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El
poder que asienta su base en la perturbación erótica
es el arma de dos filos de la protagonista de quizá la más
célebre de las novelas del veracruzano Sergio Galindo
(1926-1993): Otilia Rauda. En su rebeldía, como la única
forma de manifestación que su entorno le permite dado el
esplendor escandaloso de su cuerpo, Otilia se resiste
a la cosificación, a ser sólo un cuerpo poseído;
pero su solución consiste en una paradoja: sucumbir de forma
exorbitante al destino que todos le vaticinaban desde que su cuerpo
desbordó las costuras de sus ropas de niña, accediendo
frenéticamente al placer sexual como una forma de anulación
de todo precepto social, mas la tragedia sobreviene cuando singulariza
su pasión en un solo objeto que, como ella, transita en su
propio túnel solitario.
Durante su trayectoria como cuentista y novelista, Galindo se fortalece
como uno de los escritores paradigmáticos de una visión
cada vez más íntima de lo humano, en un país
en el que las preocupaciones sociales cada vez estaban más
lejos de las clases medias. De ahí que el orden y el poder
sean los ejes que recorren sus textos desde los años setenta,
para cuestionarlos y romperlos.
Además, sus personajes femeninos ya no son tanto seres sufrientes
y solitarios sino eminente y cargadamente políticos, política
no sólo como poder institucionalizado, sino como el que abarca
también a la vida cotidiana. De este modo, el autor retoma
la mejor tradición de la novela mexicana, la de ser un retrato
crítico de la sociedad, pero sin olvidar las lecciones formales
de los años herméticos, los de la experimentación
narrativa.
Lo anterior es evidente en Otilia Rauda (1986) la cual le valiera
a Galindo el favor de la crítica y el Premio Xavier Villaurrutia
de Novela. Las acronías, las sutiles rupturas del tiempo
narrativo, enlazados apenas por la coincidencia espacial o las asociaciones
temáticas son también parte de las características
que demuestran la calidad literaria a la cual había arribado
Sergio Galindo cuando confecciona esta novela, cuyo tiempo no es
lineal pese a su sencillez aparente. Comienza en la madurez de Otilia
hacia 1941, quien al parecer nace en 1902, retrocede a los años
treinta, se asienta en el Porfiriato durante la adolescencia de
esa muchacha por la que pasaron 11 bailes, 11 septiembres, 11 amenazas
de muerte formuladas por el padre a los moscardones que clavaban
su vista en las formas de la chica, sin que nadie digno se acercase
a ella y en el transcurso se alterna la impronta local de la Revolución,
a través de los sucesivos mandatos y desmanes de Madero,
Huerta, Carranza, Obregón y el gobernador Tejeda, sin el
propósito de hacer una novela histórica.
Otilia Rauda es la historia de seres al margen, ubicados principalmente
en la zona vigueña veracruzana, en las cercanías de
un Perote literario y real en su permanente aire frío de
montaña y en esa neblina que esconde y deja constancia de
la existencia de seres que encuentran cálido cobijo en el
excitante cuerpo de Otilia. Historia de la redención de los
irredimibles, de los excluidos del orden social y moral, de odios
que son parte del amor, como diría Nedda G. de Anhalt: producto
de un fabulador cuyo mundo parte de causas y efectos paradójicos;
uno en cuya esfera la ambigüedad nunca termina.
La paradoja es el recurso más evidente de Galindo en Otilia
Rauda: la belleza del cuerpo contrasta con la fealdad del rostro
de Otilia; asimetría que a la vez asegura a ese pueblo con
ansias de ciudad que Cruz, la madre de la muchacha no pecó
dado el extraordinario parecido de ese rostro adiposo y bizco con
Isaac, su esposo. Lo que se relaciona con el equilibrio
de la doble marginalidad de Otilia: fea y mujer, con un cuerpo hecho
para goces irrefrenables.
Sin embargo, la única descendiente de la rica familia de
terratenientes es estéril gracias a una enfermedad de Venus
contagiada por Isidro, su marido comprado, el mediocre carnicero
y policía, legal pero indigno dueño de
ese cuerpo que concentra los anhelos masculinos del pueblo y sus
inmediaciones. La hija de los Rauda es una amenaza para la estabilidad
conyugal, la envidia de las mujeres, un atentado a las buenas costumbres
por su hermosura desafiante, monstruosa en su perfección.
Su misma cualidad de atracción es lo que la vuelve repulsiva
para su sociedad. Ante esto, Otilia suele refugiarse en sí
misma, en su incondicional amigo Melquíades y en Rubén
Lazcano posteriormente, el primero es el bobo del pueblo,
un gigante deforme que es como una versión local de Vulcano,
el cónyuge de la Diosa del Amor; mientras que Rubén
está signado por la vida al margen de la ley, jaloneado por
las circunstancias sociales e históricas que le afectan íntimamente
y le condicionan el destino, un hombre hermoso, un príncipe
azul en negativo, imposibilitado para corresponder a la ternura
y pasión que Otilia deposita en él en forma obstinada
y ante la ruptura de la esperanza del amor, lo que resulta es la
destrucción, el odio apasionado. En apariencia, algo incompatible
en un texto que en su etapa embrionaria fuera designada por su autor
como Los encuentros.
Así es como en esta novela, considerada como la obra cumbre
de Sergio Galindo, desembocan los elementos esenciales de este autor
xalapeño que desbordó los límites de lo local
a través de uno de sus escenarios privilegiados: Las Vigas,
pero cuestionando a través de ese universo pequeño
pero paradigmático, la hipocresía social que somete
a los sujetos, la imposibilidad del amor, el sentimiento de culpa,
el desafío a la respetabilidad y la muerte.
La película
(1928) Otilia Rauda tiene 16 años. Su rostro está
marcado por un gran lunar congénito que cruza sus facciones
(los estándares establecidos lo calificarían de feo),
pero su cuerpo ya atrae de modo irresistible las miradas masculinas.
Sus padres, Cruz e Isaac, propietarios rurales de buen pasar, intentan
enmascarar sus curvas y turgencias vistiéndola con ropas
holgadas. Pero es casi en vano.
Ya adolescente, el erotismo se desprende de su figura de modo espontáneo
y arrasador y, lo que resulta aún más afligente para
Cruz e Isaacx, es que la muchacha misma manifiesta la urgente demanda
de una satisfacción sexual plena.
El excepcional atractivo de Otilia no pasa desapercibido en el pequeño
pueblo en el que vive. Circulan maledicencias y comentarios lascivos
que, naturalmente, alcanzan los oídos de sus padres. La reacción
de Isaac es radical: amenaza de muerte a quien se atreva a acercarse
a su hija. La genérica amenaza alimenta los prejuicios de
las familias de las clases presuntamente altas, las que fabulan
oscuros y tal vez satánicos peligros en los estremecimientos
eróticos que despierta Otilia. Así es como se establece
un dispositivo de cerrojo en torno a la muchacha, ya que por temor
a Don Isaac, o por prohibición familiar, ningún joven
se atreve a acercársele.
Otilia vive esta circunstancia con angustia y desencanto. La única
compañía masculina que le es tolerada es la de Melquiades,
un muchacho muy pobre, de enorme estatura, cojo a causa de un accidente,
de no muchas luces, considerado por todos como absolutamente inofensivo
y víctima frecuente de desprecios y burlas, cuya perruna
fidelidad a la familia Rauda está fuera de duda.
Melquiades también carga con la dudosa fama de poseer un
órgano sexual a escala de su estatura. Esta cualidad
de Melquiades es conocida por Otilia, quien, todavía niña,
y aprovechando sin pudor la fidelidad que aquél le guarda,
lo persigue hasta casi obligarlo a que le muestre su pene. En esa
circunstancia, Melquiades comprueba que ante Otilia no tiene erección...
y es así como este episodio será por siempre vivido
por él como el momento en el que quedará definitivamente
hechizado por la muchacha, atado a ella de por vida.
Tiempo después los padres de Otilia mueren. El episodio aleja
aun más a Otilia de Isidro. La vieja finca familiar se convierte
en el refugio de su profunda soledad. Aunque sigue coleccionando
amantes, nunca los lleva a esa casa. Y es precisamente en casa de
sus padres, donde un día, Otilia, que acaba de llegar, descubre
marcas de sangre. Alarmada, toma un arma y sigue el trazo hasta
dar con el cuerpo sólido pero inerte de un hombre. Por una
notoria cicatriz en su vigoroso rostro, Otilia lo identifica: se
trata de Rubén Lazcano, un mítico bandido, valiente
y peligroso, que ha logrado eludir una y otra vez la persecución
policial. El hombre sangra profusamente de una profunda herida en
la ingle. Otilia, oscuramente atraída por el hombre, y viendo
en éste un instrumento de venganza contra Isidro, pide ayuda
a Genoveva y Melquiades. Estos, aunque temerosos de las consecuencias,
aceptan. Comienza entonces la ardua tarea de curar clandestinamente
a Rubén Lazcano. El proceso es largo y doloroso... Pero es
durante este tiempo que Otilia, por primera vez en su vida, experimenta
tanto el éxtasis como el desasosiego que comporta el sentimiento
del amor. Rubén Lazcano pasa a ocupar todos sus pensamientos
y sus acciones. Lo cuida, lo arrulla, lo baña, le hace largas
confidencias, en una actitud de entrega que incluye gestos casi
maternales y caricias refinadamente eróticas. A Otilia parece
no importarle si Rubén está lúcido o no; si
registra o no sus palabras y sus gestos. Bordeando la alineación,
prefiere dar por descontado que sus sentimientos son compartidos.
Lo que es seguro es que en momentos de lucidez, Rubén se
manifiesta parco y alerta, sin hacer referencia alguna a la actitud
de Otilia ni a sus propios sentimientos.
Quien soporta mal la situación es Melquiades. Por primera
vez siente celos. Nunca los había sentido ante los innumerables
affairs de Otilia de los que fuera hasta entusiasta
cómplice. Esta vez tiene la certeza de que algo inédito
sucede, algo que lo excluye radicalmente. Por un momento, hasta
fabula con matar a Ruben. Pero no se atreve, ya que sabe que un
acto tal le acarrearía el eterno odio de Otilia. De todos
modos habla con ella, le dice que Rubén le ha confiado que
se marchará en cuanto se recupere, le asegura que será
abandonada. Es en vano. Otilia ya ha ido mucha más lejos,
ya imagina, por ejemplo, una fuga a los Estados Unidos en compañía
de su amor. Entretanto, en la febril espera, Otilia alterna su tiempo
entre la finca y la casa que comparte con Isidro en el pueblo. A
través de éste (ahora jefe de policía), interrogándolo
con astucia, consigue informarse acerca de la marcha de la búsqueda
policial. Por su lado, Isidro sospecha que Otilia tiene algún
nuevo amante, pero ni imagina que pudiera ser el prófugo
Rubén Lazcano (situación que Otilia goza particularmente).
Finalmente, la cura que conduce Genoveva en base a sus conocimientos
de medicina popular resultan eficaces y Rubén Lazcano se
recupera. Entonces Otilia, dando por descontado que sus sentimientos
son compartidos, le confiesa su amor y sus planes de fuga conjunta.
Pero Rubén no asume otro sentimiento que el de gratitud y
manifiesta que prefiere seguir solo. Las fabulaciones de Otilia
parecen desvanecerse amargamente. Pero inmediatamente antes de partir,
sorpresivamente, Rubén le ruega que se desnude. Es entonces
que, como confirmando las expectativas de Otilia, se produce entre
ésta y Rubén un apasionado encuentro sexual. Otilia
nunca había atravesado una experiencia de tal plenitud. Pero
la decisión de Rubén no se modifica. Otilia parece
no acusar el golpe, y aun ante la evidencia de que Rubén
se marcha, asegura que él volverá y que ella lo estará
esperando.
Comienza un inacabable y angustioso periodo de espera. Otilia enarbola
su certeza contra toda evidencia. Sus conductas cambian: deja de
acostarse con sus amantes y se mantiene obsesivamente alerta ante
cualquier señal de Rubén. Pero su ánimo es
inestable. En determinada oportunidad, algo bebida, y en respuesta
a un ataque de celos de Isidro, quien amenaza con matar a un presunto
amante llamado Luis Pérez, Otilia le dice con el exclusivo
ánimo de mortificarlo que a quien debería matar
es a Rubén Lazcano, de quien ella está verdaderamente
enamorada. A partir de entonces, la obsesión por el ausente
Rubén es común. Ambos, por opuestas razones, desean
fervorosamente su reaparición.
Galindo, editor
El oficio del editor implica no sólo encargarse de la preparación
y distribución de libros, sino también una apuesta
que se deriva del saber, la sensibilidad literaria y la intuición.
Paralelo a su trabajo creativo, Sergio Galindo supo combinar la
labor de difusión y edición de obras de la literatura
mexicana, latinoamericana y mundial en una época en la que
el centralismo dominaba aún más que en nuestros días.
De hecho, a partir de 1957, cuando Galindo funda el Departamento
Editorial de la Universidad Veracruzana, junto con la revista La
palabra y el hombre, la entonces modesta casa de estudios rebasa
las fronteras locales y nacionales y da a entender a la clase intelectual
de su tiempo que algo interesante se estaba gestando en Veracruz.
No se trataba sólo de buenas intenciones, a través
de Colección Ficción la provincia puso el ejemplo
al atraer a autores consagrados pero sobre todo de editar a escritores
entonces poco conocidos y traducir obras modernas como señala
Margo Glantz: Cuando mucha gente aún se reía
con sorna de las aventuras de Aureliano Buendía unidas a
la interminable escrituración dirigida a los generales colombianos,
Sergio [Galindo] publicaba Los funerales de la mamá grande,
de Gabriel García Márquez y El diario de Lecumberri,
de Álvaro Mutis, el teatro de Emilio Carballido y el de Luisa
Josefina Hernández, los textos de Rosario Castellanos, Lolita
Castro [sic], Jaime Sabines, Eraclio Zepeda, los cuentos de José
de la Colina y Juan Vicente Melo, El doctor y los demonios, de Dylan
Thomas, los de Max Aub, y los de Cardoza y Aragón y claro,
¡cómo podían faltar!, los cuentos de José
Revueltas, nada menos que Dormir en tierra. La brillante labor editorial,
generosa, profética de Sergio tenía su continuidad
lógica en la revista. La palabra y el hombre llegó
a constituirse en una institución: eran los tiempos del rector
Aguirre Beltrán por quien Sergio llegó a Xalapa de
nuevo y después de los de Fernando Salmerón, rector
también, más tarde.
Trayectoria
Sergio Galindo (2 de septiembre de 1926-3 de enero de 1993) Estudió
en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional
Autónoma de México. Fue becario del Centro Mexicano
de Escritores de 1955 a 1956. En la uv fundó las colecciones
Ficción y Cuadernos de la Facultad de Filosofía y
Letras, así como la revista La palabra y el hombre. Fue director
de la Editorial de la uv de 1957 a 1964. En 1965 fue director del
Departamento de Coordinación del Instituto Nacional de Bellas
Artes (inba) y posteriormente de la Dirección de Divulgación
de la Secretaria de Educación Pública. De 1974 a 1976
fue director del inba y en 1975 ingresó a la Academia Mexicana
de la Lengua.
Recibió las condecoraciones: Honorary Officer of the Most
Excellent Order of the British Empire de Gran Bretaña en
1975; Méritos en la Cultura, de Polonia en 1976, y Orden
de la Estrella de Yugoslavia en 1977. Su obra ha sido incluida en
diversas antologías de México y el extranjero, así
como traducida a varios idiomas. Fue merecedor del Premio de Novela
Mariano Azuela en 1984, el Premio Xavier Villaurrutia en 1986 y
el Premio José Fuentes Mares en 1987.
Obra publicada: La máquina vacía (Cuentos, 1951),
Polvos de arroz (Novela, 1958), La justicia de enero (Noveleta,
1959), El bordo (Novela, 1960), La comparsa (Novela, 1964), Nudo
(Novela, 1970), ¡Oh, hermoso mundo! (Cuentos, 1975), El hombre
de los hongos (Noveleta leída en su discurso de ingreso la
Academia Mexicana en 1975, publicada un año más tarde),
Este laberinto de hombres (Cuentos, 1979), Los dos ángeles
(Novela, 1984), Declive (Novela, 1985), Terciopelo violeta (Cuentos,
1985) y Otilia Rauda (Novela, 1986).
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