Abril-Junio 2006, Nueva época Núm.98
Xalapa • Veracruz • México
Publicación Trimestral


 

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Roma
  Para Rodríguez Prampolini, este reconocimiento le causa mayor alegría que el Premio
  En la primavera de 1966 estuve unos días en Italia. Al pasar frente a la librería la encontré cerrada, es más, inexistente. Habían desaparecido las vitrinas a ambos lados de la puerta que mostraban día y noche las últimas novedades editoriales. El rótulo con el nombre de la librería había desaparecido. Sentí la herida del tiempo, su malignidad, con una intensidad terrible. Aquella desaparición era un modo de castigar la inmensa felicidad del joven que un día apareció por allí, hurgó un poco en las estanterías y salió a la calle con Orlando furioso, Il compagno y Tra done sole bajo el brazo.

En todas las ciudades donde viví he conocido experiencias semejantes. Tropezar con esos cambios disminuye no sólo el placer del viaje, sino también la conciencia concreta del pasado. A veces debo dar algunas vueltas para no tener que pasar por un sitio donde ha ocurrido uno de esos percances... No ver, por ejemplo, en una ciudad de la Italia central, que donde había un teatro hoy existe una discoteca cuyas chillantes luces de neón suplantan las que de manera más discreta anunciaban a Paolo Stampa y a Rina Morelli en una comedia de Goldoni, o que en lugar de un café de medio pelo donde solía sentarme a escribir en Roma se erige hoy en día una tienda de souvenirs de mal gusto para turistas adocenados.

En la misma Roma, he dejado de pasar desde hace muchos años por esa calle estrecha, también desembocante en la Piazza del Popolo, cuya excentricidad estriba en que una acera se llama Via de la Penna, y la de enfrente Via dell’Oca. Es la única calle que conozco con esas características. En una de las aceras vivían Alberto Moravia y EIsa Morante, y en la de enfrente había dos trattorias esenciales en el mapa de mi vida, la de Mondino, y a unos cuantos pasos, la de Pietro. Mondino había sido combatiente de las brigadas internacionales en la Guerra Civil española; después, durante toda su vida, un antifascista sin fisuras. Atendía su trattoria con su mujer y un hijo. Los tres cocinaban y servían. Se comía en largas mesas alrededor de la estufa. La clientela estaba formada por estudiantes, intelectuales jóvenes, estudiantes de teatro, pintores pobres y algunos becarios extranjeros. Se dividían entre comunistas y existencialistas. Tenían un ídolo en común: Sartre, muy cercano entonces al Partido Comunista Italiano. Su Crítica de la razón dialéctica era el libro más mencionado en aquel recinto. Se discutía sin tregua, de filosofía y de marxismo, sobre todo. Había discusiones que parecía estaban a punto de desencadenar una batalla. Alguien contaba entonces una broma y eran siempre las carcajadas quienes ganaban la batalla. Olía a sudor, a humo, a cebolla y a aceite de oliva. Cuando no tenía dinero, comía gratis, sólo con complacer a Mondino con hablar en español sobre Machado, y oído decir muchos de sus poemas, que sabía de memoria.

Por las noches, cenaba en la trattoria vecina, la de Pietro, un calabrés que detestaba la bohemia, la bulla juvenil, las ideas extremistas y, por lo mismo, me imagino, a Mondino. Allí encontraba a María y a Araceli Zambrano, a algunos literatos, periodistas y cineastas importantes, aunque pocas veces a los más famosos, porque el lugar era más bien modesto. La figura central era María, quien, de hecho, había convertido la trattoria en su salón. En torno a ella se sentaban hispanistas destacados, algunos intelectuales, y visitantes españoles o latinoamericanos de paso por Roma. Cuando llegaba algún grupo de españoles jóvenes, María se crecía. Les hablaba de su juventud republicana, de su maestro Ortega, de los escritores de su generación, de la Guerra Civil, de la derrota y el exilio. Se convertía, entonces, en un personaje trágico: Hécuba, Casandra y, por supuesto, Antígona. Envuelta en el humo de su cigarrillo, mirando hacia lo alto, escanciaba las palabras, como si un espíritu superior visitara su cuerpo, se posesionara de ella y utilizara su boca para expresarse. No levantaba la voz, hablaba como en trance, aspiraba el cigarrillo, hacía una pausa para el humo y en ese momento, antes de iniciar la siguiente frase, la atmósfera se cargaba de una intensidad casi intolerable; los jóvenes españoles parecían recorridos por una electricidad sagrada, y yo con ellos, y el restaurante entero, comprendieran o no el español los comensales. No le gustaba cerrar en un momento de pathos. Una vez logrado, pasaba, como si nada, a relatar anécdotas de Cernuda, o de Lezama Lima, o de Prados, con quienes mantenía una cerrada correspondencia. Me imagino que cuando los jóvenes volvían a España lo que recordaban de Roma era sobre todo el momento en que habían visto y oído a María Zambrano. Yo a veces no podía resistir tanta intensidad, salía de allí con fiebre y pasaba algunos días enfermo en la pensión donde vivía.

María y Araceli han muerto, y también Mondino y Pietro. Sus trattorias tienen hoy otros nombres y otro estilo. Ha desaparecido sobre todo la atmósfera exultante de generosidad, de frenesí, de angustia y esperanza que caracterizaba a Roma prima del miracolo economico. Revisar el pasado significa, entre otras tristezas, contemplar un mundo que es, y al mismo tiempo ha dejado de ser, el mismo.