Abril-Junio 2006, Nueva época Núm.98
Xalapa • Veracruz • México
Publicación Trimestral


 

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En México, entre amigos y libros
Un día de 1957
  Para Rodríguez Prampolini, este reconocimiento le causa mayor alegría que el Premio
  Espero a Monsiváis en el Kikos de la avenida Juárez, frente al Caballito. Quedamos de vernos a las dos, comer juntos y darles un vistazo a las últimas planas del material que publicaré en los Cuadernos del Unicornio. No sé cuántas veces he releído esas pruebas, pero me sentiré más seguro si él les echa un vistazo. Carlos fue el primer lector de los cuentos que formarán el Cuaderno; el primero, “Victorio Ferri cuenta un cuento”, le está dedicado. Lo veo casi a diario, aunque a veces sólo de paso. Nos conocimos hace tres años; sí, en 1954, durante los días que antecedieron a la “Gloriosa Victoria”.

Participamos, entonces, en un Comité Universitario de Solidaridad con Guatemala; colectamos firmas de protesta, distribuimos volantes, acudimos juntos a una manifestación que se inició en la Plaza de Santo Domingo. Vimos allí a Frida Kahlo, rodeada por Diego Rivera, Carlos Pellicer, Juan O’Gorman y algunos otros “grandes”. Ella vivía ya por entero a contracorriente; fue su última salida pública, murió poco después. A partir de esas jornadas comencé a ver a Carlos con frecuencia; en el café de Filosofía y Letras, en algún cineclub, en la redacción de Estaciones, en casa de amigos comunes. Lo encontraba, sobre todo, en librerías.

No mucho después de conocernos llegó a mi departamento, en la calle de Londres, cuando la colonia Juárez aún no se convertía en Zona Rosa, para leerme un cuento terminado de escribir: “Fino acero de niebla”, del que sólo recuerdo que nada tenía que ver con lo que en esa época era la joven literatura mexicana. Su lenguaje era popular, pero muy estilizado; y la construcción, eminentemente elusiva. Exigía del lector un esfuerzo para más o menos orientarse. La narrativa escrita por mis contemporáneos, aun los más innovadores, resultaba más bien próxima a los cánones decimonónicos al lado de aquel fino acero. Monsiváis reunía en su cuento dos elementos que definirían más tarde su personalidad: un interés por la cultura popular, en ese caso el lenguaje de los barrios bravos, y una pasión por la forma, instancias que por lo general no suelen coincidir. Cuando después de la lectura le manifesté mi entusiasmo se cerró de inmediato, como una ostra que tratara de esquivar las gotas del limón.

Acababa de leer, cuando apareció Luis Prieto. Saludó afectuosamente a Carlos, quien de inmediato introdujo sus cuartillas en un libro, como si se tratara de documentos comprometedores. Luis contó que llegaba de Las Lomas, de una reunión muy entretenida con teósofos ingleses, seguidores de Ouspensky; uno de ellos, muy rico, Mr. Tur-Four, o Sir Cecil Tur-Four, como lo llamaban los miembros, se había propuesto construir un nicho de meditación, un templo, para decirlo claro: El Ojo de Dios, en las cercanías de Cuautla, donde la comunidad podría celebrar los ritos necesarios. Unas treinta personas habían acudido para expresarle su gratitud. Luis decía no entender por qué razón lo habían invitado. A mí no me extrañaba; lo había acompañado en muchas de sus andanzas por el inextricable laberinto de excentricidad que la ciudad escondía en aquella época, un mundo que incluía a nacionales y extranjeros, a maestros, notarios, arqueólogos, viejas condesas balcánicas, restauranteros chinos, médiums italianas, actrices famosas, estudiantes anónimos, coreógrafos, maestras rurales y opulentos propietarios de colecciones de arte africano, oceánico o prehispánico que habían recorrido el mundo alojadas en los museos más famosos, pero también otros, más que modestos, que reunían cajas de cigarrillos, botellas de cerveza, zapatos.

Luis era, además, amigo de dos monjas exclaustradas en los tiempos de la persecución religiosa; una de ellas, de suyo desapacible, mexicana, hija de inglés, Párvula Dry, quien a la menor provocación solía relatarle a cualquiera que tuviese delante, aun al más absoluto desconocido, su escabrosa odisea posconventual, su arduo camino hacia la Verdad. La otra jamás hablaba, sólo asentía gravemente a lo que decía su vocero.

Siempre que las vi con Luis, Párvula Dry repitió, casi con las mismas palabras, que si tanto ella como la otra, la ex superiora, habían logrado conocerse a sí mismas, se lo debían, no al psicoanálisis, al que por algún tiempo recurrieron, ni al budismo tántrico, que es sólo una falacia, ni a las enseñanzas de Krishnamurti, de las que nada aprendieron, sino al encuentro con el Tertium organum, de Ouspensky. Luis se movía como pez en el agua entre estos personajes exaltados.

Al fin comenzó a hacernos la reseña de la reunión, de los personajes que habían asistido, de las situaciones que se produjeron. Nos contó que, a mitad del informe de mister Tur-Four sobre los progresos en la construcción de El Ojo de Dios, un hombre inmenso, casi un monstruo de gordura, cayó de repente en trance y por su boca el Maestro, Ouspensky por supuesto, insultó violentamente al mecenas y al par de monjas disolutas que lo manipulaban, cuya sola presencia, decía, ensuciaba la Obra. Nos reseñó el revuelo que se produjo en la sala ante aquellas palabras, y el asombro de Luis cuando varios de los presentes en vez de tratar de silenciar al gigante que continuaba su perorata en estado mediúmnico, empezaron violentamente a insultarse entre sí.

Algunos cayeron en trance y produjeron mensajes contradictorios. Una mujer esquelética, que en su sano juicio hablaba como un pajarito, emitió una voz estruendosa con la que amenazó al reptil, esa larva que pretendía ser mensajero del Maestro, con expulsarlo de la secta, y añadió que las antiguas monjas, siervas del papismo en otros tiempos, se habían ya redimido y que tanto ellas como el magnánimo Sir Cecil Tur-Four eran absolutamente necesarios para que la Verdad pudiera revelarse.

Unos y otros caían en convulsiones para decirse majaderías cada vez más fuera de tono hasta que él, Luis Prieto, ahuecó la voz y en tono cavernoso anunció: “¡La sesión ha sido suspendida!”[...] Hasta entonces, en el tiempo que llevaba yo de tratar a Carlos nunca lo había visto reír del todo, no imaginaba que fuese receptivo, él, tan ensimismado, tan encerrado en los libros, a ese tipo dislocado de humor. Fue la primera vez que oí sus inimitables carcajadas. Luis y yo comenzamos a hacer variaciones sobre el relato, a añadir personajes, a acercar algunas escenas al delirio y, para mi sorpresa, el neófito no sólo reía rabelaisianamente, sino que con gran destreza contribuyó a armar y desarmar el rompecabezas verbal, el gran juego del cual la sinopsis narrativa de Luis había sido sólo un punto de partida.

Esas historias habían ocurrido tres años antes del día en que espero a Carlos en el Kikos de la avenida Juárez. Lo espero mientras leo ¡Lástima que sea una puta!, la intensa, truculenta y dolorosa tragedia de John Ford. De las obras que conozco del teatro isabelino, incluidas las de Shakespeare, la tragedia de Ford es una de las que más me impresionan. Comencé a leerla cuando llegué al restaurante y estoy ya cerca del final, cuando estalla la cólera del hermano incestuoso al saberse traicionado. Es un periodo literario que frecuento cada vez más. Me gustaría estudiarlo a fondo, sistematizar mis lecturas, tomar notas, establecer la cronología de la época. Pero siempre ocurre lo mismo: en el momento de mayor fervor me desvío hacia otros temas, otras épocas, y acabo por no profundizar en nada.

Carlos es siempre impuntual, pero en esta ocasión se le pasa la mano; es posible que ni siquiera llegue. Tengo un hambre feroz; me decido a pedir la comida corrida. Como, y sigo leyendo a Ford. A la hora del postre llego al final, que me deja aterrorizado. En ese momento aparece Carlos. Viene de Radio Universidad, donde participó, me dice, en la grabación de un programa sobre ciencia ficción. Pide sólo una hamburguesa y una coca-cola. Pone las pruebas de imprenta al lado de su plato y las lee en unos cuantos minutos mientras come. Hace una o dos correcciones. Saca luego de un libro un par de páginas, tacha algunas palabras, añade otras, rectifica por completo las últimas líneas.

Me pide acompañarlo al Excélsior, que queda a un paso, a entregar la nota que acaba de corregir; es cosa de sólo un minuto. En un dos por tres llegaremos a casa de Juan José Arreola para entregarle las pruebas. Allí nos espera José Emilio Pacheco, quien entregará hoy las planas de La sangre de Medusa, que se publicará también en los Cuadernos del Unicornio.

En la planta baja del edificio inmediatamente contiguo al Kikos se encuentra la librería Zaplana, la más grande de México; no resistimos la tentación de echar un vistazo a las mesas y estanterías de aquel inmenso recinto. Cada uno sale con un imponente bulto bajo el brazo. Nos enorgullece el rápido crecimiento de nuestras bibliotecas (la suya, con los años sobrepasará los treinta mil ejemplares). Volvemos a entrar al Kikos para pedir que nos vendan unas cajas de cartón porque es imposible moverse por la calle o subir a un autobús con esa cantidad de libros en las manos. Mientras buscan la caja, tomamos un café, y examinamos nuestros hallazgos. En los cuatro años de amistad nuestras lecturas se han expandido y entreverado. Coincidimos ese día en comprar Conrad. Yo llevo Victoria y Bajo las miradas de Occidente, y él Lord Jim, El vagabundo de las islas y El agente secreto. Ambos leemos en abundancia autores anglosajones, yo de preferencia ingleses y él norteamericanos; pero se ha producido una benéfica contaminación. Hojeamos los libros adquiridos. Yo hablo de Henry James y él de Melville y de Hawthorne; yo de Forster, Sterne y Virginia Woolf y él de Poe, Twain y Thoreau.

Ambos admiramos el humor inteligente de James Thurber, y volvemos a declarar que el lenguaje de Borges constituye el mayor milagro que le ha ocurrido en este siglo a nuestro idioma; hace allí una leve pausa y añade que uno de los momentos más altos de la lengua castellana le es debido a Casiodoro de Reina y a su discípulo Cipriano Valera, y cuando, desconcertado ante aquellos nombres, le pregunto: ¿y ésos quienes son?, me responde escandalizado, que nada menos que los traductores de la Biblia.

Aspira, me dice, a que algún día su prosa muestre el beneficio de los infinitos años que ha dedicado a leer los textos bíblicos; yo, que soy lego en ellos, comento bastante encogido que la mayor influencia que registro por el momento es la de William Faulkner, y allí me da jaque mate al aclararme que el lenguaje de Faulkner, como el de Melville y Hawthorne, están profundamente marcados por la Biblia: son una derivación no religiosa del Lenguaje Revelado. Advierte de pronto que se ha hecho muy tarde, que tenemos que volar al Excélsior a entregar su nota.