Kafka, Joyce, Flann O’Brien, Beckett, Kusniewicz, Babel, Canetti, y de alguna manera Nabokov y Borges, donde las distintas lenguas cotidianamente empleadas tienden a potenciar la que el autor eligió para expresarse literariamente. Antes de volver al tema del creador y su filiación a una determinada tradición lingüística, me permito citar dos párrafos de una semblanza de Carlos Monsiváis, el autor de Nuevo catecismo para indios remisos:
No mucho después de conocernos, llegó Monsiváis a mi departamento en la calle de Londres, cuando la colonia Juárez no se convertía aún en Zona Rosa, para leerme un cuento terminado de escribir: “Fino acero de niebla”, del que recuerdo que nada tenía que ver con lo que en esa época se escribía en México. Su lenguaje era popular pero muy estilizado; y la construcción eminentemente elusiva. Exigía del lector un esfuerzo para más o menos orientarse. La narrativa escrita por mis contemporáneos, aun los más innovadores, resultaba más bien próxima a los cánones decimonónicos aliado de aquel fino acero. Monsiváis reunía en su cuento dos elementos que definirían más tarde su personalidad: un interés por la cultura popular, en ese caso el lenguaje de los barrios bravos, y una acendrada pasión por la forma, instancias que por lo general no suelen coincidir. Cuando después de la lectura le manifesté mi entusiasmo se cerró de inmediato, como una ostra que tratara de esquivar las gotas del limón.

Otra cita:
Ambos leemos en abundancia a autores anglosajones, yo de preferencia ingleses y él norteamericanos; pero se ha producido una benéfica contaminación. Hojeamos nuestros libros recién adquiridos. Yo hablo de Henry James y él de Melville y Hawthorne; yo de Forster, Sterne y Virginia Woolf, y él de Poe, Twain y Thoreau. Ambos admiramos el humor inteligente de James Thurber, y volvemos a declarar que el lenguaje de Borges constituye el mayor milagro que le ha ocurrido en este siglo a nuestro idioma. En ese momento Monsiváis marca una leve pausa y añade que uno de los momentos más altos de la lengua castellana se le debe a Casiodoro de Reina y a su discípulo Cipriano Valera, y cuando, desconcertado ante aquellos nombres, le pregunto: ¿Y ésos quiénes son?, me responde escandalizado, que nada menos que los primeros traductores de la Biblia al español. Aspira, me dice, a que algún día su prosa muestre el beneficio de los innumerables años que ha dedicado a leer y aprender los textos bíblicos; yo que soy lego en ellos, comento bastante encogido que la mayor influencia que registro por el momento es la de William Faulkner, y allí me da jaque mate al aclararme que el lenguaje de Faulkner, como el de Melville y Hawthorne están profundamente marcados por la Biblia: son una derivación no religiosa del Lenguaje Revelado.

Y una tercera cita, proveniente del propio Monsiváis. La he extraído de su Autobiografía precoz, escrita y publicada en 1966:
Mi verdadero lugar de formación fue la Escuela Dominical. Allí en el contacto semanal con quienes aceptaban y compartían mis creencias, me dispuse a resistir el escarnio de una primaria oficial donde los niños católicos denostaban a la evidente minoría protestante, siempre representada por mí. Allí, en la Escuela Dominical, también aprendí versículos, muchos versículos de memoria y pude en dos segundos encontrar cualquier cita bíblica. El momento culminante de mi niñez ocurrió un Domingo de Ramos cuando recité, ida y vuelta contra reloj, todos los libros de la Biblia en un tiempo récord: Génesis, Éxodo, Levítico, Números, Deuteronomio, etcétera, etcétera.

Eso explica de alguna manera la excepcional textura de la escritura del autor, sus múltiples veladuras, sus reticencias y revelaciones, los sabiamente empleados claroscuros, la variedad de ritmos, su secreto fervor. Monsiváis no leyó únicamente durante su niñez y juventud la traducción reformada de la Biblia, sino también los cómics de la época, las biografías en serie de Emil Ludwig y Stefan Zweig, las traducciones, por lo general farragosas, de la narrativa estadounidense de izquierda: Upton Sinclair, Dreiser, John Dos Passos, Steinbeck, las novelas policiales del género negro, en especial las de Dashiell Hammett y Raymond Chandler, así como la poesía castellana, desde la medieval hasta la contemporánea. El lenguaje bíblico tuvo que aceptar, me imagino que no sin resistencia, ritmos y palabras que en su mayor parte le eran antagónicos; su superficie se revistió con una tonalidad ajena que progresivamente lo fue permeando. La pasión ya manifestada desde entonces por la cultura popular logró penetrar e incorporarse al majestuoso edificio construido por Casiodoro de Reina.

Tal vez por ello aquel inicial “Fino acero de niebla” resultaba diferente a lo que entonces se estilaba en México, de la misma manera que todo lo que después ha escrito resulta diferente a los que escribimos sus contemporáneos. Un fuego de revelación yacente en el interior de la palabra sagrada logra poner en movimiento todas las energías de su lenguaje.

Si se compara el esplendor de las novelas decimonónicas de la Nueva Inglaterra con las que en esa misma época se escribieron en nuestro idioma, estas últimas quedan empequeñecidas al instante. La sola idea de establecer una analogía nos produce un agobio y una disminución escalofriantes. Por un lado Moby Dick, La letra escarlata, La caída de la casa Usher, La vuelta de tuerca. Del otro, Don Gonzalo González de la Gonzalera, El buey suelto, Pequeñeces, Morriña. Las primeras, como decía Monsiváis hace 40 años, son una prolongación de la palabra revelada; las de nuestro idioma surgen de la nada. Tras ellas hay dos siglos de Contrarreforma, donde en vez de la Biblia sólo se leían sermones. Hay, desde luego, dos excepciones inmensas: Galdós y Clarín.

Parecería que hago proselitismo reformista. No es para nada el caso. Me refiero sólo a la potencialidad que presta a una escritura su raigambre en alguno de los momentos de mayor esplendor del idioma. Monsiváis logró esa conexión con el lenguaje insuperable creado por Casiodoro de Reina a mediados del siglo XVI.

Otros lo han hallado en Cervantes, en Tirso, en Lope o Calderón, en Quevedo y Góngora, en Bernal Díaz del Castillo, en Darío, y luego afinado en Vallejo y Jorge Guillén, en Valle-Inclán, Neruda, López Velarde, Borges, Cernuda o Paz. Cuando no se da el encuentro con el gran idioma, la literatura se ensombrece.

Al mismo tiempo, me imagino que la hazaña que Monsiváis realizó un domingo triunfal en que en pocas horas recitó versículo a versículo, los libros sagrados, lo han logrado también otros infantes memoriosos. Mark Twain relata que un compañero de Tom Sawyer recitó de memoria en la Escuela Dominical de su pueblo 24 mil versículos y a los pocos días enloqueció para siempre. Puedo imaginar que triunfos semejantes habrán regocijado también a otros niños que más tarde serían sastres, elevadoristas, médicos o financieros, sin que ese logro de la memoria los impulsara jamás a crear un texto literario. Escribir es, pues, un resultado del azar, del instinto, un acto involuntario, en fin, una fatalidad. Monsiváis, por todo ello, estaba destinado a ser escritor. Pero lo hubiera sido de modo muy diferente si su oído no se hubiera adiestrado desde la niñez en la poderosa lengua de Casiodoro de Reina, el español del siglo XVI.

Y así llegamos al Nuevo catecismo para indios remisos, ese triunfo del estilo, que se recrea en los duros tiempos en que la Nueva España se transformó en un escenario donde, con fervor, con denuedo, con piedad extrema, pero también, ¿por qué no decirlo?, con poco cerebro y frecuentes ramalazos de demencia, la Catequesis hizo su aparición en los territorios recién conquistados. Nos encontramos en un laberinto donde lo lúdico va de la mano con lo sagrado, donde la razón y la fe y la retórica que sostiene esa fe caminan abrazadas. Es, desde luego, un homenaje consciente a Casiodoro de Reina y a su lenguaje, el que a veces aparece como tal, pero también como su parodia. Un lego en estos terrenos, y yo soy uno de ellos, se sabe de antemano perdido. Hay frases de magna extravagancia que al introducirse en un párrafo recuerdan el sabor o el sonido del castellano medieval. En una, Huitzilopochtli le grita a una de sus devotas: “eres para mí como escoria de plata sobre el tiesto”. En otra: “Hermanos, es mi deber alejaros de la tribulación y el fuego.

El Armagedón se acerca. No vituperen las potestades superiores y arrepiéntanse a tiempo. Ya las ovejas son requeridas”. No importa saber qué palabras o frases proceden textualmente de los escritos bíblicos y cuáles no, la voluntad de estilo del autor lo concilia todo. En este libro de milagros, conjuros, prodigios, hechizos, supercherías e ineptos exorcismos, de santos o pícaros que simulan o de buena fe creen ser santos, o de personajes que son, como en los Actos Sacramentales, entidades abstractas que debaten entre sí como la Vaca Sagrada y la Mentira Piadosa, el Halo, el Rezo, el Pecado, la Penitencia y el Velo de la Magdalena, todo se vuelve placer para el oído y asombro para la razón. Tal vez sólo un laico con un amplio bagaje cristiano podría haberse acercado con tanta inocencia a las manifestaciones externas del mundo religioso con el mismo extrañamiento con el que un cronista se acerca a su tema, lo observa, escucha tanto a los protagonistas como a los testigos, y luego da su propio testimonio sin creer ni descreer demasiado de lo visto u oído.

Son varios los registros que Monsiváis maneja. Al abstenerse de la razón teológica se concentra en la manifestación retórica del debate. Así nace la crónica de los infortunios de aquellos siervos del Señor llegados a tierra de Indios donde, la verdad sea dicha, no logran dar una, pues tanto su fe como la estrategia trazada para convertir a los conquistados se estrellan ante los misterios de la nueva tierra y el infinito laberinto de intereses, prestigios, manías y caprichos urdido por la maquinaria eclesiástica y administrativa de los conquistadores. Se trata de fábulas de perdedores, ya que si prelados, arcedianos, monjes de distintas órdenes y catequistas no lograban orientarse, ¿qué se podía esperar entonces de los indios, tanto de los sumisos como de los remisos, ontológicamente mareados por la súbita irrupción de tantas deidades, potestades y enigmas sacros? Si lograban no sucumbir a la espada de los militares o al hierro candente del encomendero, la hoguera inquisitorial paciente y hasta desganadamente los aguardaba, sabedora de que en cualquier momento los acogería en su seno. ¿Cómo responder con estricta ortodoxia a los arteros interrogatorios de los confesores? ¿Cómo entender en el pésimo otomí y en el más que rupestre náhuatl del sacerdote gallego o extremeño, que en cosa de semanas había estudiado y creído dominar esas lenguas, a las que no bajaba de desvariadas y perversas, el oscuro organigrama de la Santísima Trinidad, mismo que, como ya sabemos, ni explicado en la lengua más clara deja de oponer escollos serios a la comprensión?

Los cronistas del siglo XVI ofrecen testimonios de esos desencuentros. A grandes rasgos recuerdo el funesto destino de Amatlécatl, Juan de Dios Amatlécatl después del bautizo, quien convertido a las nuevas enseñanzas y deslumbrado por ellas recorrió caminos proclamando las nuevas bellezas teológicas, confundiendo y aglomerando de paso, Tonantzintla more, dos o tres o más episodios. Contó a quien quiso oírlo que la Santísima Trinidad eran una y tres y todas las personas divinas existentes. “Es Dios Padre, Dios Hijo”, dijo, “y es Eva y Adán y también un Dios Paloma y una serpiente que ofrece manzanas. Esos personajes prodigiosos engendraron al mundo y también a la gran Tenochtitlan, y le dieron valor y fiereza a sus hijos para poder aniquilar ya muy pronto a esos grandísimos hijos de puta, los malditos tlaxcaltecas, y acabar con su simiente para siempre”, añadiendo aún otras desconcertadas razones que no tardaron en conducir al arrobado exégeta a las llamas purificadoras.

Y los que no morían en ellas eran fulminados por el rayo de Huitzilopochtli o la fusta de Texcatlipoca por haber puesto en duda la capacidad mágica de los viejos Dioses. Creyeran lo que creyeran, creyeran o descreyeran, su destino era el mismo: muerte por herejía, por blasfemia, por simonía, por sacrilegio, por apostasía, por posesión diabólica.

En este libro singular, el autor logra el milagro de conciliar un tono seco paródico con una curiosidad no carente de simpatía por aquellos catequistas llegados de lejanas tierras y sumidos en dudas terribles, tal vez por su inocencia que los volvía blanco perfecto de castigos y escarnios, pero también por su casi total falta de luces.

La edición de Era, preparada con el gusto soberbio de Vicente Rojo, hace honor a las láminas de Francisco Toledo y añade fábulas nuevas, a las ediciones anteriores. Algunas se sitúan aún en el periodo colonial, otras tienen como marco el presente.

En las nuevas fábulas el relato se contagia de una aceleración contemporánea y una gestualidad hamponesca. Sus protagonistas parecerían acólitos de los Grandes Señores de Almoloya. Del cambio de las épocas surge la nostalgia, pues el destrampe de hoy hace aparecer aquellas viejas fábulas como estampas severas revestidas de una noble pátina hagiográfica; la vecindad con lo moderno las inmoviliza y eso proporciona al Nuevo catecismo para indios remisos una nueva arquitectura y lo carga de una tensión distinta. Si en las primeras fábulas rige una contienda de forma paródica, en las nuevas todo se convierte en vacilón, en festiva energía, en picaresca urbana, en hazañas desaforadas realizadas por pillastres dotados de imaginación pero ayunos por entero de modales. Tal vez serán ellos quienes alcancen la Gloria, ya que los caminos del Señor, se nos ha dicho, son inescrutables.

El Nuevo catecismo para indios remisos, libro excéntrico entre los excéntricos, es también uno de los más perfectos con que cuenta la literatura mexicana.