Abril-Junio 2006, Nueva época Núm.98
Xalapa • Veracruz • México
Publicación Trimestral


 

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Praga
  Para Rodríguez Prampolini, este reconocimiento le causa mayor alegría que el Premio
  El mismo vacío producido al final del sueño, cuando por una desconcertante metamorfosis, mi supuesta obra maestra se convirtió en una parvada de avestruces, se repitió en la vida real cuando descubrí la inexistencia total de Praga, como ciudad, en mis cuadernos. Había vivido cautivo –¡felizmente cautivo!–, consciente de que se producía un milagro cada vez que me aventuraba a salir a la calle y me perdía en la red de senderos inextricables que componen la Praga medieval y el antiguo barrio judío, o el asombro ante las amplias perspectivas que de pronto se abrían a la mirada al acercarse al río o al cruzar cualquiera de sus puentes, o también cuando me deslizaba a la sombra de amplios muros, hechos y rehechos a través de siglos, como palimpsestos de piedra y de diversos barros que guardaran mensajes relacionados con el culto de Osiris, de Mantra, del mismo Belcebú.

De todas las ciencias que en Praga tienen cabida la de más prestigio es la alquimia. Por algo Ripellino tituló Praga mágica al mejor de sus libros. Durante seis años visité sus santuarios, los que conoce todo el mundo, pero también otros, los secretos; recorrí avenidas espléndidas que son parques y se vuelven bosques, y también callejuelas escuálidas, pasajes ramplones, sin forma ni sentido. Caminé acompasadamente una y otra vez sobre losas que conocieron las pisadas del Golem, de Joseph K. y de Gregorio Samsa, de Elena Marti-Makropulos, del soldado Schveik, del rabino Levy, con coro de ocultistas, de salamandras, de robots y de algunos miembros más de la variopinta familia literaria de Bohemia. Praga: observatorio y compendio del universo: Imago mundi absoluto: Praga.

Tuve la fortuna de que mi llegada a Praga coincidiera con una exposición de Matyas Braun, el gran escultor barroco de Bohemia, quien transformó la piedra, la sometió a una tensión desconocida, extrajo de su seno ángeles y santos, los descoyuntó y colocó en posiciones corporales imposibles, y quien, en plena posesión de su libertad, logró que lo sacro tocara lo caricaturesco, lo delirante, lo que distingue el barroco de Bohemia de los de Roma, Baviera y Viena. Braun no es un desacralizador, de ninguna manera, en todo caso sería un angustiado. Me da vergüenza decirlo, pero ni siquiera había conocido hasta entonces el nombre de aquel inmenso artista. Después de ver la exposición recorrí los caminos de Bohemia y Moravia para ver el resto de su obra.

Estoy casi seguro de que el mismo día en que me deslumbró la muestra de Braun, auxiliado por un plano de la ciudad, logré encontrar el Café Arco, uno de los recintos sagrados de la literatura de entreguerras, el lugar donde Franz Kafka se reunía con sus mejores amigos: Franz Werfel, Max Brod, Johannes Urzidil, el adolescente Leo Perutz. Todos ellos jóvenes judíos de familias más o menos pudientes, escritores en lengua alemana, formaban el segmento praguense de la escuela de Viena. Se consideraban a sí mismos provincianos, desconectados del idioma vivo, ajenos a la contemporaneidad, al prestigio de la metrópoli, y la verdad es que su sola existencia significaba, aunque entonces ni ellos ni el mundo lo supieran, la zona de máxima tensión de la lengua alemana. Visto desde la calle y sobre todo en el interior, el local no podía ser más deleznable. Se parecía a todos los locales de quinta clase, sucios y desapacibles que Hasek crea para su soldado Schveik. El mismo barrio donde estaba situado parecía haber perdido un pasado prestigio que, por otra parte, debía haber sido modesto. Imaginar a aquellos jóvenes geniales conversando alrededor de una mesa en ese espacio gris, desprovisto de atmósfera, con un suelo lleno de colillas de cigarros, de papeles grasosos, de mugre, para cambiar ideas y discutirlas, o leerse sus textos recientes, tenía algo de obsceno.

En otra ocasión, en mi primer verano de Praga, una tarde de bochorno imposible salí con mi guía en la mano a buscar un par de sinagogas de difícil locación y la llamada casa de Fausto. Me dirigí primero a ésta, en el corazón de la ciudad nueva. Nueva, en Praga, significa cualquier zona edificada a partir del siglo XVII. La casa de Fausto era un palacio grande, solemne, neutro. Ni siquiera la luz enceguecedora del sol veraniego mitigaba su aspecto funeral. La casa se encuentra frente a una plaza con altos y frondosos castaños, que, a saber por qué, no contribuyen a embellecer el lugar. Una plaza bien arbolada, con prados amplios y variados macizos de flores, sin gracia. Supe luego que en tiempos pasados se le conocía como la plaza de las brujas. Ya en la Edad Media era sabido que en algunos locales de los alrededores se reunían los hechiceros, las brujas, los espiritistas, los alquimistas, ¡y también las amantes y los hijos de Satán! Cada 30 o 50 años, en ese barrio se calentaban los ánimos. Alguien esparcía el rumor de que los cadáveres de unos niños desaparecidos habían sido encontrados a orillas del río con marcas en el cuerpo parecidas a ciertos signos utilizados en los ritos satánicos, o cosas por ese estilo, que nadie podía probar porque sencillamente no habían existido, pero los ánimos se enturbiaban, se exaltaban y luego ocurría lo de siempre: puertas de tugurios y escondrijos derribadas, captura con sevicia extrema de brujas y demás visionarios; luego el fuego que, por racimos, carboniza durante varios días a esa gentuza maldita y desvariada.

En 1583, Rodolfo II, el Emperador, transfirió de Viena a Praga la capital de los Habsburgo. Su credulidad parecía infinita y ninguno de los múltiples desengaños sufridos pudo mitigarla. Estaba convencido de que encontraría la fórmula de la piedra filosofal, aquella que podía prolongar la vida hasta trescientos o cuatrocientos años y que había ya, existían pruebas de eso, convertido a algunos seres humanos en inmortales. Estaba convencido también de que había un procedimiento alquímico con el que unas cuantas gotas podían transformar los metales en oro. Sostenía haberlo visto. Durante su reinado, centenares de alquimistas de distinto plumaje cayeron sobre Praga.