Abril-Junio 2006, Nueva época Núm.98
Xalapa • Veracruz • México
Publicación Trimestral


 

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Anton Chejov
 

   Anton Chejov.
   (Transgrafía: Carlos Torralba)

  Para entendernos, cuando Chejov se definía como un escritor realista, lo hacía con la misma tranquila convicción con que Tolstoi y Dostoievski aceptaban el término. Para ellos y sus contemporáneos, el adjetivo tenía un sentido preciso. Sin duda, Chejov se sorprendería al advertir que no hay un solo ensayo importante hoy día que no se detenga en mostrar la intensa carga simbólica de su obra. La gaviota, donde parodió esa corriente, es quizás el más simbolista –¡lo es desde el mismo título!– de sus dramas.

Aunque Chejov considerara que su literatura se inscribía en la tradición realista rusa, era consciente de las diferencias fundamentales existentes entre su obra y la de sus predecesores y contemporáneos. Sus búsquedas y propósitos no podían ser más disímiles. El aliento épico de Tolstoi, la exaltación espiritual de Dostoievski, el patetismo de Andreiev le eran visceralmente ajenos. Su obra marca no sólo el fin de un periodo literario, también clausura un mundo histórico. Se trata, como lo ha visto con exactitud Vittorio Strada, de un escritor de transición situado entre dos mundos. La originalidad de Chejov desconcertó a sus contemporáneos, y, en su primera época, resultó verdaderamente incomprensible. “Aun en nuestros días”, añade el crítico italiano, “sigue siendo el escritor más difícil de la literatura rusa, puesto que bajo un máximo de aparente transparencia se oculta un núcleo cerrado que escapa a toda formulación crítica”.

Una modalidad del relato chejoviano es su fragmentación, a veces su pulverización. No se trata de un capricho. Es la respuesta formal a una de sus inquietudes fundamentales. El mundo de Chejov parece girar en torno a un eje: la incomunicación.

La ruptura de la comunicación se da sobre todo entre las personas más sensibles, más generosas, y afecta las relaciones más delicadas, las de los amantes, los amigos, las existentes entre padres e hijos. Los personajes poco a poco enmudecen, las palabras se les congelan, y cuando se ven forzados a hablar coagulan el lenguaje, lo infectan, de modo que aquello que podría ser fiesta de reconciliación se transforma en duelo de enemigos o, peor aún, en una indiferencia desdeñosa. En 1888, Chejov inició con La estepa una nueva escritura, cuya originalidad parece no advertir del todo, por lo menos entonces. Había escrito durante ocho años cuentos y novelas. En La estepa el mundo aparece contemplado por los ojos de un niño, pero el lenguaje no es el de la infancia sino que pugna por alcanzar otros niveles.

El reto era más arduo de lo que parecía a primera vista. Chejov no se conformó con seguir la mirada del niño y traducir en lenguaje perfecto sus descubrimientos, sus entusiasmos, sus temores; se propuso algo más complejo: fundir la propia visión del universo del autor con las reducidas percepciones de un protagonista infantil. Ahí nació una nueva poética. Las percepciones de Egoruschka, el niño, constituyen el cuerpo fundamental del relato, pero las refinadas descripciones de la naturaleza, las digresiones y reflexiones sobre ella difícilmente podrían serle atribuidas. El relato corresponde a una visión infantil, pero está escrito en un estilo no siempre accesible a esa visión.