Año 2 • No. 58 • abril 22 de 2002 Xalapa • Veracruz • México
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Otilia Rauda
Una novela que desborda sus costuras
Claudia Domínguez Mejía
 

El poder que asienta su base en la perturbación erótica es el arma de dos filos de la protagonista de quizá la más célebre de las novelas del veracruzano Sergio Galindo
(1926-1993): Otilia Rauda. En su rebeldía, como la única forma de manifestación que su entorno le permite dado el “esplendor escandaloso de su cuerpo”, Otilia se resiste a la cosificación, a ser sólo un cuerpo poseído; pero su solución consiste en una paradoja: sucumbir de forma exorbitante al destino que todos le vaticinaban desde que su cuerpo desbordó las costuras de sus ropas de niña, accediendo frenéticamente al placer sexual como una forma de anulación de todo precepto social, mas la tragedia sobreviene cuando singulariza su pasión en un solo objeto que, como ella, transita en su propio túnel solitario.

Durante su trayectoria como cuentista y novelista, Galindo se fortalece como uno de los escritores paradigmáticos de una visión cada vez más íntima de lo humano, en un país en el que las preocupaciones sociales cada vez estaban más lejos de las clases medias. De ahí que el orden y el poder sean los ejes que recorren sus textos desde los años setenta, para cuestionarlos y romperlos.

Además, sus personajes femeninos ya no son tanto seres sufrientes y solitarios sino eminente y cargadamente políticos, política no sólo como poder institucionalizado, sino como el que abarca también a la vida cotidiana. De este modo, el autor retoma la mejor tradición de la novela mexicana, la de ser un retrato crítico de la sociedad, pero sin olvidar las lecciones formales de los años herméticos, los de la experimentación narrativa.

Lo anterior es evidente en Otilia Rauda (1986) la cual le valiera a Galindo el favor de la crítica y el Premio Xavier Villaurrutia de Novela. Las acronías, las sutiles rupturas del tiempo narrativo, enlazados apenas por la coincidencia espacial o las asociaciones temáticas son también parte de las características que demuestran la calidad literaria a la cual había arribado Sergio Galindo cuando confecciona esta novela, cuyo tiempo no es lineal pese a su sencillez aparente. Comienza en la madurez de Otilia hacia 1941, quien al parecer nace en 1902, retrocede a los años treinta, se asienta en el Porfiriato durante la adolescencia de esa muchacha por la que pasaron 11 bailes, 11 septiembres, 11 amenazas de muerte formuladas por el padre a los moscardones que clavaban su vista en las formas de la chica, sin que nadie digno se acercase a ella y en el transcurso se alterna la impronta local de la Revolución, a través de los sucesivos mandatos y desmanes de Madero, Huerta, Carranza, Obregón y el gobernador Tejeda, sin el propósito de hacer una novela histórica.

Otilia Rauda es la historia de seres al margen, ubicados principalmente en la zona vigueña veracruzana, en las cercanías de un Perote literario y real en su permanente aire frío de montaña y en esa neblina que esconde y deja constancia de la existencia de seres que encuentran cálido cobijo en el excitante cuerpo de Otilia. Historia de la redención de los irredimibles, de los excluidos del orden social y moral, de odios que son parte del amor, como diría Nedda G. de Anhalt: “producto de un fabulador cuyo mundo parte de causas y efectos paradójicos; uno en cuya esfera la ambigüedad nunca termina”.

La paradoja es el recurso más evidente de Galindo en Otilia Rauda: la belleza del cuerpo contrasta con la fealdad del rostro de Otilia; asimetría que a la vez asegura a ese pueblo con ansias de ciudad que Cruz, la madre de la muchacha “no pecó” dado el extraordinario parecido de ese rostro adiposo y bizco con Isaac, su esposo. Lo que se relaciona con el “equilibrio” de la doble marginalidad de Otilia: fea y mujer, con un cuerpo hecho para goces irrefrenables.

Sin embargo, la única descendiente de la rica familia de terratenientes es estéril gracias a una enfermedad de Venus contagiada por Isidro, su marido comprado, el mediocre carnicero y policía, legal pero indigno “dueño” de ese cuerpo que concentra los anhelos masculinos del pueblo y sus inmediaciones. La hija de los Rauda es una amenaza para la estabilidad conyugal, la envidia de las mujeres, un atentado a las buenas costumbres por su hermosura desafiante, monstruosa en su perfección. Su misma cualidad de atracción es lo que la vuelve repulsiva para su sociedad. Ante esto, Otilia suele refugiarse en sí misma, en su incondicional amigo Melquíades y en Rubén Lazcano posteriormente, el primero es el “bobo” del pueblo, un gigante deforme que es como una versión local de Vulcano, el cónyuge de la Diosa del Amor; mientras que Rubén está signado por la vida al margen de la ley, jaloneado por las circunstancias sociales e históricas que le afectan íntimamente y le condicionan el destino, un hombre hermoso, un príncipe azul en negativo, imposibilitado para corresponder a la ternura y pasión que Otilia deposita en él en forma obstinada y ante la ruptura de la esperanza del amor, lo que resulta es la destrucción, el odio apasionado. En apariencia, algo incompatible en un texto que en su etapa embrionaria fuera designada por su autor como Los encuentros.

Así es como en esta novela, considerada como la obra cumbre de Sergio Galindo, desembocan los elementos esenciales de este autor xalapeño que desbordó los límites de lo local a través de uno de sus escenarios privilegiados: Las Vigas, pero cuestionando a través de ese universo pequeño pero paradigmático, la hipocresía social que somete a los sujetos, la imposibilidad del amor, el sentimiento de culpa, el desafío a la respetabilidad y la muerte.


La película

(1928) Otilia Rauda tiene 16 años. Su rostro está marcado por un gran lunar congénito que cruza sus facciones (los estándares establecidos lo calificarían de “feo”), pero su cuerpo ya atrae de modo irresistible las miradas masculinas. Sus padres, Cruz e Isaac, propietarios rurales de buen pasar, intentan enmascarar sus curvas y turgencias vistiéndola con ropas holgadas. Pero es casi en vano.

Ya adolescente, el erotismo se desprende de su figura de modo espontáneo y arrasador y, lo que resulta aún más afligente para Cruz e Isaacx, es que la muchacha misma manifiesta la urgente demanda de una satisfacción sexual plena.

El excepcional atractivo de Otilia no pasa desapercibido en el pequeño pueblo en el que vive. Circulan maledicencias y comentarios lascivos que, naturalmente, alcanzan los oídos de sus padres. La reacción de Isaac es radical: amenaza de muerte a quien se atreva a acercarse a su hija. La genérica amenaza alimenta los prejuicios de las familias de las clases presuntamente altas, las que fabulan oscuros y tal vez satánicos peligros en los estremecimientos eróticos que despierta Otilia. Así es como se establece un dispositivo de cerrojo en torno a la muchacha, ya que por temor a Don Isaac, o por prohibición familiar, ningún joven se atreve a acercársele.

Otilia vive esta circunstancia con angustia y desencanto. La única compañía masculina que le es tolerada es la de Melquiades, un muchacho muy pobre, de enorme estatura, cojo a causa de un accidente, de no muchas luces, considerado por todos como absolutamente inofensivo y víctima frecuente de desprecios y burlas, cuya perruna fidelidad a la familia Rauda está fuera de duda.

Melquiades también carga con la dudosa fama de poseer un órgano sexual a escala de su estatura. Esta “cualidad” de Melquiades es conocida por Otilia, quien, todavía niña, y aprovechando sin pudor la fidelidad que aquél le guarda, lo persigue hasta casi obligarlo a que le muestre su pene. En esa circunstancia, Melquiades comprueba que ante Otilia no tiene erección... y es así como este episodio será por siempre vivido por él como el momento en el que quedará definitivamente hechizado por la muchacha, atado a ella de por vida.

Tiempo después los padres de Otilia mueren. El episodio aleja aun más a Otilia de Isidro. La vieja finca familiar se convierte en el refugio de su profunda soledad. Aunque sigue coleccionando amantes, nunca los lleva a esa casa. Y es precisamente en casa de sus padres, donde un día, Otilia, que acaba de llegar, descubre marcas de sangre. Alarmada, toma un arma y sigue el trazo hasta dar con el cuerpo sólido pero inerte de un hombre. Por una notoria cicatriz en su vigoroso rostro, Otilia lo identifica: se trata de Rubén Lazcano, un mítico bandido, valiente y peligroso, que ha logrado eludir una y otra vez la persecución policial. El hombre sangra profusamente de una profunda herida en la ingle. Otilia, oscuramente atraída por el hombre, y viendo en éste un instrumento de venganza contra Isidro, pide ayuda a Genoveva y Melquiades. Estos, aunque temerosos de las consecuencias, aceptan. Comienza entonces la ardua tarea de curar clandestinamente a Rubén Lazcano. El proceso es largo y doloroso... Pero es durante este tiempo que Otilia, por primera vez en su vida, experimenta tanto el éxtasis como el desasosiego que comporta el sentimiento del amor. Rubén Lazcano pasa a ocupar todos sus pensamientos y sus acciones. Lo cuida, lo arrulla, lo baña, le hace largas confidencias, en una actitud de entrega que incluye gestos casi maternales y caricias refinadamente eróticas. A Otilia parece no importarle si Rubén está lúcido o no; si registra o no sus palabras y sus gestos. Bordeando la alineación, prefiere dar por descontado que sus sentimientos son compartidos. Lo que es seguro es que en momentos de lucidez, Rubén se manifiesta parco y alerta, sin hacer referencia alguna a la actitud de Otilia ni a sus propios sentimientos.

Quien soporta mal la situación es Melquiades. Por primera vez siente celos. Nunca los había sentido ante los innumerables “affairs” de Otilia de los que fuera hasta entusiasta cómplice. Esta vez tiene la certeza de que algo inédito sucede, algo que lo excluye radicalmente. Por un momento, hasta fabula con matar a Ruben. Pero no se atreve, ya que sabe que un acto tal le acarrearía el eterno odio de Otilia. De todos modos habla con ella, le dice que Rubén le ha confiado que se marchará en cuanto se recupere, le asegura que será abandonada. Es en vano. Otilia ya ha ido mucha más lejos, ya imagina, por ejemplo, una fuga a los Estados Unidos en compañía de su amor. Entretanto, en la febril espera, Otilia alterna su tiempo entre la finca y la casa que comparte con Isidro en el pueblo. A través de éste (ahora jefe de policía), interrogándolo con astucia, consigue informarse acerca de la marcha de la búsqueda policial. Por su lado, Isidro sospecha que Otilia tiene algún nuevo amante, pero ni imagina que pudiera ser el prófugo Rubén Lazcano (situación que Otilia goza particularmente).

Finalmente, la cura que conduce Genoveva en base a sus conocimientos de medicina popular resultan eficaces y Rubén Lazcano se recupera. Entonces Otilia, dando por descontado que sus sentimientos son compartidos, le confiesa su amor y sus planes de fuga conjunta. Pero Rubén no asume otro sentimiento que el de gratitud y manifiesta que prefiere seguir solo. Las fabulaciones de Otilia parecen desvanecerse amargamente. Pero inmediatamente antes de partir, sorpresivamente, Rubén le ruega que se desnude. Es entonces que, como confirmando las expectativas de Otilia, se produce entre ésta y Rubén un apasionado encuentro sexual. Otilia nunca había atravesado una experiencia de tal plenitud. Pero la decisión de Rubén no se modifica. Otilia parece no acusar el golpe, y aun ante la evidencia de que Rubén se marcha, asegura que él volverá y que ella lo estará esperando.

Comienza un inacabable y angustioso periodo de espera. Otilia enarbola su certeza contra toda evidencia. Sus conductas cambian: deja de acostarse con sus amantes y se mantiene obsesivamente alerta ante cualquier señal de Rubén. Pero su ánimo es inestable. En determinada oportunidad, algo bebida, y en respuesta a un ataque de celos de Isidro, quien amenaza con matar a un presunto amante llamado Luis Pérez, Otilia le dice con –el exclusivo ánimo de mortificarlo– que a quien debería matar es a Rubén Lazcano, de quien ella está verdaderamente enamorada. A partir de entonces, la obsesión por el ausente Rubén es común. Ambos, por opuestas razones, desean fervorosamente su reaparición.


Galindo, editor

El oficio del editor implica no sólo encargarse de la preparación y distribución de libros, sino también una apuesta que se deriva del saber, la sensibilidad literaria y la intuición. Paralelo a su trabajo creativo, Sergio Galindo supo combinar la labor de difusión y edición de obras de la literatura mexicana, latinoamericana y mundial en una época en la que el centralismo dominaba aún más que en nuestros días. De hecho, a partir de 1957, cuando Galindo funda el Departamento Editorial de la Universidad Veracruzana, junto con la revista La palabra y el hombre, la entonces modesta casa de estudios rebasa las fronteras locales y nacionales y da a entender a la clase intelectual de su tiempo que algo interesante se estaba gestando en Veracruz.

No se trataba sólo de buenas intenciones, a través de Colección Ficción la provincia puso el ejemplo al atraer a autores consagrados pero sobre todo de editar a escritores entonces poco conocidos y traducir obras modernas como señala Margo Glantz: “Cuando mucha gente aún se reía con sorna de las aventuras de Aureliano Buendía unidas a la interminable escrituración dirigida a los generales colombianos, Sergio [Galindo] publicaba Los funerales de la mamá grande, de Gabriel García Márquez y El diario de Lecumberri, de Álvaro Mutis, el teatro de Emilio Carballido y el de Luisa Josefina Hernández, los textos de Rosario Castellanos, Lolita Castro [sic], Jaime Sabines, Eraclio Zepeda, los cuentos de José de la Colina y Juan Vicente Melo, El doctor y los demonios, de Dylan Thomas, los de Max Aub, y los de Cardoza y Aragón y claro, ¡cómo podían faltar!, los cuentos de José Revueltas, nada menos que Dormir en tierra. La brillante labor editorial, generosa, profética de Sergio tenía su continuidad lógica en la revista. La palabra y el hombre llegó a constituirse en una institución: eran los tiempos del rector Aguirre Beltrán por quien Sergio llegó a Xalapa de nuevo y después de los de Fernando Salmerón, rector también, más tarde.”


Trayectoria

Sergio Galindo (2 de septiembre de 1926-3 de enero de 1993) Estudió en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México. Fue becario del Centro Mexicano de Escritores de 1955 a 1956. En la uv fundó las colecciones Ficción y Cuadernos de la Facultad de Filosofía y Letras, así como la revista La palabra y el hombre. Fue director de la Editorial de la uv de 1957 a 1964. En 1965 fue director del Departamento de Coordinación del Instituto Nacional de Bellas Artes (inba) y posteriormente de la Dirección de Divulgación de la Secretaria de Educación Pública. De 1974 a 1976 fue director del inba y en 1975 ingresó a la Academia Mexicana de la Lengua.

Recibió las condecoraciones: Honorary Officer of the Most Excellent Order of the British Empire de Gran Bretaña en 1975; Méritos en la Cultura, de Polonia en 1976, y Orden de la Estrella de Yugoslavia en 1977. Su obra ha sido incluida en diversas antologías de México y el extranjero, así como traducida a varios idiomas. Fue merecedor del Premio de Novela Mariano Azuela en 1984, el Premio Xavier Villaurrutia en 1986 y el Premio José Fuentes Mares en 1987.

Obra publicada: La máquina vacía (Cuentos, 1951), Polvos de arroz (Novela, 1958), La justicia de enero (Noveleta, 1959), El bordo (Novela, 1960), La comparsa (Novela, 1964), Nudo (Novela, 1970), ¡Oh, hermoso mundo! (Cuentos, 1975), El hombre de los hongos (Noveleta leída en su discurso de ingreso la Academia Mexicana en 1975, publicada un año más tarde), Este laberinto de hombres (Cuentos, 1979), Los dos ángeles (Novela, 1984), Declive (Novela, 1985), Terciopelo violeta (Cuentos, 1985) y Otilia Rauda (Novela, 1986).