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Poco
antes de morir, Isaiah Berlin hizo algunas declaraciones que no dejaron
de molestar a los voceros de nuestra actual bienaventuranza. Uno de los
más altos atributos del humanista inglés fue su activa universalidad.
Berlin estudió y tradujo a eminentes filósofos alemanes, a
los novelistas rusos, del gran periodo, a los pensadores italianos del Renacimiento.
Es inevitable no asociarlo con sus pares, al menos con quienes le fueron
más familiares: Hegel, Tolstoi, Turgueniev, Herzen, Vico, Hume, Stuart
Mill. Sin embargo, al final de su vida declaró que el más
nocivo enemigo de la cultura era el cosmopolitismo contemporáneo,
por haber convertido al mundo en un inmenso desierto de monotonía,
en una planicie de vulgaridad. En donde no existe una cultura propia, sostenía,
la recepción de otra se reduce a un mero mecanismo imitativo, apto
sólo para captar lo más banal, lo más intrascendente
del modelo que se pretende absorber. Sólo donde existe una tradición
se puede asimilar el saber universal. ¿Qué ocurría?
¿Se había convertido el viejo ciudadano del mundo en un costumbrista,
en un protector de los usos y las glorias del terruño? Sin embargo,
resulta difícil imaginar una mente menos aldeana que la suya. Nadie
como él combatió con tan eficaz inteligencia los sueños
nefastos del nacionalismo ideológico. Los cruzados de la posmodernidad
consideraron de inmediato al maestro como una reliquia del pasado. Hablar
de culturas nacionales en un mundo regido por la globalización ha
de parecerles un absoluto disparate.
Pues bien, si se trata de asuntos puramente literarios y en concreto del
lenguaje literario, la experiencia de lector me ha convencido de que ninguna
obra resultará perdurable si no se afirma en una intensa tradición
lingüística. Desde luego, no se puede exigir al escritor una
vocación idiomáticamente clausurada, ya que entre los nacidos
y formados en espacios plurilingües se cuentan algunos de los más
extraordinarios de nuestro siglo: Kafka, Joyce, Flann O’Brien, Beckett,
Kusniewicz, Babel, Canetti, y de alguna manera Nabokov y Borges, donde las
distintas lenguas cotidianamente empleadas tienden a potenciar la que el
autor eligió para expresarse literariamente. Antes de volver al tema
del creador y su filiación a una determinada tradición lingüística,
me permito citar dos párrafos de una semblanza de Carlos Monsiváis,
el autor de Nuevo catecismo para indios remisos:
No mucho después de conocernos, llegó Monsiváis a mi
departamento en la calle de Londres, cuando la colonia Juárez no
se convertía aún en Zona Rosa, para leerme un cuento terminado
de escribir: “Fino acero de niebla”, del que recuerdo que nada
tenía que ver con lo que en esa época se escribía en
México. Su lenguaje era popular pero muy estilizado; y la construcción
eminentemente elusiva. Exigía del lector un esfuerzo para más
o menos orientarse. La narrativa escrita por mis contemporáneos,
aun los más innovadores, resultaba más bien próxima
a los cánones decimonónicos aliado de aquel fino acero. Monsiváis
reunía en su cuento dos elementos que definirían más
tarde su personalidad: un interés por la cultura popular, en ese
caso el lenguaje de los barrios bravos, y una acendrada pasión por
la forma, instancias que por lo general no suelen coincidir. Cuando después
de la lectura le manifesté mi entusiasmo se cerró de inmediato,
como una ostra que tratara de esquivar las gotas del limón.
Otra
cita:
Ambos leemos en abundancia a autores anglosajones, yo de
preferencia ingleses y él norteamericanos; pero se ha producido
una benéfica contaminación. Hojeamos nuestros libros recién
adquiridos. Yo hablo de Henry James y él de Melville y Hawthorne;
yo de Forster, Sterne y Virginia Woolf, y él de Poe, Twain y Thoreau.
Ambos admiramos el humor inteligente de James Thurber, y volvemos a declarar
que el lenguaje de Borges constituye el mayor milagro que le ha ocurrido
en este siglo a nuestro idioma. En ese momento Monsiváis marca
una leve pausa y añade que uno de los momentos más altos
de la lengua castellana se le debe a Casiodoro de Reina y a su discípulo
Cipriano Valera, y cuando, desconcertado ante aquellos nombres, le pregunto:
¿Y ésos quiénes son?, me responde escandalizado,
que nada menos que los primeros traductores de la Biblia al español.
Aspira, me dice, a que algún día su prosa muestre el beneficio
de los innumerables años que ha dedicado a leer y aprender los
textos bíblicos; yo que soy lego en ellos, comento bastante encogido
que la mayor influencia que registro por el momento es la de William Faulkner,
y allí me da jaque mate al aclararme que el lenguaje de Faulkner,
como el de Melville y Hawthorne están profundamente marcados por
la Biblia: son una derivación no religiosa del Lenguaje Revelado.
Y una
tercera cita, proveniente del propio Monsiváis. La he extraído
de su Autobiografía precoz, escrita y publicada en 1966:
Mi verdadero lugar de formación fue la Escuela Dominical. Allí
en el contacto semanal con quienes aceptaban y compartían mis creencias,
me dispuse a resistir el escarnio de una primaria oficial donde los niños
católicos denostaban a la evidente minoría protestante,
siempre representada por mí. Allí, en la Escuela Dominical,
también aprendí versículos, muchos versículos
de memoria y pude en dos segundos encontrar cualquier cita bíblica.
El momento culminante de mi niñez ocurrió un Domingo de
Ramos cuando recité, ida y vuelta contra reloj, todos los libros
de la Biblia en un tiempo récord: Génesis, Éxodo,
Levítico, Números, Deuteronomio, etcétera, etcétera.
Eso explica de alguna manera la excepcional textura de la escritura del
autor, sus múltiples veladuras, sus reticencias y revelaciones,
los sabiamente empleados claroscuros, la variedad de ritmos, su secreto
fervor. Monsiváis no leyó únicamente durante su niñez
y juventud la traducción reformada de la Biblia, sino también
los cómics de la época, las biografías en serie de
Emil Ludwig y Stefan Zweig, las traducciones, por lo general farragosas,
de la narrativa estadounidense de izquierda: Upton Sinclair, Dreiser,
John Dos Passos, Steinbeck, las novelas policiales del género negro,
en especial las de Dashiell Hammett y Raymond Chandler, así como
la poesía castellana, desde la medieval hasta la contemporánea.
El lenguaje bíblico tuvo que aceptar, me imagino que no sin resistencia,
ritmos y palabras que en su mayor parte le eran antagónicos; su
superficie se revistió con una tonalidad ajena que progresivamente
lo fue permeando. La pasión ya manifestada desde entonces por la
cultura popular logró penetrar e incorporarse al majestuoso edificio
construido por Casiodoro de Reina.
Tal vez por ello aquel inicial “Fino acero de niebla” resultaba
diferente a lo que entonces se estilaba en México, de la misma
manera que todo lo que después ha escrito resulta diferente a los
que escribimos sus contemporáneos. Un fuego de revelación
yacente en el interior de la palabra sagrada logra poner en movimiento
todas las energías de su lenguaje.
Si se compara el esplendor de las novelas decimonónicas de la Nueva
Inglaterra con las que en esa misma época se escribieron en nuestro
idioma, estas últimas quedan empequeñecidas al instante.
La sola idea de establecer una analogía nos produce un agobio y
una disminución escalofriantes. Por un lado Moby Dick, La letra
escarlata, La caída de la casa Usher, La vuelta de tuerca. Del
otro, Don Gonzalo González de la Gonzalera, El buey suelto, Pequeñeces,
Morriña. Las primeras, como decía Monsiváis hace
40 años, son una prolongación de la palabra revelada; las
de nuestro idioma surgen de la nada. Tras ellas hay dos siglos de Contrarreforma,
donde en vez de la Biblia sólo se leían sermones. Hay, desde
luego, dos excepciones inmensas: Galdós y Clarín.
Parecería que hago proselitismo reformista. No es para nada el
caso. Me refiero sólo a la potencialidad que presta a una escritura
su raigambre en alguno de los momentos de mayor esplendor del idioma.
Monsiváis logró esa conexión con el lenguaje insuperable
creado por Casiodoro de Reina a mediados del siglo XVI.
Otros lo han hallado en Cervantes, en Tirso, en Lope o Calderón,
en Quevedo y Góngora, en Bernal Díaz del Castillo, en Darío,
y luego afinado en Vallejo y Jorge Guillén, en Valle-Inclán,
Neruda, López Velarde, Borges, Cernuda o Paz. Cuando no se da el
encuentro con el gran idioma, la literatura se ensombrece.
Al mismo tiempo, me imagino que la hazaña que Monsiváis
realizó un domingo triunfal en que en pocas horas recitó
versículo a versículo, los libros sagrados, lo han logrado
también otros infantes memoriosos. Mark Twain relata que un compañero
de Tom Sawyer recitó de memoria en la Escuela Dominical de su pueblo
24 mil versículos y a los pocos días enloqueció para
siempre. Puedo imaginar que triunfos semejantes habrán regocijado
también a otros niños que más tarde serían
sastres, elevadoristas, médicos o financieros, sin que ese logro
de la memoria los impulsara jamás a crear un texto literario. Escribir
es, pues, un resultado del azar, del instinto, un acto involuntario, en
fin, una fatalidad. Monsiváis, por todo ello, estaba destinado
a ser escritor. Pero lo hubiera sido de modo muy diferente si su oído
no se hubiera adiestrado desde la niñez en la poderosa lengua de
Casiodoro de Reina, el español del siglo XVI.
Y así llegamos al Nuevo catecismo para indios remisos, ese triunfo
del estilo, que se recrea en los duros tiempos en que la Nueva España
se transformó en un escenario donde, con fervor, con denuedo, con
piedad extrema, pero también, ¿por qué no decirlo?,
con poco cerebro y frecuentes ramalazos de demencia, la Catequesis hizo
su aparición en los territorios recién conquistados. Nos
encontramos en un laberinto donde lo lúdico va de la mano con lo
sagrado, donde la razón y la fe y la retórica que sostiene
esa fe caminan abrazadas. Es, desde luego, un homenaje consciente a Casiodoro
de Reina y a su lenguaje, el que a veces aparece como tal, pero también
como su parodia. Un lego en estos terrenos, y yo soy uno de ellos, se
sabe de antemano perdido. Hay frases de magna extravagancia que al introducirse
en un párrafo recuerdan el sabor o el sonido del castellano medieval.
En una, Huitzilopochtli le grita a una de sus devotas: “eres para
mí como escoria de plata sobre el tiesto”. En otra: “Hermanos,
es mi deber alejaros de la tribulación y el fuego.
El Armagedón se acerca. No vituperen las potestades superiores
y arrepiéntanse a tiempo. Ya las ovejas son requeridas”.
No importa saber qué palabras o frases proceden textualmente de
los escritos bíblicos y cuáles no, la voluntad de estilo
del autor lo concilia todo. En este libro de milagros, conjuros, prodigios,
hechizos, supercherías e ineptos exorcismos, de santos o pícaros
que simulan o de buena fe creen ser santos, o de personajes que son, como
en los Actos Sacramentales, entidades abstractas que debaten entre sí
como la Vaca Sagrada y la Mentira Piadosa, el Halo, el Rezo, el Pecado,
la Penitencia y el Velo de la Magdalena, todo se vuelve placer para el
oído y asombro para la razón. Tal vez sólo un laico
con un amplio bagaje cristiano podría haberse acercado con tanta
inocencia a las manifestaciones externas del mundo religioso con el mismo
extrañamiento con el que un cronista se acerca a su tema, lo observa,
escucha tanto a los protagonistas como a los testigos, y luego da su propio
testimonio sin creer ni descreer demasiado de lo visto u oído.
Son varios los registros que Monsiváis maneja. Al abstenerse de
la razón teológica se concentra en la manifestación
retórica del debate. Así nace la crónica de los infortunios
de aquellos siervos del Señor llegados a tierra de Indios donde,
la verdad sea dicha, no logran dar una, pues tanto su fe como la estrategia
trazada para convertir a los conquistados se estrellan ante los misterios
de la nueva tierra y el infinito laberinto de intereses, prestigios, manías
y caprichos urdido por la maquinaria eclesiástica y administrativa
de los conquistadores. Se trata de fábulas de perdedores, ya que
si prelados, arcedianos, monjes de distintas órdenes y catequistas
no lograban orientarse, ¿qué se podía esperar entonces
de los indios, tanto de los sumisos como de los remisos, ontológicamente
mareados por la súbita irrupción de tantas deidades, potestades
y enigmas sacros? Si lograban no sucumbir a la espada de los militares
o al hierro candente del encomendero, la hoguera inquisitorial paciente
y hasta desganadamente los aguardaba, sabedora de que en cualquier momento
los acogería en su seno. ¿Cómo responder con estricta
ortodoxia a los arteros interrogatorios de los confesores? ¿Cómo
entender en el pésimo otomí y en el más que rupestre
náhuatl del sacerdote gallego o extremeño, que en cosa de
semanas había estudiado y creído dominar esas lenguas, a
las que no bajaba de desvariadas y perversas, el oscuro organigrama de
la Santísima Trinidad, mismo que, como ya sabemos, ni explicado
en la lengua más clara deja de oponer escollos serios a la comprensión?
Los cronistas del siglo XVI ofrecen testimonios de esos desencuentros.
A grandes rasgos recuerdo el funesto destino de Amatlécatl, Juan
de Dios Amatlécatl después del bautizo, quien convertido
a las nuevas enseñanzas y deslumbrado por ellas recorrió
caminos proclamando las nuevas bellezas teológicas, confundiendo
y aglomerando de paso, Tonantzintla more, dos o tres o más episodios.
Contó a quien quiso oírlo que la Santísima Trinidad
eran una y tres y todas las personas divinas existentes. “Es Dios
Padre, Dios Hijo”, dijo, “y es Eva y Adán y también
un Dios Paloma y una serpiente que ofrece manzanas. Esos personajes prodigiosos
engendraron al mundo y también a la gran Tenochtitlan, y le dieron
valor y fiereza a sus hijos para poder aniquilar ya muy pronto a esos
grandísimos hijos de puta, los malditos tlaxcaltecas, y acabar
con su simiente para siempre”, añadiendo aún otras
desconcertadas razones que no tardaron en conducir al arrobado exégeta
a las llamas purificadoras.
Y los que no morían en ellas eran fulminados por el rayo de Huitzilopochtli
o la fusta de Texcatlipoca por haber puesto en duda la capacidad mágica
de los viejos Dioses. Creyeran lo que creyeran, creyeran o descreyeran,
su destino era el mismo: muerte por herejía, por blasfemia, por
simonía, por sacrilegio, por apostasía, por posesión
diabólica.
En este libro singular, el autor logra el milagro de conciliar un tono
seco paródico con una curiosidad no carente de simpatía
por aquellos catequistas llegados de lejanas tierras y sumidos en dudas
terribles, tal vez por su inocencia que los volvía blanco perfecto
de castigos y escarnios, pero también por su casi total falta de
luces.
La edición de Era, preparada con el gusto soberbio de Vicente Rojo,
hace honor a las láminas de Francisco Toledo y añade fábulas
nuevas, a las ediciones anteriores. Algunas se sitúan aún
en el periodo colonial, otras tienen como marco el presente.
En las nuevas fábulas el relato se contagia de una aceleración
contemporánea y una gestualidad hamponesca. Sus protagonistas parecerían
acólitos de los Grandes Señores de Almoloya. Del cambio
de las épocas surge la nostalgia, pues el destrampe de hoy hace
aparecer aquellas viejas fábulas como estampas severas revestidas
de una noble pátina hagiográfica; la vecindad con lo moderno
las inmoviliza y eso proporciona al Nuevo catecismo para indios remisos
una nueva arquitectura y lo carga de una tensión distinta. Si en
las primeras fábulas rige una contienda de forma paródica,
en las nuevas todo se convierte en vacilón, en festiva energía,
en picaresca urbana, en hazañas desaforadas realizadas por pillastres
dotados de imaginación pero ayunos por entero de modales. Tal vez
serán ellos quienes alcancen la Gloria, ya que los caminos del
Señor, se nos ha dicho, son inescrutables.
El Nuevo catecismo para indios remisos, libro excéntrico entre
los excéntricos, es también uno de los más perfectos
con que cuenta la literatura mexicana.
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