Abril-Junio 2006, Nueva época Núm.98
Xalapa • Veracruz • México
Publicación Trimestral


 

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Patricia Highsmith
 
   Patricia Highsmith.
   (Transgrafía: Carlos Torralba)

  En la tradicional novela inglesa de detectives todo deberá ocurrir como en un juego de ajedrez, donde contienden el criminal y su perseguidor (detective, inspector policíaco o mero aficionado), quien a la postre descubrirá al culpable y lo conducirá hasta el justo castigo que merece. Su marco suele ser una casa de campo palaciega, un prestigioso club londinenese, un hotel de lo más respetable, un yate; es decir un círculo cerrado donde se muevan damas y caballeros de amplios recursos económicos, modales excelentes y acento perfecto. La sociedad es en esencia y por naturaleza buena. De pronto, en su seno se produce una anomalía: un acto criminal y el consecuente clima de zozobra. Aparecen varios presuntos culpables; algunos con un pasado que oculta momentos oprobiosos. El investigador se pierde en una maraña de pistas falsas. Por fin el criminal es atrapado y castigado. Una tormenta contenida en un vaso, las aguas se remansan, the show must go on. En la siguiente transfiguración del género, la novela negra norteamericana, los términos se han invertido. La sociedad es por principio culpable. Está enraizada en el crimen y en el crimen prospera. El investigador se interna en una oscura selva donde reinan los rapaces, los crueles, los corruptos. A lo largo de una acción que desconoce por completo el reposo, recibe y asesta golpes a granel.

Tiene poca o ninguna confianza en la ley, a la que de alguna vaga manera representa. Su triunfo consiste en lograr que los malvados entren en conflicto, se combatan y terminen destruyéndose unos a otros. En las últimas páginas el mal ha sido vencido, pero nunca erradicado. En la mente del lector queda arraigada la convicción de que la enfermedad que padece el organismo social es endémica. Una y otra vez volverá a repetirse, con sordidez creciente, el ciclo de violencia.

El jardín que Patricia Highsmith cultiva es del todo distinto. En él los cánones clásicos pierden su vigencia. No sólo los procedimientos literarios sino también la relación entre perseguidor y perseguido difieren de cualquier modelo consagrado. El efecto de retardación preconizado como uno de los recursos básicos de la novela de misterio por los formalistas rusos, deja en esta escritura de tener sentido. No hay enigmas ni datos oscuros. La manga de la autora no esconde carta alguna. Si hay misterio, es muy diferente a aquél al que estábamos acostumbrados. Autora y lectores viven permanentemente en el umbral de un desenlace. Así, hacia la mitad de Aguas profundas sospechamos que no puede haber prolongación posible, que la novela va a derrumbarse si la acción no se detiene en ese punto. Se pregunta uno asombrado con qué podrá llenar la Highsmith las páginas siguientes. Proseguimos la lectura casi con incredulidad, con desconfianza, adentrándonos con creciente avidez en un sueño oscuro; chapoteamos en aguas putrefactas hasta llegar desfallecientes, sin aliento, como en un delirio, al horrible desenlace final.

Highsmith escribe la novela de crímenes del periodo postindustrial. La sociedad no aparece como una entidad buena o mala, sino como algo fundamental y atrozmente tonto, constituido por una legión de homúnculos mediocres, alimentados por sueños y deseos minúsculos. Ante nuestros ojos aparece uno de los más devastadores retratos de la vida norteamericana contemporánea; pueblerina, vacua, ramplona, obtusa. Como en la novela negra, y ése es uno de sus pocos puntos de contacto, la sociedad es un organismo enfermo. Quienes se resisten a acatar sus normas, las tácitas aún más que las expresas, deben refugiarse en una especie de duermevela permanente.