Abril-Junio 2006, Nueva época Núm.98
Xalapa • Veracruz • México
Publicación Trimestral


 

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José Vasconcelos
 

José Vasconcelos.
(Transgrafía: Carlos Torralba)

  Debo haber tenido once o doce años cuando oí mencionar por primera vez el nombre de José Vasconcelos. En una ocasión, durante unas vacaciones pasadas en la Ciudad de México, en casa de una de mis tías por el lado paterno, tomé un libro que alguien había dejado sobre un sillón, y distraídamente comencé a hojearlo. Se trataba de La tormenta. Pasaba las páginas de manera mecánica sin mayor interés, casi por inercia, cuando apareció mi tía –su generosidad me había proporcionado las lecturas canónicas correspondientes a mis cambios de edad: cuentos de hadas, Verne, London, Stevenson, Dickens; me parece que en la época a la que me refiero andábamos ya por Tolstoi–, quien pareció asombrarse al ver aquel volumen en mis manos. Sin parecer darle importancia al asunto me sugirió cambiar de lectura; ese libro trataba de asuntos demasiado complejos –me dijo–, y al no conocer bien la historia de México no lograba sino aburrirme. Agradecí su consejo. En mi casa me habían tratado de interesar en el voluminoso México a través de los siglos donde, desde la inicial exposición de motivos, me sentí perdido.

Todo habría quedado ahí si por la noche, durante la cena, mi tía no hubiera referido aquel incidente, añadiendo alguna misteriosa alusión a mi precocidad. Comentó haberme encontrado embebido en uno de los pasajes más escabrosos del libro; lo que de haber sido cierto me había pasado por entero inadvertido. Ese comentario dio lugar a una conversación acalorada. Un médico, amigo íntimo de la familia, manifestó estruendosamente su admiración por el Maestro y su repulsa a la inicua manera con que el país había pagado sus esfuerzos. Sus libros proclamaban no una sino muchas verdades que nadie había tenido el valor de pronunciar en México, y añadió que a él no le escandalizaba, como a tantos hipocritones y mojigatos, que el Maestro –durante años siempre que alguien mencionaba el nombre de Vasconcelos anteponía la palabra “Maestro”, término que al instante se teñía de una pátina de grandeza y martirio– hubiera descrito en forma tan descarnada sus pasiones. El Maestro podía darse el lujo de hablar de sus amantes y de cualquier otro asunto como le diera su real gana.

“Léelo”, me dijo, “no permitas que te oculten nada; léelo, te va a hacer bien. Vas a saber lo que es un hombre de verdad caído en medio de una bola de lacayos y pendejos”. Luego la conversación se animó aún más con anécdotas sobre el personaje, su pasado, sus viejas, su campaña presidencial, su derrota y su fe en México, que la nación no había sabido apreciar.

Al regresar de vacaciones, encontré en casa el Ulises criollo y La tormenta. Obras que, me imagino, figuraban obligatoriamente en los libreros de toda la clase media ilustrada del país. Comenté la divertida discusión que había tenido lugar en México y, para mi sorpresa, mi tío (mi tutor), no la encontró tan divertida. La mención de Vasconcelos imponía de inmediato un tono de respeto sombrío. Corroboró la extraordinaria calidad del personaje, la admiración que se le debía, y añadió que, en efecto, aún no estaba yo en edad de leer esos libros, no, sobre todo La tormenta, que trataba cuestiones personales de las que no tenía sentido enterarme. Por supuesto deduje que esas cuestiones eran “las viejas” del Maestro. Mi abuela pasaba buena parte de su tiempo refugiada en las novelas. No compartía el criterio de lecturas progresivas en virtud de la edad; cualquiera de sus libros estaba a mi disposición. Si había leído la Nana, de Zola y, en cambio, no era posible asomarme a las páginas de La tormenta eso debía significar que contendrían escenas verdaderamente apocalípticas. Tal vez se tratara de un libro parecido a los de Peral o de El Caballero Audaz, dos vulgarísimos pornógrafos de la época que un compañero de escuela había descubierto en el dormitorio de su hermano mayor, y que leíamos a escondidas con más desconcierto que regocijo.

Sólo tres o cuatro años más tarde, ya estudiante en preparatoria, pude devorar –con pasión y deslumbramiento– aquellos dos primeros volúmenes autobiográficos, y más tarde, ya en la Universidad, continué con los otros dos restantes, pero entonces lo hice con interés más bien decaído y a menudo ganado por la exasperación y el disgusto. En ninguna parte tropecé con las escenas de alto riesgo que aguardaba. La figura de Vasconcelos me era ya bien conocida; había leído y oído comentarios nada entusiastas sobre él, algunos feroces, otros desganados; todos desacralizadores.